– ¿Y esa hendidura de la calle del Pez, por la que salían los azufres mefíticos del infierno?

– El infierno no está en el centro de la tierra, como os dicen, como tú mismo dices cuando predicas, ni con ninguna clase de combustibles. El infierno es frío.

Al padre Rivadesella le entró un escalofrío que le dejó callado. Cuando pudo, preguntó:

– Entonces, ¿dónde está?

– El infierno no está, es. Igual que el cielo.

– Pues no lo entiendo.

Había salido la luna, que partía en dos el ambiente: la mitad del claustro en tinieblas, la otra mitad iluminada, y el resplandor permitía al padre Rivadesella percibir los contornos de la sombra que, a su izquierda, se mantenía con las piernas cruzadas, pero que movía las manos. Quizá llevase barba puntiaguda, quizá no; quizá llevase la melena caída sobre los hombros, como cualquier caballero.

– Si sostuviese esa tesis delante de un tribunal, me mandarían a la hoguera.

– Según. Si la disputa se desarrollaba en latín, quizá sí; pero, en lengua romance, las diferencias entre el ser y el estar son muy evidentes.

– Sí; pero las disputas teológicas se desarrollan en latín.

– En esa lengua también es posible distinguir entre el ser y el estar.

– Pero no tan claramente.

El fraile se remegió en su asiento, como inquieto.

– ¿Es éste el tema de nuestra reunión de hoy?

– El tema, eres tú el que lo propone.

– Pues lo que hoy nos preocupa a todos los teólogos es esa ocurrencia del Rey, de ver a la Reina desnuda.

– Desde mi punto de vista, la cosa carece de importancia. ¿Qué más da que la vea desnuda que en camisón?

– Pero, ¿de verdad que no es pecado?

– Sólo es pecado lo que se hace como pecado, y en la conciencia del Rey no hay semejante intención. Se trata de una simple curiosidad y de un deseo legítimo.

– ¿Legítimo?

– ¿Por qué no? A mí, por lo pronto, no me va ni me viene, y supongo que al Otro le sucederá lo mismo. En esas cuestiones, solemos estar de acuerdo.

– Entonces, que el Rey vea o no a la Reina desnuda, ¿no influye en la llegada de la armada a Cádiz, o en la derrota de nuestras tropas en Flandes?

– La arribada de los barcos a Cádiz depende sólo de que los ingleses lleguen a tiempo de impedirlo, y la derrota de las armas españolas en Flandes tiene bastante que ver con la calidad del armamento, con la disciplina de las tropas y con la posición de los contendientes. Dados esos factores, ganará el general que sepa usarlos mejor.

– Entonces, ¿no influye la oración? En todas las iglesias de estos reinos se ruega por la suerte de la monarquía.

– Sí. Sin pensar si lo que vosotros llamáis suerte de la monarquía es justo o injusto. El Señor sólo escucha las oraciones que imploran la piedad y la justicia, y vosotros no sois justos ni piadosos. No sois más que católicos.

– ¿Es que tú no lo eres?

– Sí, pero a mi modo. Quiero decir que lo soy desde la parte contraria.

El padre Rivadesella se rascó la cabeza, y lo hizo en silencio, pero en su mente se abría paso, con dificultades, una pregunta arriesgada. Más que una pregunta, una corroboración.

– Entonces, que el Rey vea o deje de ver el ombligo de la Reina, es un acto intrascendente.

– Ni para Dios ni para mí hay reyes ni vasallos, sino sólo hombres y mujeres. Tampoco hay Estados, ni monarquías. Todo eso lo habéis inventado vosotros, y pretendéis involucrarnos en vuestras peleas. Pero, para nosotros, no hay hugonotes ni católicos, ni hay cristianos ni turcos, sino hombres de buena o mala voluntad. Los de mala voluntad son los que a mí me tocan, y ya estoy harto.

El padre Rivadesella se había estado santiguando, una y otra vez, y cuando el Maligno terminó su perorata, llevaba una cruz a medias.

– ¿Leíste a san Agustín? -le preguntó al Diañu, y éste le respondió:

– Ése es uno que se me escapó de las manos por puro milagro. Sí, lo he leído, y aunque en parte tenga razón, en parte no la tiene.

