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El piloto llamó por radio para que tuvieran preparada una ambulancia equipada con un sistema de respiración artificial en la pista de aterrizaje de Manteo que, por fortuna, se encontraba a pocos minutos de distancia en avión. Reynolds y Lee utilizaron algunas vendas del botiquín de primeros auxilios del aeroplano para intentar cortar la hemorragia. Además, Lee había administrado oxígeno a Faith de la pequeña bombona que había a bordo, pero ninguno de sus esfuerzos parecían surtir efecto. Ella todavía no había recobrado el conocimiento y apenas le encontraban el pulso. Se le habían empezado a enfriar las extremidades, aunque Lee la abrazaba, en un intento por transmitirle algo de calor con su cuerpo, como si eso pudiera mejorar su estado.

Lee se trasladó con Faith en la ambulancia al Beach Medical Center, un hospital que contaba con sala de urgencias y centro de traumatología. A Reynolds y Buchanan los llevaron allí en coche. Camino del hospital, Reynolds llamó a Fred Massey a Washington. Le contó lo suficiente para que éste corriese a tomar un avión del FBI. Reynolds le insistió en que sólo viniera él, sin nadie más. Massey había aceptado esta condición sin rechistar. Quizá había sido el tono de su voz o, sencillamente, el asombroso contenido de las pocas palabras que Reynolds había pronunciado.

Trasladaron en el acto a Faith a la sala de urgencias, donde los médicos se ocuparon de ella durante casi dos horas intentando mantener sus constantes vitales, regularle el ritmo cardíaco y detener la hemorragia interna. La perspectiva no era demasiado halagüeña. En una ocasión incluso tuvieron que recurrir al desfibrilador.

A través de las puertas, Lee observaba petrificado a Faith sacudirse bajo el impacto de la corriente eléctrica que le aplicaban con los electrodos. Sólo fue capaz de moverse cuando vio que en el monitor aparecía la característica serie de picos y valles en vez de una línea recta.

Apenas dos horas después tuvieron que abrirle el pecho, separarle las costillas y practicarle un masaje cardíaco para que el corazón siguiera latiéndole. Cada hora parecía enfrentarse a una nueva crisis destinada a segar el débil hilo que la mantenía unida a la vida.

Lee recorría la sala de un extremo a otro con las manos en los bolsillos, cabizbajo, sin hablar con nadie. Había rezado todas las oraciones que recordaba. Incluso había inventado algunas nuevas. No podía hacer nada por ella y eso era lo que no soportaba. ¿Cómo había permitido que ocurriera algo así? ¿Cómo era posible que Constantinople, ese viejo y gordo hijo de puta, hubiera disparado? Y encima mientras él estaba a su lado. Y Faith, ¿por qué se había puesto en medio? ¿Por qué? Era Buchanan quien debía yacer en esa camilla rodeado de médicos que intentaran desesperadamente devolverle la vida a su cuerpo destrozado.

Lee se reclinó en la pared y se deslizó hasta el suelo, al tiempo que se cubría el rostro con las manos y su cuerpo robusto se estremecía.

En una sala privada, Reynolds esperaba con Buchanan, que apenas había pronunciado una palabra desde que Faith cayera herida. Estaba sentado mirando la pared. Al verlo, nadie habría imaginado la ira que se estaba acumulando en su interior: el odio absoluto que sentía por Robert Thornhill, el hombre que había destruido todo lo que le importaba.

Poco después de que llegara Fred Massey, condujeron a Faith a la UCI. El médico les dijo que, por el momento, la habían estabilizado. La bala era del tipo dum-dum, les explicó. Se había abierto paso en el cuerpo de Faith como una bola en la pista de la bolera, le había dañado los órganos de manera considerable y le había causado una hemorragia interna grave. Faith era fuerte y por el momento estaba viva. Tenía posibilidades de sobrevivir, eso era todo, les advirtió. Más adelante les daría más información.

Cuando el médico se marchó, Reynolds posó una mano en el hombro de Lee y le dio una taza de café.

– Lee, si ha sobrevivido hasta ahora, estoy segura de que saldrá de ésta.

– No hay garantías -murmuró Lee para sí, incapaz de mirar a Brooke.

Se dirigieron a la sala privada, donde Reynolds presentó a Buchanan y Lee a Fred Massey.

– Creo que el señor Buchanan debería empezar a contar su historia -dijo Reynolds a Massey.

– ¿Y está dispuesto a hacerlo? -preguntó Massey con escepticismo.

– Algo más que dispuesto -respondió Buchanan, un poco más animado-. Pero antes, dígame una cosa. ¿Qué es más importante para usted? ¿Lo que yo hice o detener a la persona que mató a su agente?

Massey se inclinó hacia adelante.

– No me siento preparado para negociar con usted. Buchanan puso los codos sobre la mesa.

– Cuando le cuente mi historia, lo estará. Pero lo haré con una sola condición. Déjeme tratar con ese hombre, a mi manera.

– La agente Reynolds me ha informado de que esa persona trabaja para el Gobierno federal.

