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Faith se había enfundado unos vaqueros y una sudadera y estaba sentada en la cama mirándose los pies descalzos. El sonido de la motocicleta se había apagado como engullido por un enorme vacío. Echó un vistazo a la habitación y le pareció que Lee Adams nunca había estado allí, que jamás había existido. Había dedicado mucho tiempo y esfuerzo al intentar librarse de él y, ahora que se había marchado, sentía que toda su alma se veía arrastrada al vacío que Lee había dejado tras de sí.

Al principio creyó que el ruido que oía en la casa silenciosa se debía a los movimientos de Buchanan. Luego pensó que quizá Lee hubiera regresado. De hecho, le había parecido oír la puerta trasera.

Cuando se levantó de la cama se le ocurrió de repente que no podía tratarse de Lee porque no había oído la motocicleta entrar en el garaje; una vez que la asaltó la idea, el corazón empezó a latirle de forma descontrolada.

¿Había cerrado la puerta con llave? No se acordaba. Sabía que no había activado la alarma. ¿Acaso Danny estaba dando vueltas por la casa? Por algún motivo, Faith tenía la certeza de que no era él.

Se acercó despacio a la ventana y miró al exterior al tiempo que aguzaba el oído al máximo. Sabía que el ruido no era fruto de su imaginación. Alguien había entrado en la casa, de eso no le cabía la menor duda. En ese preciso instante, alguien se encontraba dentro. Escudriñó el pasillo. En el dormitorio que había utilizado Lee había otro panel de control de la alarma. ¿Podría llegar hasta él, activar el sistema y el detector de movimiento? Se arrodilló y gateó por el corredor.

Connie y Reynolds habían entrado por la puerta trasera y se habían internado en el pasillo de la planta baja. Connie apuntaba al frente con la pistola. Reynolds iba detrás de él, sintiéndose desnuda e impotente sin su arma. Abrieron todas las puertas de la planta baja pero encontraron todas las habitaciones vacías.

– Deben de estar arriba-susurró Reynolds al oído de Connie.

– Espero que haya alguien -le respondió él en voz baja y con una entonación que no presagiaba nada positivo.

Los dos se quedaron petrificados al percibir un ruido procedente del interior de la casa. Connie señaló la planta superior con el dedo y Reynols asintió para mostrar su conformidad. Se acercaron a las escaleras y subieron. Afortunadamente, los escalones estaban enmoquetados y amortiguaron el sonido de sus pasos. Llegaron al primer rellano y se detuvieron, escuchando con atención. Silencio. Siguieron avanzando.

Por lo que alcanzaban a ver, la planta estaba vacía. Caminaban a lo largo de la pared, volviendo la cabeza casi a la vez.

Justo encima de ellos, en el pasillo superior, Faith yacía boca abajo en el suelo. Se asomó al borde del descansillo y experimentó un ligero alivio al ver que se trataba de la agente Reynolds. Cuando avistó a los otros dos hombres que subían por las escaleras desde la planta baja, todo el alivio se esfumó.

– ¡Cuidado! -gritó Faith.

Connie y Reynolds se volvieron para mirarla y dirigieron la vista hacia donde señalaba. Connie apuntó con la pistola a los dos hombres, quienes también tenían encañonados con sus armas a ambos agentes.

– FBI -rugió Reynolds a los hombres de negro-. Suelten las armas. -Normalmente, cuando daba esa orden, se sentía bastante segura de la respuesta. En aquel momento, teniendo en cuenta que eran dos pistolas contra una, no tenía tanta confianza.

Los dos hombres no dejaron caer las armas. Continuaron avanzando mientras Connie ponía la pistola en dirección a uno y otro hombre alternativamente.

Uno de ellos alzó los ojos hacia Faith.

– Baje aquí, señorita Lockhart.

– Quédate ahí arriba, Faith -dijo Reynolds, mirándola fijamente-. Ve a tu habitación y cierra la puerta con llave.

– ¿Faith? -Buchanan apareció en el pasillo, despeinado y con ojos somnolientos.

– Usted también, Buchanan. Ahora -ordenó el mismo hombre-. Baje.

– ¡No! -gritó Reynolds, desplazándose hacia adelante-. Escúchenme bien, una unidad de elite viene en camino. La hora prevista de llegada es dentro de dos minutos. Si no sueltan las armas inmediatamente, les sugiero que echen a correr si no quieren vérselas con esos tipos.

El hombre sonrió.

– No va a venir ninguna unidad de elite, agente Reynolds.

Reynolds no fue capaz de ocultar su sorpresa, que aumentó sobremanera al escuchar las siguientes palabras del hombre.

– Agente Constantinople -dijo él dirigiéndose a Connie-, ya puede marcharse. La situación está bajo control, pero agradecemos su ayuda.

Lentamente, Reynolds se dio vuelta y contempló a su compañero boquiabierta y totalmente consternada.

Connie le devolvió la mirada con una clara expresión de resignación en el rostro.

– ¿Connie? -Reynolds tomó aire con rapidez-. No puede ser, Connie. Por favor, dime que no.

Connie toqueteó la pistola y se encogió de hombros. Poco a poco distendió su postura.

– Mi plan era que salieras viva de ésta y que te readmitiesen. -Se volvió hacia los otros dos hombres. Uno de ellos sacudió la cabeza con decisión.

– Eres tú el infiltrado? -preguntó Reynolds-. ¿Y no Ken?

– Ken no era un espía -contestó Connie.

– ¿Y el dinero de la caja de seguridad?