– ¿Niegas la Providencia?

– La entiendo de otra manera, que es la correcta, según se me alcanza, y no olvides que habré perdido el favor del Otro, pero que mis buenas cualidades subsisten. Después de Él, soy el más inteligente de los seres.

Sobrevino un gran silencio que oscureció más todavía el ámbito del jardín, acaso porque una nube furtiva había cubierto la luna. El padre Rivadesella se regocijaba en su intimidad de aquellas circunstancias que le permitían dialogar, de tú a tú, con el ser más inteligente de la Creación, después de Dios, sin necesidad de aquellas ataduras, ascesis y sacrificios a que se sometían los que con Dios hablaban: coloquios de los que no debían de sacar gran cosa, al menos en el orden conceptual, a juzgar por lo que escribían después, que todo se les iba en éxtasis y deliquios, como si Dios no fuera inteligente, sino sólo amoroso. El corazón del padre Rivadesella no era de los que se conmovían fácilmente, en tanto que su inteligencia, a partir de ahora, quedaría preocupada por aquel modo de entender la Historia que excluía de la Gran Batalla a Dios y al Diablo. De pronto, dijo el Trasgu:

– Todo lo que estás pensando puede llevarte a conclusiones erróneas. Déjalo donde está y otro día continuaremos. Ahora tengo que irme a Roma.

– ¿Qué se te pierde allí?

– Tengo mi oficina abandonada y las cosas del señorito no van bien. Quiero echarle una mano.

– Pero, ¿no te basta con quererlo para que todo se arregle?

El Trasgu se levantó; la oscuridad más compacta de su cuerpo revelaba una figura esbelta, y, a poco que se moviera, cimbreante. Al padre Rivadesella le recordó algo, pero, al igual que aquella tarde en la sala de los consejos del Santo Tribunal, lo único que se le representó en la mente fue la figura de un gallo.

– Los milagros menores me están vetados. Si quiero ayudar a alguien tengo que hacerlo por los medios corrientes, y no es nada fácil.

7. Todo quedaba ordenado, en el palacio y en la monarquía: hasta los cortesanos congregados en un salón donde un quinteto napolitano tocaba música. El Valido echó un vistazo a la posición de sus papeles encima de la mesa: lo hacía todas las noches, al marcharse, para saber al día siguiente si alguien había hurgado en ellos, y en cuáles. Los accesos al despacho quedaban cerrados por dentro, y él salió por una puertecilla cuya llave le cabía en la escarcela. En la antesala dormitaban dos ujieres; medio les despertó al decir: «¡Hasta mañana!» A su paso por los corredores, varios sombreros se rindieron, pero los guardias no golpearon el suelo con las alabardas, porque el que pasaba no era todavía Grande, y, ante el Rey, tenía que arrastrar las plumas del sombrero. Sin embargo, se le saludaba con respeto y se le miraba con miedo. En la escalera que bajaba hasta el zaguán, coincidió con su prima, la camarera mayor, que también se iba. Le preguntó si tenía carruaje; ella le respondió que sí; le preguntó que si tenía escolta; ella le respondió que no.

– Pues vente en mi carroza, y te llevar¿ a tu casa. A estas horas, las calles de la corte no son nada seguras.

Ella aceptó, el Valido le tuvo el estribo, y uno de los gulipas que ayudaban dio recado a la carroza de la duquesa de que les siguiera. Desde la suya, por la ventanilla abierta, el Valido dio las últimas órdenes.

– Si llegan correos de Andalucía o de Flandes, que vayan a mi casa, cualquiera que sea la hora.

Cerró la ventanilla y se volvió a su prima.

– Del mensaje que traigan esos dos, depende la suerte de la monarquía, y también la nuestra, porque si la armada no llega a Cádiz, ni tú ni yo cobraremos nuestros emolumentos. Las arcas del Rey están vacías.

– Pues me gustaría saber en qué se gasta el dinero, porque los sueldos son bajos, la comida mala, y los vestidos de la Reina, de lo más barato que se encuentra en el mercado.

– ¡No sabes lo que se pierde en pagos de intereses! Más de la mitad de lo que llega se lo llevan los acreedores.