Al mentar la castidad, varias cabezas se habían movido hacia el padre capuchino: unas enfurruñadas; otras, visiblemente irónicas. El conde sólo sonrió, aunque comedidamente.

– ¿Y piensa Su Merced que en la mar no somos serios? ¿Sabe Vuesa Merced qué es un tornado, y cómo puede defenderse un barco de su furia incontenible?

El Gran Inquisidor se decidió a imponer cierto orden.

– Confieso que me gustaría escuchar de labios del señor conde cómo los barcos escapan al peligro del viento y de la mar, porque también soy hombre de tierra adentro, y el viaje que hice a Italia en mi juventud no fue en galera, sino a lomos de mula, pero convengo con el padre Villaescusa en que éste no es el lugar adecuado. Y estoy también de acuerdo en que el señor conde no habrá venido aquí a contarnos sus aventuras.

– Por supuesto, Excelencia, he venido para ser interrogado, pero, hasta ahora, nadie me ha hecho ciertas preguntas que esperaba. Me tiene dispuesto a contestarlas.

– ¿Tengo venia para empezar, Excelencia? -preguntó el padre Villaescusa al Gran Inquisidor. Y éste se la dio.

Al padre Villaescusa le corría el sudor por las mejillas, le hacía brillar la frente y la tonsura ya casi calva. Se limpió con el conocido pañuelo de color, que desde el primer momento había parecido basto al padre Enríquez, O.S.D., le habría parecido ordinario, digno de un cristiano viejo tan ostentoso como el padre Villaescusa. El conde le miraba expectante, al capuchino, y su rostro aparecía seco. El pañuelo del capuchino hedía; el conde se sacó de la manga el suyo, blanco y bien encajado, y se lo ofreció. El padre Villaescusa, después de enjugarse con él, y al devolvérselo, le preguntó:

– Y, Su Señoría, ¿por qué no suda?

El conde se echó a reír.

– Eso va en humores, padre. Se conoce que los nuestros son diferentes. Aunque le conviene no olvidar que los aires marinos secan la tez y la curten. Quizá sea por eso.

– Sea por lo que sea, me da igual. Sobre lo que yo quería interrogarle es sobre otra cuestión más delicada. ¿Es cierto que, como dice la voz del pueblo, Su Señoría acompañó al Rey, la noche última, en cierta escapatoria?

– Sí lo es, padre. Le acompañé a casa de Marfisa, la famosa cortesana de la cual los presentes acaso hayan oído hablar. Dicen que es la mujer más bella de la corte, y que cuenta entre su clientela grandes señores de mucho viso. Si no estuviera donde estoy, me atrevería a decir que también se le atribuyen ciertas relaciones con purpurados, pero ya se sabe lo mala que es la gente. Es una mujer cara: diez ducados de oro por noche, y no suele hacer rebajas, aunque es de suponer que, de vez en cuando, tendrá algún capricho. Es frecuente en mujeres de esa profesión, aunque poco recomendable. Si Su Paternidad desea saber por qué, puedo explicárselo.

El capuchino hizo un gesto de asco.

– Me basta con mi ciencia, caballero.

– Sin embargo, conviene saber de todo.

– ¿Fue lo del Rey uno de esos caprichos?

– Le aseguro que no, padre. Los diez ducados tuve que pagarlos yo. El Rey no llevaba numerario suficiente. ¡Medio ducado de oro en una faltriquera que suele estar vacía! Por cierto que debería pensarse en modificar algunos detalles del protocolo: medio ducado para esa clase de servicios quizá estuviese bien en tiempos del Gran Duque de Borgoña; pero, desde aquellas calendas, han cambiado mucho los precios.

– ¡Por lo que el Rey no debería pagar un solo maravedí! -dijo una voz apasionada y lejana, mientras el Gran Inquisidor sonreía.

El padre Villaescusa pidió que no se apartasen del tema.

– Reverencias, nos hallamos ante un caso confeso de alcahuetería, cuyo juicio a nosotros no nos corresponde sino al brazo secular. Remitamos a él al señor conde, que tendrá que pechar con unos años de galeras.

– Lo haría de buena gana, si hubiera delinquido, pues se pasa mejor amarrado al duro banco que en una mazmorra de las cárceles corrientes. Pero me niego a aceptar eso de la alcahuetería.

