Quedaron un momento en silencio, mirándose.

– Lo malo, padre, es que se anuncia la llegada de una flota de Indias, y, por otra parte, en los Países Bajos parece inminente una gran batalla.

El fraile se santiguó.

– Si los ingleses nos roban el oro y los holandeses la victoria, habrá que acatar la voluntad de Dios.

– Eso, padre, por supuesto. Pero la voluntad de Dios no es inflexible.

El fraile se puso en pie.

– Me pondré a orar, a ver si el Señor me inspira el remedio. Es muy temprano. De aquí a la misa solemne, falta todavía un par de horas. ¡Lo que se puede sacar de Dios en ese tiempo!

– Pues acuérdese también de mí, padre; trasanteayer, a mi esposa le apareció el renuevo…

– Es una dura servidumbre de las mujeres, de la que se deduce su condición inferior respecto a los varones.

El Valido se levantó, se acercó al fraile y le puso las manos en los hombros.

– Pero yo necesito un heredero, padre, lo necesito más que mi propia vida, que no puede agotarse en mí mismo. Y Vuesa Reverencia conoce mis ruegos y sacrificios. El Señor parece no escucharnos, ni a mi esposa ni a mí.

– Será que sus ruegos no llegan al cielo.

– ¿Es que tenemos que gritar, padre? ¿Gritar públicamente, vestirnos de penitencia, quitarnos de comer y de beber?

– No puedo responderos, señor. Voy a rezar. Algo me inspirará el Altísimo.

Hizo una nueva reverencia, algo más corta, y salió por la puerta de los confidentes.

5. Lucrecia acudió al tercer grito de Marfisa. La verdad era que no había chillado tanto como otras mañanas, en las que la oía la vecindad.

– Lucrecia, Lucrecia del demonio, ¿dónde te metes?

Lucrecia entró compungida.

– Estaba preparando el baño de la señora.

– Ah, eso me parece bien. Realmente lo que apetece mi cuerpo es un baño, pero no muy caliente. ¿Qué día hace?

– Caluroso, señora, se puede estar en el patio gracias a la sombra de la parra. Parece que el verano se dilata.

Marfisa estaba desnuda y espatarrada sobre la cama, las ropas a sus pies, hechas un gurruño, como si las hubiera pateado.

– ¿Y esos dos?

– Partieron muy de mañana, señora.

– ¿Iban contentos? -Y antes de que Lucrecia le respondiese, añadió-: ¿Te pagaron?

– Encima de la mesa hay una bolsa con diez ducados de oro, y a mí el Rey me dio medio ducado. Creo que no llevaba más.

Le dio el dinero a Marfisa, y ella lo hizo tintinear.

– Por lo menos es oro. ¿Dices que diez ducados? Salen a dos y medio por cada ofensa a nuestro Señor, y la bolsa por el gatillazo. Es de buen terciopelo.

– ¿Ha dicho la señora qué gatillazo?

– Sí, hija mía, el quinto ya no pudo ser. Se empeñó en mirarme y remirarme, y, cuando se cansó, dijo que tenía sueño y me dejó con la miel en los labios. Justamente cuando empezaba a apetecerme. ¿Y tú?

– Yo pasé la noche, señora, en un puro gusto, con el conde encima sin quitarse, y esos ojos de gato que tiene sin dejar de mirarme. Más que de gato, de tigre. Los ojos de los tigres deben de ser así. Alumbraban toda la habitación.

– Exageras.

– Se lo juro por la memoria de mi madre, que fue puta también, pero que se arrepintió a tiempo. ¡Y el buen entierro que tuvo, gracias a Dios y a las almas cristianas!

– Deja en paz la memoria de tu madre, y échame una toalla para envolverme. Mientras me baño, prepárame de almorzar. Estoy muerta de hambre.

Saltó de la cama, y se envolvió en el toallón que Lucrecia había sacado de un arcaz. Le dejaba al descubierto los muslos morenos y prietos, las piernas largas. Lucrecia la contemplaba.

– Por eso las cosas son como son y no como deben ser. Ese cuerpo merecía otra suerte.

– ¿Quieres decir un marido?

– ¡Dios me libre de tal cosa! Quiero decir mejores amantes.

– ¿Te parece poco el Rey, aunque sólo sea por una noche?

– El Rey no la dejó satisfecha, a lo que acabo de oír. En cambio yo…

Mientras salía de la habitación, Marfisa le respondió:

– El Rey es un pipiolo. No sabe de la misa la media ni nunca había visto a una mujer desnuda. ¡Lo que aprendería en mi cama, sólo con siete noches!

