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Nueve meses después Lee vigilaba la casa unifamiliar que servía de escondrijo a un hombre que pronto se vería implicado en un enconado divorcio con su esposa, a quien había engañado en varias ocasiones. La cónyuge, suspicaz en extremo, había contratado a Lee para que reuniese pruebas de las aventuras de su maridito, y el detective, que había visto un desfile de hermosas jóvenes entrar y salir de la casa, no había tardado mucho en encontrar ejemplos más que suficientes. La esposa quería sacar una buena tajada del divorcio, pues el tipo tenía unos quinientos millones de pavos en opciones sobre acciones de algún negocio de Internet de alta tecnología que había cofundado. Y a Lee le complacía inmensamente ayudarla. El esposo adúltero le recordaba a Eddie Stipowicz, el multimillonario que estaba con su ex. Reunir pruebas contra este tipo era como lanzar piedras contra la cabeza de Eddie.

Lee extrajo la cámara y sacó varias fotografías de una rubia alta con minifalda que se dirigía con toda tranquilidad a la casa unifamiliar. La fotografía del hombre, con el pecho descubierto y esperando en la puerta con una lata de cerveza en la mano y una sonrisa lasciva y bobalicona en su rostro rechoncho, sería la prueba número uno que emplearían los abogados de su esposa. Las leyes de divorcio para las separaciones amistosas habían reducido los casos en los que los investigadores privados tenían que sacar a relucir los trapos sucios, pero cuando llegaba el momento de repartir el botín del matrimonio, las infidelidades todavía tenían peso. A nadie le gustaba pasar por una situación así. Sobre todo cuando había niños de por medio, como era el caso.

La rubia de piernas largas no tendría más de veinte años, como su hija Renee, mientras que el maridito rondaba los cincuenta. ¡Santo Dios, vaya con las opciones sobre acciones! Debían de ser increíbles; o tal vez la atrajeran la calva del hombre, su escasa altura y la barriguita. Algunas mujeres tenían gustos de lo más extraños. «No, seguro que es la pasta», se dijo Lee. Guardó la cámara.

Estaba en Washington y era agosto, lo que significaba que todo el mundo, excepto los maridos infieles y sus amantes, así como los investigadores privados que los espiaban, se había marchado de la ciudad. Hacía un calor de lo más bochornoso e insoportable. Lee había bajado la ventanilla, rezando por que soplara un poco de viento, mientras masticaba frutos secos y bebía agua mineral. Lo más duro era que apenas tenía tiempo para orinar. Por eso prefería el agua embotellada. Los envases de plástico vacíos le habían resultado bastante útiles en más de una ocasión.

Comprobó la hora; era casi medianoche. Casi todas las luces de las casas unifamiliares y apartamentos de la zona estaban apagadas desde hacía ya rato. Lee pensó en largarse. El material que había conseguido durante los últimos días, que incluía varias tomas de un revolcón de madrugada en el Jacuzzi al aire libre de la casa, sería suficiente para que el tipo desembolsara de buena gana tres cuartas partes del dinero conseguido gracias a Internet. Dos chicas que parecían lo bastante jóvenes para pensar en el baile de final de curso retozaban en el agua burbujeante con un tipo lo bastante mayor como para pensar con la cabeza; Lee supuso que los íntegros accionistas del pequeño negocio de alta tecnología no se tomarían aquello demasiado bien.

Su propia vida había caído en una rutina rayana en la monotonía obsesiva, como él la llamaba. Se levantaba temprano y se entrenaba duro, aporreando el saco de boxeo, machacándose el estómago y levantando pesas hasta el momento en que creía que su cuerpo sacaría la bandera blanca y lo obsequiaría con una aneurisma. Luego salía a trabajar y no paraba hasta que apenas le quedaban fuerzas para ir a cenar a un McDonald's con servicio para coches, que no cerraba por la noche y estaba cerca de su apartamento. Después regresaba a casa, solo, e intentaba dormir, pero nunca lograba conciliar el sueño, así que daba vueltas por el apartamento, miraba por la ventana y pensaba en varias cosas sobre las que no podía hacer nada al respecto. Ya había llenado el libro sobre «qué habría sido de su vida si…?». Tendría que comprarse uno nuevo.

No todo había salido mal. Brooke Reynolds se había propuesto pasarle todo el trabajo que pudiera, y habían sido casos de calidad y bien pagados. Varios ex agentes del FBI amigos de Brooke que trabajaban en compañías de seguros le habían ofrecido empleos a tiempo completo con, naturalmente, opciones sobre acciones, pero Lee los había rechazado todos. Le había dicho a Reynolds que agradecía el gesto, pero que prefería trabajar solo. No le gustaba ir con traje ni comer con cubiertos de plata. Sin duda, los elementos tradicionales para triunfar pondrían en peligro su salud.

Había visto a Renee con cierta frecuencia, y la relación parecía mejorar con el tiempo. Durante el mes posterior a la debacle, apenas se había separado de ella para asegurarse de que no sufriese ningún daño por culpa de Robert Thornhill y compañía. Tras el suicidio de Thornhill, se había relajado, aunque no había bajado la guardia. Renee iría a verlo antes de que comenzaran las clases. Tal vez enviara una postal a Trish y a Eddie ponderando lo bien que la habían educado. 0 tal vez no.

