– Él, en ese caso, es el Rey, ¿verdad, padre Villaescusa?

El capuchino se sintió molesto por la mirada del Gran Inquisidor, y bajó la cabeza.

– Evidentemente, Excelencia. Al Rey me refería. Pero no voy por eso a dejar que se pierda en el olvido la cuestión del confesor. Recuerde Vuestra Excelencia que se llama el padre Pérez de Valdivielso, un converso sin duda.

Volvió a meditar, brevemente, el Gran Inquisidor.

– Los judíos no se caracterizan por su tolerancia. Recuerde a mi antecesor Torquemada.

– Los judíos, Excelencia, buscan la destrucción de los reinos de España, y nada mejor que empezar por su cabeza.

– ¿Por la cabeza de los judíos, padre Villaescusa? La desconozco. -Hizo una pausa y miró a los frailes-. Alguna vez oí hablar del Gran Sanhedrín, pero creo que son leyendas.

– Y el Gran Turco, ¿también lo es?

El Gran Inquisidor había comenzado a juguetear con una pluma de faisán cortada para su escribanía de plata repujada, obra, indudablemente, de moriscos.

– No, ciertamente; pero el peligro no viene de ahí.

– En efecto, Excelencia: el peligro nos viene de Inglaterra, de Francia, de los Países Bajos, de Alemania, y de Turquía, además. Pero, ¿quién sino los judíos los mueve a todos contra nosotros?

El padre Rivadesella, que llevaba un buen rato callado, metió baza:

– ¿Contra usted y contra mí, padre ViIlaescusa? Porque supongo que dejará fuera de esa conspiración al Señor Inquisidor.

– Donde dije nosotros, quise decir las Españas -respondió con énfasis el capuchino; y los otros dos exclamaron:

– ¡Ah!

Se había recalentado la mañana y aun en aquel salón, protegido de gruesos muros, hacía bochorno. Al padre Villaescusa le resbalaban hasta la barba, donde quedaban temblando, las gotas de sudor. Al padre Rivadesella, como estaba afeitado, no le bajaban de la mejilla: allí se acumulaban, desde allí exhalaban su hedor. En cuanto al Gran Inquisidor, a éste no le sudaba nada visible, lo cual le permitía mantenerse respetablemente quieto; quizá también con la mente razonablemente fría. De todos modos, el padre Villaescusa había osado sacar un pañizuelo de color verdoso y se enjugaba la frente.

– En resumen, Reverendos Señores, que, de una parte, la villa huele a azufre, lo cual corrobora la presencia del Diablo, que me fue denunciada oportunamente por un espía especializado de mi confianza. Y resulta de la otra que nuestro joven Rey, apenas veinte años, se fue de putas…

– Reducida a esos términos, Excelencia, la cosa no pasa de mera anécdota. Pero, ¿y la trascendencia? ¿Podemos olvidar que la Armada de Indias está a llegar, y que en Flandes se prepara una gran batalla? Vistas de esa manera, las cosas cambian…

El Gran Inquisidor, con aire bastante aburrido, meditó.

– Cambian, en efecto, padre Villaescusa. ¿Y qué propone su paternidad para atajar el mal?

El padre Villaescusa comprendió claramente, por primera vez, lo que venía sintiendo en lo más oscuro de sus entrañas: que dependía de su palabra el porvenir del mundo. Y no se apresuró a responder, ni lo hizo con arrebato, sino sosegadamente.

– En primer lugar, Excelencia, propongo para esta tarde una reunión de la Suprema, ron la participación de los teólogos más acreditados de la villa. Y, en segundo lugar, romo medida de precaución, que se saque de palacio al confesor del Rey, conocido judío, y que se meta en las prisiones del Santo Tribunal a esa Marfisa…

– Que no es judía, sino cristiana vieja, y buena cumplidora de los mandatos de la Iglesia. Estoy seguro de que, a esta hora, obedece el precepto de asistir a la misa dominical, y que estará en su parroquia.

– Propongo que se la encierre por sospechas de endemoniamiento. La actitud del Rey, desde que llegó a palacio, esta mañana, es altamente sospechosa: anda metido un sí, como pasmado. ¿Y quién sino ella, puede ser la responsable? Meterla en un calabozo a pan y agua me parece una sabia medida de precaución. En cuanto al confesor del Rey…

– … a quien usted distingue con su afecto… -intervino el padre Rivadesella.