– Entonces, ¿para qué es Rey?

6. El Rey dejó de contemplar el horizonte, donde la última mujer desnuda se había desvanecido, y quedó unos instantes cabizbajo, aunque con cara de pasmarote. Después se levantó, y dijo a Cosme, que esperaba junto a la puerta:

– Tráeme las llaves del cuarto prohibido.

Cosme tembló visiblemente.

– Ya lo has oído.

– Y si me las niegan, ¿qué hago?

– Dices que es orden real.

El ayuda de cámara se inclinó profundamente y salió. El Rey vaciló un tiempo. Se aproximó a la ventana abierta, que daba sobre la plaza de armas. Un pelotón de soldados se ejercitaba allá lejos. Más cerca, departían unos caballeros, y un jinete muy emplumado caracoleaba con su caballo ante un grupo estupefacto de espectadores: todo bajo un sol que empezaba a ser tórrido. Alguien divisó al Rey, e hizo un saludo con el Sombrero. Los demás saludaron también, y los soldados del pelotón presentaron armas, pero el Rey no los veía: veía solamente un inmenso vacío: impreciso en sus contornos, como si fuera hecho de nubes. Pero el cielo estaba limpio. El Rey cerró los ojos, y siguió viéndolo, y sólo entonces se convenció de que lo tenía dentro, de que no podía ver otra cosa. Lo estuvo contemplando con el rostro inmóvil y la mirada fija hasta que llegó el ujier e hizo sonar las llaves. El Rey se volvió y tendió la mano; el ujier, al entregárselas de rodillas, advirtió:

– He tenido que robarlas, señor.

– Has hecho bien.

El Rey salió, cargado con las llaves, cuyo tintineo llenaba la penumbra. Atravesó salas y pasillos, abrió con la llave más gorda la puerta más grande, y la cerró por dentro: había entrado en un dédalo de corredores zigzagueantes, interrumpidos por escaleras que subían y escaleras que bajaban. Tuvo que abrir, todavía, otras dos puertas, que también cerró después de haberlas pasado. La habitación prohibida correspondía a una torre, la del norte-este. Estaba a oscuras. Tanteando, halló una ventana y la abrió. La habitación carecía de muebles, pero de las paredes colgaban cuadros. Cuando sus ojos se habituaron a la luz escasa, pudo ver que en todos ellos había mujeres desnudas, solas o en compañía. Se hallaba ante las mitologías que su abuelo había coleccionado, y que sólo podían contemplarse con un permiso especial de la curia toledana, firmado de puño y letra del primado: privilegio de éste que el Gran Inquisidor le discutía, y que, como pleito de los que jamás se resuelven, se hallaba en Roma hacía lustros. Por fortuna, el otro rey, su padre, jamás había penetrado en aquel lugar, pues de lo contrario el pleito lo habría zanjado el fuego.

– Los teólogos más sutiles, Majestad, tienen dudas de que su abuelo, el Gran Rey, se haya salvado, sólo por haber gastado en estas porquerías el dinero del pueblo.

Las porquerías las firmaban, entre otros, Tiziano y un extraño holandés llamado El Bosco, «Hierombosc», según las cartas del abuelo a sus hijas muy amadas. El Rey recorrió con la mirada aquella acumulación de cuerpos a la intemperie y se detuvo en uno, donde una vieja celestina recogía en el regazo de su falda el oro que Zeus enviaba a la entrepierna de Dánae, la cual, sin embargo, algún oro debía de recibir en el sitio preciso, a juzgar por la cara que ponía. Dánae tenía unos muslos largos y un cuerpo dorado, semejante al de Marfisa. El Rey quedó ante él, como pasmado, durante mucho tiempo.

7. Fray Eugenio de Rivadesella llegó echando los bofes, o, al menos, eso dijo, pues al santo titular de su orden no se le había ocurrido inventar, para los días cálidos, un hábito más liviano, de manera que el Gran Inquisidor tuvo que acudir a su sofoco y pedir urgentemente que le trajeran un refresco eficaz, de los que guardaban para estos casos en el fondo del pozo. Con él, y con un aguardiente que le siguió, el padre Rivadesella quedó muy tratable, aunque siguiera oliendo a sudor, cosa que al prelado incomodaba. Pero lo ofreció en sacrificio por el perdón de sus pecados, y pasó al fraile el texto del informe que aquella misma mañana había traído el párroco de San Pedro.