Lee no dejaba de decirse que la vida le sonreía. El negocio marchaba sobre ruedas, él se encontraba bien de salud y su hija había vuelto a entrar en su vida. No estaba dos metros bajo tierra sirviendo de abono al césped. Y había servido al país. Toda esa mierda estaba muy bien, de modo que se preguntaba por qué era tan infeliz y se sentía tan desgraciado. En realidad lo sabía, pero no podía hacer nada por remediarlo. ¿Acaso no era desternillante? Ésa era la historia de su vida, y no estaba en su mano cambiarla.

Los faros de un coche iluminaron el retrovisor exterior. Clavó la vista de inmediato en el coche que acababa de aparcar detrás del suyo. No era un policía que viniese a preguntarle por qué llevaba tantas horas aparcado en el mismo lugar. Frunció el entrecejo y desvió la mirada hacia la casa. Se preguntó si el sinvergüenza del magnate de la tecnología lo había descubierto y había pedido refuerzos para darle una pequeña lección al fisgón investigador privado. Lee confiaba en que así fuera. Llevaba la palanca en el asiento de al lado. Tal vez resultara divertido. Quizá el antídoto que necesitaba para combatir la depresión consistiera en pegarle una buena paliza a alguien y poner así en marcha las endorfinas. Al menos le ayudaría a dormir por la noche.

Se sorprendió al ver que sólo salía una persona del asiento del pasajero y se encaminaba hacia su coche. La persona era baja, delgada y se cubría con un abrigo con capucha que le llegaba hasta los tobillos; no podía decirse que, con treinta y dos grados de temperatura y una humedad del ciento por ciento, fuera el atuendo más recomendable. Aferró la palanca. Mientras la figura se aproximaba a la puerta del asiento del pasajero de su coche, Lee oprimió el botón del cierre centralizado. Momentos después, notó que le faltaba aire y se asfixiaba.

El rostro que lo observaba estaba pálido y demacrado. Era el de Faith Lockhart. Lee abrió la puerta y ella entró. La miró y, no sin esfuerzo, logró hablar.

– Dios mío, ¿de verdad eres tú?

Faith sonrió y, de repente, no parecía tan frágil ni desmejorada. Se quitó el largo abrigo con capucha. Debajo llevaba una camisa de manga corta y unos pantalones cortos de color caqui. En los pies llevaba sandalias. Las piernas estaban más pálidas y delgadas de lo que recordaba; como el resto de su cuerpo, de hecho. Se percató de que los meses que había estado en el hospital le habían pasado factura. El cabello le había crecido, aunque no lo tenía tan largo como en un principio. Pensó que su color natural le sentaba mejor. En realidad, se habría quedado con ella aunque fuera calva.

– Soy yo -respondió ella en voz baja-. Al menos, lo que queda de mí.

– ¿Reynolds está en el coche?

– Nerviosa y disgustada por el hecho de que la haya convencido.

– Estás muy guapa, Faith.

Ella sonrió, resignada.

– Mentiroso. Parezco un trapo. Ni siquiera me atrevo a mirarme el pecho. ¡Dios mío! -exclamó en tono jocoso, aunque Lee percibió un deje de angustia.

Le acarició el rostro.

– No miento, y lo sabes muy bien.

Faith tomó la mano de Lee y la apretó con fuerza. -Gracias.

– ¿Cómo estás? Quiero hechos, nada más.

Faith alargó el brazo con lentitud y una expresión de dolor asomó a su rostro incluso por hacer un movimiento tan simple.

– Oficialmente, estoy fuera del circuito de aeróbic, pero no me doy por vencida. De hecho, cada día estoy mejor. Los médicos confían en que me recuperaré por completo. Bueno, al menos en un noventa por ciento.

– Creí que nunca te volvería a ver.

– No lo habría permitido.

Lee se acercó a Faith y la rodeó con el brazo. Faith hizo un pequeño gesto de dolor y Lee se apartó de inmediato. -Lo siento, Faith, lo siento.

Faith sonrió y colocó de nuevo el brazo de Lee en torno a sus hombros, dándole unas palmaditas.

– No estoy tan mal -aseguró-. Y el día que no puedas abrazarme, no valdrá la pena seguir viviendo.

– Te preguntaría dónde vives, pero no quiero hacer nada que te ponga en peligro.

– Vaya vida, ¿no crees? -comentó Faith.

– Sí.

Faith se inclinó hacia Lee y apoyó la cabeza en su pecho.

– Vi a Danny tan pronto como salí del hospital. Cuando nos dijeron que Thornhill se había suicidado, pensé que Danny jamás dejaría de sonreír.

– A mí me pasó lo mismo.

Faith lo miró.

– ¿Y cómo estás tú, Lee?

– A mí no me pasó nada. Nadie me pegó un tiro. Nadie me dice dónde tengo que vivir. Me va bien. Soy quien salió mejor parado.

– ¿Mentira o verdad?

– Mentira -reconoció en voz baja.

Se dieron un beso rápido y luego otro más largo. Lee pensó que los movimientos eran naturales, las cabezas giraban en el ángulo correcto y se abrazaban sin esfuerzo, como las piezas de un puzzle que alguien estuviera ordenando. A la mañana siguiente podrían despertarse en la casa de la playa, como si la pesadilla nunca hubiese ocurrido. ¿Cómo era posible haber tratado a alguien durante tan poco tiempo y tener la impresión de conocerlo de toda la vida? Dios sólo le daría una oportunidad, como mucho. Y en el caso de Lee, Dios se la había arrebatado. No era justo ni razonable. Hundió el rostro en su pelo, absorbiendo cada partícula de su fragancia.

– ¿Cuánto tiempo te quedarás conmigo? -preguntó Lee.