– Yo creo que está claro -dijo el padre Villaescusa- y, además, Su Señoría ha confesado.

– No, padre. Yo no confesé, conté, y no conté todo. Porque lo que sucedió fue lo siguiente: me hallaba yo en un salón de la corte…

– ¿Y qué hacía Su Excelencia en un salón de la corte, siendo como parece ser el comandante de una armada?

– Había venido a entregar al fisco el quinto de mis presas, que corresponde al Rey. Un saco de ducados, en este caso, o, más exactamente, de libras esterlinas, que así se llama la moneda inglesa. Y el Rey me descubrió, se acercó a mí, me preguntó quién era, y qué hacía allí tan solo, y yo se lo dije. «Entonces, si no eres de aquí, no sabrás dónde vive una tal Marfisa, con la que me gustaría pasar la noche.» «Yo no lo sé, señor, pero puedo averiguarlo.» El Rey, entonces, dirigió una mirada a los grandes, a los nobles, a todos los cortesanos que, en grupos, hablaban y reían, los que no se quejaban o se aburrían, en el salón. «Todos ésos lo saben.» «Pues yo no tardaré en saberlo.» Me aparté del Rey, brujuleé y volví con las señas exactas. ¿Hay en esto delito? «Te agradezco el informe.» «Pero, ¿va a ir sola Vuestra Majestad a un lugar tan conocido? Tengo entendido que las noches de la corte son especialmente peligrosas.» «Si alguno de ésos me acompañara, mañana lo sabría todo el mundo.» «A mí no me conoce nadie, Señor, y tengo carroza y una espada bien probada en lides más difíciles que un asalto nocturno. Me ofrezco a acompañarle.» «Entonces, espérame esta noche, con tu carroza, en la esquina sureste del Alcázar. Iré de negro, y estoy seguro de que me reconocerás en las sombras.» «No lo dude, Majestad. Le reconocería en el mismísimo infierno.» Y eso fue todo, señores, lo que yo considero un servicio de protección a la persona del Rey.

– Y mientras el Rey fornicaba, ¿qué hacía Vuesa Señoría?

– Dormir, padre, no le quepa duda. Dormir en un sillón incómodo, con el cuello despechugado, la cintura floja y las botas al lado de mis pies. Así hasta que el Rey me despertó, ya vestido, y me dijo que nos fuéramos. Por cierto que traía la cara pasmada. Le pregunté si le sucedía algo. Me respondió que, por primera vez, había visto una mujer desnuda y que no sospechaba que pudiera ser así, tan distinta y tan bella, lo cual no deja de ser raro en un hombre de veinte años que, además, está casado.

– No olvide Su Señoría que lo está con una reina.

– Sí, eso tengo entendido, aunque yo no la conozco. De su padre tengo algunos informes. No era muy escrupuloso en eso de mujeres, de modo que a la Reina no debe sorprenderle que su marido busque solaz en otros lechos.

– ¿Está Su Señoría justificándolo?

– No, Reverendo Padre. Me limito a explicarlo.

– Hay explicaciones que implican un razonamiento a favor.

– La mía no aspira a tanto.

El padre Enríquez, a quien el debate comenzaba a aburrir, pidió la palabra. Y cuando se la dieron, espetó al conde de la Peña Andrada:

– ¿Y Vuesa Señoría cree que esa ocurrencia del Rey de ver a la Reina desnuda tiene alguna relación con lo que acaba de contarnos?

– Creo, reverencia, que es efecto de esta causa. Un efecto lógico. Y necesario, además. Los jóvenes que andan por el mundo no deben ser inocentes, sino experimentados. ¿Y qué menos que pedir un esposo que saber cómo es el cuerpo de su esposa?

Metió baza el padre Villaescusa, temeroso de que el padre Enríquez, reputado de tolerante, le arrebatase el protagonismo.

– Su Señoría, ¿vio muchas mujeres desnudas? ¿Las vio con complacencia?

– Reverendo padre, más de la mitad de las mujeres que hay en el inundo andan sin ropa. No sólo en los mares del Sur, que no se sabe si son mujeres o sirenas, sino también en otros lares. Pregunte al padre Almeida.

El padre Almeida recogió el envite con seriedad.

– Tiene razón el conde. Las mujeres de las tribus que yo cristianicé también andaban desnudas, y supongo que seguirán así.