– Eso es.

– Pues resulta bastante increíble. ¿Tiene pruebas?

– Si me deja hacerlo a mi manera, tendrá las pruebas.

– Los cadáveres de la casa. ¿Sabemos ya quiénes son? -preguntó Massey a Reynolds.

Ella negó con la cabeza.

– Acabo de dar parte. La policía y los agentes de Washington, Raleigh y Norfolk están en la escena del crimen. Pero es demasiado pronto para disponer de esa información. No obstante, todo se lleva en el más absoluto de los secretos. No hemos dicho nada a los policías de la localidad. Controlamos todos los flujos de información. No verás nada en las noticias sobre los cadáveres ni sobre el hecho de que Faith esté viva y se encuentre en este hospital.

Massey asintió.

– Buen trabajo. -Como si recordara algo de repente, abrió el maletín, extrajo dos objetos y se los entregó.

Reynolds observó su pistola y sus credenciales.

– Siento que ocurriera todo esto, Brooke -afirmó Massey-. Debí confiar en ti y no lo hice. Quizá haya pasado demasiado tiempo alejado de la realidad, rodeado de demasiados papeles y sin hacer caso de mis instintos.

Reynolds enfundó la pistola y se guardó la placa en el bolso. Volvió a sentirse plena.

– Quizá yo habría hecho lo mismo en tu lugar, pero eso pertenece al pasado, Fred, sigamos adelante. No disponemos de demasiado tiempo.

– Tenga por seguro, señor Massey -intervino Buchanan-, que nunca identificará a esos hombres. Y, aunque lo logre, no habrá forma de relacionarlos con la persona de quien estoy hablando.

– ¿Cómo puede estar tan seguro de ello? -inquirió Massey.

– Créame, sé cómo actúa ese hombre.

– Mire, ¿por qué no me dice quién es y deja que me encargue yo de él?

– No -repuso Buchanan con firmeza.

– ¿Cómo que no? Somos el FBI, señor, nos dedicamos a esto. Si lo que quiere es un trato…

– Escúcheme bien. -Buchanan apenas levantó la voz, pero miró a Massey con tal intensidad que el SEF guardó silencio, con la mente en blanco-. Tenemos una posibilidad de atraparlo. ¡Una! Ya contaba con un infiltrado en el FBI. Quizá Constantinople no fuera el único traidor. Quizá haya otros. -Lo dudo… -empezó a decir Massey.

Ahora Buchanan alzó la voz.

– ¿Puede garantizarme que no los hay? ¿Puede?

Massey se recostó en el asiento con expresión incómoda. Se volvió hacia Reynolds, quien se encogió de hombros.

– Si pudieron sobornar a Connie, podrían sobornar a cualquiera -manifestó ella.

Massey estaba abatido y sacudía la cabeza lentamente.

– Connie… Todavía no me lo acabo de creer.

Buchanan dio un golpecito en la mesa.

– Y si hay otro espía en sus filas y usted intenta atrapar a ese hombre por su cuenta, será un fracaso absoluto. Desperdiciará su única oportunidad. Para siempre. ¿De verdad quiere correr ese riesgo?

Massey se frotó la barbilla bien afeitada mientras reflexionaba. Cuando levantó los ojos hacia Buchanan, su expresión denotaba cautela pero también interés.

– Cree de veras que puede poner a ese tipo al descubierto?

– Estoy dispuesto a morir en el intento. Y necesito echar mano del teléfono. Apelar a una ayuda muy especial. -Buchanan sonrió para sus adentros. Cabildeando hasta el final. Se dirigió a Lee-. También necesito tu ayuda, Lee. Si estás dispuesto.

Lee pareció sorprenderse.

– ¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo para ayudar?

– Anoche conversé con Faith sobre ti. Me habló de tus habilidades «especiales». Dijo que eras un buen recurso para circunstancias difíciles.

– Supongo que se equivocó. De lo contrario no estaría ahí tumbada con el pecho perforado.

Buchanan puso una mano en el brazo de Lee.

– El sentimiento de culpabilidad que tengo por el hecho de que ella se interpusiera en la trayectoria de la bala casi me impide moverme. Pero ahora no lo puedo cambiar. Lo que sí puedo hacer es procurar asegurarme de que no arriesgó su vida en vano. Tú corres un grave peligro. Aunque detengamos a ese hombre, hay muchas personas que lo apoyan. Siempre habrá alguien ahí fuera.

Buchanan se echó atrás en su asiento y observó fijamente a Lee. Massey y Reynolds también miraron al investigador privado. Sus brazos musculosos y anchas espaldas contrastaban claramente con la fragilidad que transmitía su mirada.

Lee Adams respiró a fondo. Lo que realmente quería era estar junto al lecho de Faith y no levantarse hasta que se despertara, lo viera, le sonriera y le dijera que estaba bien. Entonces él también se sentiría bien. Sin embargo, Lee era consciente de que pocas veces en la vida se consigue lo que uno desea. Así pues, dirigió la vista a Buchanan.

– Supongo que puedes contar conmigo.