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Buchanan tenía previstas varias reuniones en el Congreso a última hora de la tarde, para hablar ante un público que no quería recibir su mensaje. Era como lanzar una pelota contra una ola. 0 le golpearía en la cara o se perdería en el mar. Bueno, hoy era el último día. Después, se habría acabado.

El coche lo dejó cerca del Capitolio. Subió las escaleras principales y se encamino hacia la parte del edificio que ocupaba el Senado, donde ascendió por la amplia escalinata, que en su mayor parte era de zona restringida, y siguió hasta el segundo piso, donde se podía circular libremente.

Buchanan sabía que ahora lo seguían más personas. Aunque había muchos tipos con traje negro por ahí, había recorrido esos vestíbulos las suficientes veces como para darse cuenta de quién debía estar allí y quién parecía fuera de lugar. Supuso que eran los hombres del FBI y de Thornhill. Tras el encuentro en el coche, la Rana habría desplegado más recursos. Bien. Buchanan sonrió. A partir de ahora, llamaría Rana al hombre de la CIA. A los espías les gustaban los nombres en clave. Además, no se le ocurría otro más apropiado para Thornhill. Sólo esperaba que su aguijón fuera lo bastante potente y que la espalda reluciente e incitante de la Rana no resultara ser demasiado resbaladiza.

Lo primero con lo que uno se encontraba al llegar a la segunda planta y torcer a la izquierda era una puerta. Junto a ella había un hombre trajeado de mediana edad. No había ninguna placa que indicara de quién era aquel despacho. Justo al lado estaba el de Franklin Graham, el ujier del Senado. Su trabajo consistía en mantener el orden en la sala, prestar apoyo administrativo y encargarse del protocolo del Senado. Graham era buen amigo de Buchanan.

– Me alegro de verte, Danny -dijo el hombre trajeado. -Hola, Phil, ¿qué tal tu espalda?

El médico dice que debería operarme.

– Hazme caso, no permitas que te abran. Cuando te duela, tomate un buen trago de whisky, canta una canción a voz en grito y haz el amor con tu mujer.

– Beber, cantar y amar… A mí me parece un buen consejo -opinó Phil.

– ¿Qué esperabas de un irlandés?

Phil se rió.

– Eres un buen hombre, Danny Buchanan.

– ¿Sabes por qué estoy aquí?

Phil asintió.

– El señor Graham me lo ha dicho. Ya puedes entrar.

Abrió la puerta con una llave y Buchanan entró. Phil cerró y se quedó haciendo guardia. No reparó en los dos pares de personas que habían presenciado con disimulo esta conversación.

No sin razón, los agentes supusieron que podían esperar a que Buchanan saliera para continuar vigilándolo. Al fin y al cabo, estaban en la segunda planta, y el hombre no echaría a volar.

En el interior de la sala, Buchanan tomó un impermeable del colgador. Por suerte para él, estaba lloviznando. En otra percha había un casco amarillo. Se lo puso. Acto seguido, extrajo unas gafas de culo de botella y unos guantes de trabajo del maletín. Por lo menos desde cierta distancia, con el maletín oculto bajo el impermeable, el cabildero podía pasar por peón.

Se dirigió a otra puerta situada al fondo de la sala, retiró la cadena de la cerradura y la abrió. Enfiló escaleras arriba y tiró de una pequeña trampilla, tras la cual apareció una escalera. Buchanan colocó los pies en los travesaños y empezó a subir. Al final, abrió otra trampilla y se encontró en lo alto del Capitolio.

Por aquel desván los conserjes accedían a la azotea para cambiar las banderas que ondeaban en el Capitolio. Lo gracioso del caso era que cambiaban las banderas constantemente, pues algunas ondeaban sólo durante unos segundos, de modo que los representantes podían obsequiar continuamente con barras y estrellas que habían «ondeado» en el Capitolio a los electores generosos de su correspondiente estado. Buchanan se frotó la frente. Dios mío, qué ciudad.

Bajó la mirada hacia los terrenos delanteros del Capitolio. La gente corría de un lado a otro, camino de reuniones con personas cuya ayuda necesitaba desesperadamente. Y a pesar de todos los egos, facciones, programas, crisis tras crisis e intereses creados, en cierto modo todo parecía funcionar. Mientras observaba la escena pensó que parecía un hormiguero. La máquina bien engrasada de la democracia. Por lo menos las hormigas lo hacían para sobrevivir. «Quizá nosotros en cierto modo también lo hagamos por eso», se dijo.

Alzó los ojos hacia Lady Liberty, encaramada desde hacía un siglo y medio sobre la cúpula del Capitolio. Recientemente se la habían llevado con ayuda de un helicóptero y un cable rígido para limpiar a conciencia la mugre acumulada a lo largo de ciento cincuenta años. Qué lástima que los pecados de la gente no fueran tan fáciles de eliminar.

Por unos instantes de locura, Buchanan se planteó la posibilidad de saltar. Podía haberlo hecho pero el deseo de vencer a Thornhill resultaba demasiado intenso. Además, habría sido una solución cobarde. Buchanan tal vez mereciera muchos apelativos pero no el de cobarde.

Una pasarela que rodeaba la azotea del Capitolio condujo a Buchanan a la segunda parte de su recorrido. 0, para ser más precisos, de su huida. El ala correspondiente a la Cámara de Representantes del edificio del Capitolio poseía un desván similar, que los pajes también utilizaban para izar y bajar sus banderas. Rápidamente, Buchanan cruzó la pasarela y entró por la trampilla del edificio de la Cámara de Representantes. Descendió por la escalera y entró en el desván, donde se quitó el casco y los guantes, si bien se quedó con las gafas puestas. Extrajo un sombrero del maletín y se lo encasquetó. Se levantó el cuello del impermeable, inspiró profundamente, abrió la puerta del desván y la atravesó. La gente iba de un lado a otro pero nadie pareció reparar en él.

Al cabo de un minuto ya había salido del Capitolio por una puerta trasera que sólo conocían los más veteranos del lugar. Allí lo aguardaba un coche. Media hora más tarde llegaba al aeropuerto nacional, donde un avión privado, con los motores gemelos en marcha, esperaba a su único pasajero. Allí era donde el amigo «de las altas esferas» se ganaba su dinero. El avión recibió la autorización para despegar al cabo de unos minutos. Poco después, Buchanan contemplaba por la ventanilla del avión la capital que desaparecía poco a poco de su vista. ¿Cuántas veces había visto aquella imagen desde el aire?

– ¡Hasta nunca! -musitó.