– Me gustaría refrescarme un poco.

– No es imposible, señor.

El cuerpo de Marfisa había quedado medio al descubierto: mostraba la cabellera, la espalda, la delgada cintura, el arranque de las nalgas. El Rey la miró: con sorpresa, con estupefacción.

– ¿Has visto algo más bello?

– Hay muchas cosas bellas en el mundo.

– ¿Más que el cuerpo de una mujer?

– Si es el de Marfisa, difícilmente.

– Nunca había visto hasta esta noche una mujer desnuda.

– ¿Y qué?

– El paraíso tiene que ser una cosa semejante.

El conde torció el morro.

– No creo que los señores inquisidores aprobasen esa idea.

– ¿Qué sabrán los señores inquisidores de mujeres desnudas?

– Según ellos, todo.

El Rey se hallaba medio vestido ya. El conde pidió a Lucrecia una palangana de agua fresca. El Rey comenzó a hurgar en la escarcela.

– ¿Qué busca Su Majestad?

– Ese medio ducado que dejar a Marfisa.

– ¿Medio ducado nada más?

– Es lo que marca el protocolo, según tengo entendido.

El conde sonrió.

– Señor, el protocolo está anticuado, y Marfisa es la puta más cara de la villa. Por lo menos diez ducados.

El Rey le miró asombrado.

– No los tengo. Nunca he tenido diez ducados. Este medio que busco se lo tuve que pedir a mi ayuda de cámara. Después, van y lo cuentan en sus memorias.

El conde metió la mano en su escarcela y sacó una bolsa de terciopelo.

– Ahí van los diez ducados. Los tenía destinados a Lucrecia.

Lucrecia entraba con la palangana y oyó la frase del conde.

– A mí no me tiene que dar nada Su Señoría. Me considero pagada.

El Rey miró al conde, y el conde volvió a sonreír.

– A mí -dijo el Rey-, Marfisa no me dijo eso.

– Es que mi ama, señor, lo hace por oficio, y… yo, por afición, y el señor conde me dejó contenta.

– Puedes besarla en mi presencia, conde.

El Rey se chapuzó la cara y se la secó con la toalla que Lucrecia le ofrecía. Se encasquetó el sombrero, pero el conde se mantuvo destocado.

– Cubríos, conde -dijo el Rey.

El conde obedeció.

– Gracias, señor.

– Lo repetiremos en palacio, delante del Valido, para que se fastidie. Ahora, vámonos.

Lucrecia los acompañó hasta la puerta. Dio un beso al conde y le llamó guapo al oído. La carroza esperaba: poco suntuosa, pero sólida y elegante. Lucrecia agitó la mano. La carroza corría por la calle, llena de baches, como por la superficie de un espejo. El Rey miraba hacia adelante, como si le envolviese el infinito. Tenía cierta cara de pasmado.

– ¿Qué miráis con tanta atención, señor?

– El cuerpo de Marfisa. No puedo ver otra cosa.

4.El ayuda de cámara que había prestado al Rey medio ducado entró en el despacho por la puerta de los confidentes, y quedó quieto, humilde, pero mirando de reojo al Valido.

– ¿Sucede algo, Cosme?

– Ate cabos Vuestra Excelencia. Su Majestad no durmió en palacio: su cama está sin deshacer, y él no aparece por ninguna parte. Ayer, cuando me despedí, me pidió medio ducado.

– ¿Y qué deduces, Cosme?

– Que el Rey se fue de picos pardos, Excelencia; medio J ducado es lo que pagan los reyes a sus putas, según he oído siempre.

– Hay cosas, Cosme, que no deben oírse jamás.

– Le pido perdón, Excelencia, pero, gracias a que no soy sordo, Vuestra Excelencia me recibe en secreto.

– Tienes razón, Cosme. ¿Y salió solo el Rey?

– De fijo, de fijo, no lo sé. Pero cuando yo lo dejé, estaba con el conde de la Peña Andrada.

El Valido quedó en silencio, mirando la franja de la pared frontera que lindaba con el artesonado. Una locura de esfinges y de dragones multicéfalos de muy buena factura.

– El conde de la Peña Andrada. ¿Y quién es ése?

– No podría decírselo, señor, salvo que es un caballero joven, de muy buen aspecto, a quien el Rey trata con confianza.

– Retírate, Cosme. Gracias.