– No lo amo más de lo que puede amarse a un prójimo peligroso, reverencia.

– Ya se ve: pero yo no puedo olvidar el que el padre Valdivielso es franciscano.

– El hábito no hace al monje.

– En este caso, ¿quién sabe?

Parecía que los dos frailes iban a reproducir la antigua y acreditada contienda entre las diversas y enemigas ramas filiales de San Francisco. El Gran Inquisidor atajó con una mano decidida.

– Se hará todo lo que pide, padre Villaescusa, se hará lo más rápidamente posible. Por lo pronto, quedan ustedes dos convocados para la reunión de la Suprema, esta misma tarde, pero no demasiado pronto, a causa del bochorno. Pongamos a las cinco.

El padre Villaescusa inclinó la cabeza.

– Me parece una hora no usual pero acepto.

– Entonces, váyanse.

Cuando los dos frailes se hubieron despedido, y se les suponía fuera del edificio del Santo Tribunal, el Gran Inquisidor movió suavemente la campanilla. Entró un fámulo.

– Dile a mi criado Diego que venga.

El criado Diego pasaba de los cincuenta años, tenía aspecto de santurrón y, por debajo, una sonrisa cínica.

– Ya sabes dónde vive Marfisa. Vete a verla y dile una sola palabra: escóndete. Y haz el recado volando.

– Sí, Excelencia.

El criado Diego salió, sin cambiar de sonrisa, y el Gran Inquisidor, ayudado por el bochorno, y por los buenos recuerdos de los veinte años que había pasado en Roma, joven y dominado por la pasión teológica, se entregó dulcemente a los placeres de una cabezadita.

8. Al Rey lo fueron a encontrar a la puerta de las estancias secretas, que mucha gente llamaba también prohibidas. La gran llave de hierro continuaba puesta, y el Rey, arrimado al quicio, parecía en éxtasis, lo cual quiere decir que tenía cara de bobo. No respondió a los primeros requerimientos de su ayuda de cámara, y sólo cuando fue sacudido con cierta fuerza, en su rostro aconteció algo semejante al despertar de un sueño. El reloj de palacio daba las campanadas de las once, y el ayuda de cámara le susurró, primero, y le gritó después:

– Majestad, que es la hora de ir a misa, y toda la corte espera. Su Majestad tiene que cambiar de ropa.

El Rey, todavía con telarañas en los ojos, se dejó llevar.

– Sí, tengo que cambiar de traje. Sí, tengo que ir a misa con la corte. ¿Estará allí la Reina?

El ayuda de cámara le condujo hasta los aposentos reales por pasillos apenas frecuentados a aquella hora del día, quizá por lo mucho que lo eran de noche: de allí partían los pasadizos secretos, los vericuetos por los que se deslizaba el pecado nocturno. Pronto, el Rey se encontró frente a su gran espejo, y al ayuda de cámara con dos trajes en las manos.

– ¿De negro o de azul celeste, Majestad?

Casi sin pensarlo, el Rey le respondió que de negro, y, cuando se halló vestido, requirió el collar de oro para romper un poco aquella oscura monotonía. Ya golpeaban a la puerta, y preguntaban si el Rey estaba dispuesto.

– ¡En un periquete va! -respondió el ayuda de cámara, y se apresuró a abrir la puerta.

Una saleta, y, más allá, el salón donde la corte esperaba: el más visible, el Valido, pero visible también la Reina, linda y pícara, y un poco también burlona, en contraste su rostro con tanta seriedad como la rodeaba. El Rey se dirigió hacia ella, la saludó y le ofreció el brazo; pero su rostro no dejaba de parecer embobado, y la gente empezó a cuchichear. Antes de llegar a la capilla, se oían las trompeterías del órgano, y las voces concertadas del coro. Delante del cortejo, cuatro monagos vestidos de blanco y rojo hacían diabluras con los incensarios, y aquel poco humo oriental despertaba en los cortesanos la sensualidad secreta. La capilla, que venía del abuelo del Rey, era sencilla e imponente. La corte apenas cabía. Se fueron acomodando como pudieron según sus jerarquías. Los condes y los vizcondes se quedaban de pie: entre ellos se situó el de la Peña Andrada, muy peripuesto, a la inglesa vestido, rutilante. Todo el mundo parecía conocerle, y le saludaban con sonrisas. Alguien susurró a su vecino: