– No tardes.

Y él le respondió:

– No me esperes. Tengo mucho trabajo. Mejor será que reces.

Entristecida, ella se retiró, dispuesta a rezar hasta dormirse, dispuesta a rezar buena parte de la noche. El Valido se levantó cuando ella hubo desaparecido, y salió por la puerta opuesta, le precedían dos criados con luces. Abrió la entrada de su despacho y les ordenó pasar. Cuando hubieron iluminado la estancia, los despidió con esta advertencia:

– Espero noticias. Quienquiera que venga, que se me despierte si me he acostado.

Encima de una mesa enorme había desplegado dos mapas. El uno, de la costa de Cádiz: abarcaba más o menos desde el sur de Lisboa hasta el estrecho; el otro, de Flandes. En ambos había trazados círculos y señales rojos y negros, indicando donde estaban las escuadras, donde estaban los ejércitos. Ante el mapa marino, el Valido, con un compás, calculó las millas de océano que separaban de Cádiz la flota que había partido de Canarias y la inglesa avistada días antes a la altura de Cascaes. Eran distancias iguales. Razonablemente, se tenían que encontrar. Pero, ante el mapa de Flandes, el Valido se sentía más torpe, porque no entendía de tácticas y de estrategias terrestres, y el compás que tenía en las manos no le aclaraba nada. Puntos rojos, puntos negros, más puntos rojos que negros. Ya se había olvidado, o al menos lo dudaba ante su confusión, quiénes eran los unos y quiénes los otros. Tendría que haber traído a algunos de aquellos militares retirados, cojos o mancos, que hacían antesala desde meses atrás para que se les reconocieran los servicios, de mariscal algunos, de meros capitanes los más. Pero él no había pensado jamás que le sirvieran para nada.

Intentó recobrar las imágenes de la escuadra, desbaratada; del oro hundido en la mar, de las plazas tomadas al asalto, de los soldados famélicos y huidos; intentó retenerlas en la mente, con la ayuda de aquellos mapas extendidos en su mesa, pero rápidamente fueron eliminadas por las de su esposa esperándole en el lecho, quizá gimoteando, quizá desnuda para atraerle más, y aunque se santiguó para expulsarlas, las imágenes persistían, se movían, las oía. Buscó remedio en un libro piadoso, pero no veía las letras, sino las imágenes que se superponían, insistentes, seductoras. Le pasó por las mientes, como remedio, disciplinarse, y se levantó para buscar una cuerda con que poder azotar las espaldas, aunque fuese vestido, pero fue en este momento cuando llamaron a la puerta. Las imágenes desaparecieron de repente. Dijo «Adelante», y entró un criado.

– Hay un fraile, señor. Y como el señor dijo que se recibiera a cualquier visita…

– ¿Un fraile a estas horas?

– Sí, Excelencia. El padre Villaescusa, un capuchino.

– Tráelo aquí inmediatamente.

Se sintió, de repente, tranquilo, seguro de que, con el padre Villaescusa delante, su mente quedaría limpia de deseos impuros. Oyó las sandalias del fraile pisando suavemente las losas de la antesala, y su figura apareció en la puerta: humilde, las manos en la bocamanga, la cabeza desnuda.

– ¡Excelencia!

Le mandó sentar, y el fraile lo hizo con remilgos. Le preguntó si deseaba beber algo, y el fraile dijo que no.

– ¿A qué se debe, a estas horas, su visita?

El fraile había mantenido la cabeza inclinada, como hundida en el pecho. La levantó inmediatamente, como un gallo que se recresta.

– Todo nuestro plan, Excelencia, se viene abajo.

– ¿Es que acaso el Rey halló una puerta abierta?

– No, Excelencia. El Rey divaga por los pasillos de palacio, esperando un milagro del demonio. Pero el milagro le va a llegar por otro lado. Ese infernal conde de la Peña Andrada le ha prometido arreglarle una cita con la Reina fuera de palacio. Mañana, precisamente mañana.

– ¿Por qué le habéis llamado infernal?

– Porque es, sin duda, un instrumento del diablo.

– Del diablo se defiende el creyente con oraciones.

– Sí, Excelencia; pero el refrán lo dice claro: «A Dios rogando y con el mazo dando.»

– No dudo, padre, que el refrán tenga razón, sobre todo cuando vos lo invocáis. Pero, ¿cuál es el mazo y dónde hay que pegar?

– El conde de la Peña Andrada se huelga en estos momentos con una dama de palacio. Sería fácil cogerlo con una orden de prisión. Es lo que vengo a rogarle.

– ¿Sabéis que el Rey, no hace muchas horas, mandó cubrir al conde?

– Lo sabe todo el mundo, Excelencia. Es el pago de sus alcahueterías. Además, el Rey no tiene por qué enterarse. Yo sé los lugares del alcázar donde el conde puede quedar discretamente preso. Me encargaría yo mismo de llevarle.

– ¿Y después?

– Cuando la Santa Inquisición haya tomado sus determinaciones, se haría cargo de él. Discretamente también. Hay gente en las mazmorras de la plaza de Santo Domingo cuya familia la ha dado ya por muerta, y les dicen misas.

– De eso no estoy enterado.

El Valido se aproximó a un bufete, escribió algo en un papel, esperó a que se secase y se lo entregó, sin doblar, al fraile.

– ¿Le parece bien así?

El fraile leyó en voz alta:

– «Por el mejor servicio de la monarquía, y de orden de Su Majestad, el Rey Nuestro Señor, dispongo que Su Excelencia el conde de la Peña Andrada sea detenido y encarcelado, en el mayor secreto, hasta nueva orden.» -El fraile alzó la mirada-. ¿De orden de Su Majestad el Rey…?

– Es la fórmula.

El fraile dobló el papel y lo guardó.

– Ahora, Excelencia, quedan un par de cosas… Cierto que una de ellas puede esperar hasta mañana; la otra, no. La otra me hubiera obligado a venir aquí a esta deshora, aun a riesgo de incomodar a Vuesa Excelencia.

– ¿Cuál es la que puede esperar?

– Este informe, señor. La relación puntual de lo que sucedió esta tarde en la Suprema de la Santa Inquisición.

Sacó un rollo de papeles y lo tendió al Valido.

Éste lo depositó encima de la mesa, sin mirarlo.

– Que espere, pues, hasta mañana. ¿Y la otra cuestión?

– Mañana a las diez de la mañana, debe estar Vuestra Excelencia, acompañado de su señora, en la iglesia del monasterio de San Plácido. Yo me hallaré allí para confesarles. Lo que suceda después, mejor dicho, lo que hay que hacer, ya se le irá indicando.

– ¿Por qué San Plácido?

– Porque Su Excelencia es patrón del monasterio y porque la madre abadesa, por algunas razones que me sé, se prestará a ayudarnos.

El Valido pensó en la vergüenza que pasaría su mujer teniendo que confesar sus debilidades conyugales con aquel fraile implacable.

– ¿Es indispensable todo eso, padre?

– Le dije esta mañana a Su Excelencia que había que forzar a Dios. Y estoy seguro de que el mismo Dios me inspiró el remedio.

– Si así lo aseguráis, padre…

El fraile se levantó.

– A las diez, en punto, en la iglesia de la calle de San Roque. Y no por pasadizos secretos, que sé que existen, sino a la luz del día, en vuestra carroza. Sin ocultarse, pero sin dar razones a nadie, ni siquiera a su esposa.

Hizo el fraile como si fuera a retirarse, pero el Valido lo detuvo.

– Esperad, padre. Las calles de la villa son peligrosas. Os llevará a palacio mi carroza, con una escolta.

El fraile se inclinó y dio las gracias.

La plaza del alcázar estaba oscura. La carroza y los cuatro arcabuceros entraron como sombras en aquel reino de sombras. Cuando llegaron ante la puerta principal, se abrió un postigo.

El capuchino sacó la cabeza por la ventanilla.

– Mensaje de Su Excelencia el Valido para el jefe de la guardia.

Alguien vino a tenerle el estribo, y descendió del coche, el cochero le preguntó si había que esperarlo.

– No. Pernoctaré en palacio.

El postigo se había iluminado, y apareció en él el oficial, atándose los pantalones. El padre Villaescusa, sin decirle buenas noches, le entregó el papel. El oficial pidió luz para leerlo, y le acercaron una antorcha. Mientras, la carroza y los arcabuceros se alejaban.