– Procedía de su comercio de cromos y monedas. Pagaba siempre en efectivo. De hecho participé en algunas operaciones con él. Yo estaba al corriente de todo. Engañaba a Hacienda. ¿Qué más daba? Mejor para él. De todos modos, la mayor parte de ese dinero iba a parar a las cuentas para la universidad de sus hijos.

– Me hiciste pensar que él era el responsable de las filtraciones.

– Claro, no quería que pensaras que era yo. Es obvio que eso no habría resultado demasiado positivo.

Uno de los hombres corrió escaleras arriba y desapareció en uno de los dormitorios. Salió al cabo de un minuto con el maletín de Buchanan. Condujo a Faith y a Buchanan escaleras abajo. Abrió el maletín y extrajo el casete. Reprodujo parte de la grabación para confirmar su contenido. Acto seguido, rompió el casete a la fuerza, sacó la cinta y la lanzó a la chimenea de gas antes de accionar el interruptor. Todos observaron en silencio cómo la cinta se convertía en una masa pegajosa.

Mientras Reynolds presenciaba la destrucción de la cinta no pudo evitar pensar que tenía ante sí los últimos minutos de su vida. Miró a los dos hombres y luego a Connie.

– ¿Entonces nos han seguido hasta aquí? No he visto a nadie -dijo con amargura.

Connie negó con la cabeza.

– Tengo un micrófono en el coche. Lo han escuchado todo. Nos dejaron encontrar la casa y luego nos siguieron.

– Por qué, Connie? ¿Por qué te convertiste en un traidor? Connie pareció reflexionar en voz alta.

– He dedicado veinticinco años de mi vida al FBI. Veinticinco años de buen servicio y todavía estoy en la primera casilla, todavía soy un don nadie. Te llevo doce años de ventaja y eres mi jefa. Porque no quise participar en la farsa política al sur de la frontera. Como no quise mentir ni hacerles el juego me cerraron las puertas de los ascensos. -Negó con la cabeza y bajó la vista.

Volvió a posar los ojos en ella con expresión de disculpa-. Entiende que no tengo nada contra ti, Brooke. Nada de nada. Eres una agente excelente. No quería que esto terminara así. El plan era que nosotros nos quedáramos fuera y que estos tipos hicieran el trabajo. Cuando me hubieran dado luz verde, habríamos entrado y encontrado los cadáveres. Tú habrías recuperado tu buen nombre y todo habría salido bien. El hecho de que Adams se largara de ese modo nos fastidió el plan. -Connie miró con cara de pocos amigos al hombre de negro que lo había llamado por su nombre-. Pero si este tipo no hubiera dicho nada, quizá se me habría ocurrido alguna manera de que te marcharas conmigo.

El hombre se encogió de hombros.

– Lo siento, no sabía que fuese importante. Pero más vale que se marche. Está amaneciendo. Dénos media hora. Luego puede llamar a la policía. Invente la historia que quiera para las noticias.

Reynolds no apartó la vista de Connie.

– Permíteme que invente una historia para ti, Connie. Es la siguiente: encontrarnos la casa. Yo entro por la parte delantera mientras tú cubres la parte posterior. No salgo. Oyes disparos, entras y nos encuentras a todos muertos. -A Reynolds se le quebró la voz al pensar en sus hijos, en el hecho de no volver a verlos-. Notas que sale alguien y disparas hasta vaciar el cargador. Pero no lo alcanzas, vas tras él, casi te mata pero, por fortuna, logras salir con vida. Llamas a la policía, llegan. Telefoneas a la central y les pones al corriente de la situación. Envían a más hombres. Te critican un poco por venir aquí conmigo pero lo único que hacías era apoyar a tu jefa. Lealtad. ¿Cómo podían culparte? Investigan y nunca consiguen una respuesta satisfactoria. Probablemente piensan que yo era la infiltrada, que me dejé sobornar por dinero. Puedes decirles que fue idea mía venir aquí, que sabía exactamente adónde ir. Entro en la casa y me vuelan la tapa de los sesos. Y tú, pobre inocente, casi pierdes la vida. Caso cerrado. ¿Qué le parece, agente Constantinople? -Casi escupió esas últimas palabras.

Uno de los hombres de Thornhill miró a Connie y sonrió. -A mí me parece bien.

Connie no le quitó ojo a Reynolds.

– Lo siento, Brooke, de verdad que lo siento.

A Reynolds se le saltaron las lágrimas y se le volvió a quebrar la voz al hablar.

– Dile eso a Anne Newman. Díselo a mis hijos, ¡cabrón! Cabizbajo, Connie pasó junto a ellos y empezó a bajar las escaleras.

– Acabaremos con ellos aquí, uno por uno -dijo el primer hombre. Señaló a Buchanan-. Usted primero.

– Supongo que ésa fue una petición especial de vuestro jefe -comentó Buchanan.

– ¿Quién? Quiero un nombre -exigió Reynolds.

– ¿Qué más da? -dijo el segundo hombre-. No vivirá para testificar…

En cuanto hubo pronunciado esas palabras una bala lo alcanzó en la parte posterior de la cabeza.

El otro hombre se dio vuelta rápidamente e intentó apuntar con la pistola, pero fue demasiado tarde y recibió un impacto en pleno rostro. Cayó sin vida junto a su compañero.

Connie subió de nuevo las escaleras mientras todavía salía humo de la boca de su pistola. Bajó la mirada hacia los dos hombres muertos.

– Ésta va por Ken Newman, capullos de mierda. -Levantó la vista hacia Reynolds-. No sabía que iban a matar a Ken, Brooke. Te lo juro por mi madre. Pero después de que ocurriera yo no podía hacer otra cosa que aguardar el momento oportuno y ver qué ocurría.