Cosme se inclinó y salió por la misma puerta por la que había entrado. Entonces, el Valido hizo sonar la campanilla, de sonido fino, pero penetrante. Entró un ujier y quedó mudo junto a la puerta. El Valido escribió unas letras en un papel.

– Lleva esto al archivero mayor y que traiga en seguida lo que le pido.

Salió el ujier, el Valido murmuró:

– ¿Conque de putas sin yo saberlo?

No parecía muy contenta la cara del Valido, ni muy tranquila su mirada. El archivero mayor tardó poco en llegar.

– Aquí está lo que pide, Excelencia.

– ¿Te costó mucho trabajo encontrarlo?

– Ninguno, Excelencia. Estaba encima de mi mesa.

– ¿Y por qué estaba allí? ¿Ha hecho alguna petición ese conde últimamente?

– No, que yo recuerde, Excelencia. Y es un nombre que no había oído nunca. Conde de la Peña Andrada. Todo es muy raro. Sin embargo…

– Sin embargo, ¿qué?

– Ahí están sus papeles. Todo en regla: es un condado que concedió el emperador, a título personal, pero declarado hereditario y de Castilla por la majestad de don Felipe II, quien asimismo concede a los titulares patente de corso contra ingleses y holandeses, a condición de que mantengan una escuadra de seis navíos y entreguen a la corona el quinto de las presas. Las cuentas las tienen claras, señor, y han pagado a los reyes de España un buen puñado de monedas y otros bienes. Hay también… -El archivero mayor hizo una pausa y miró al Valido-… Hay también un pleito con la casa de Andrade, por cuestión de límites de señorío. Lo que se disputa es el valle de Valdoviño. La causa está en la Real Chancillería de Valladolid.

– Y eso de Valdoviño, ¿por dónde cae?

– Tiene que ser por Galicia, señor. Tierra de brujas, donde nada está claro. La gente buena de por allá, o se viene a Madrid, como los de Lemos, o se queda en Salamanca, como los de Monterrey. Aquí se citan pueblos y ciudades de las que nadie tiene idea: Cedeira, Santa Marta de Ortigueira… Algo así como Caraño o Cariño, no está muy claro. Son los puertos autorizados para esa escuadra…

El Valido miró el grueso expediente, lo sopesó.

– Papeles y más papeles. Guárdeselos Vuesa Merced, pero no los pierda de vista. Puedo necesitarlos.

El archivero mayor cogió el legajo, hizo una reverencia, volvió a reverenciar al llegar a la puerta, y se fue: su marcha coincidió con la llegada del padre Germán de Villaescusa, un capuchino: había entrado por la puerta de los confidentes. Hizo un profundo saludo. El Valido se levantó y le besó la mano.

– ¿Ya está enterado, padre?

– Todo el palacio lo sabe. Y el Rey acaba de regresar. No dijo una sola palabra, se metió en sus habitaciones, se sentó delante de una ventana, y parece que contempla el cielo.

– ¿Síntomas de arrepentimiento?

– ¿Cómo se puede interpretar la mirada de un hombre al horizonte?

– De mil maneras, la mitad buenas, la mitad malas.

– Ese hombre es el Rey.

– Que acaba de pasar la noche en brazos del pecado.

– Eso es lo que parece, padre, y eso es lo malo.

– ¿Su Excelencia tiene alguna otra noticia?

– Que el alcahuete fue un tal conde de la Peña Andrada, a quien desconozco.

– Yo, en cambio, he oído su nombre… Sí, déjeme pensar. Es un gallego, ¿verdad?

– Así parece.

– La presencia del Apóstol en aquellas tierras no parece favorecer la causa del Señor. Sé de muy buena tinta que más del noventa por ciento de los gallegos, clérigos incluidos, se condenan.

– ¿No son muchos precitos, padre?

– Puede haber un error, pero escaso. Dejémoslo en el ochenta y nueve.

– Aun así…

– Las mujeres, las que no son brujas, son putas. Los informes del Santo Oficio lo aseguran.

– Debería haber un modo de que el Rey, sin desprenderse de esas tierras, se liberase de semejantes gentes.

– Pues no lo encuentro difícil…

El Valido imaginó al lejano Reino de Galicia ardiendo por los cuatro costados, en un gigantesco auto de fe. El remedio del padre Villaescusa siempre era el mismo.