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Lee aminoró la marcha de la Honda y se detuvo en medio de la calle antes de poner los pies sobre el asfalto. Miró por encima del hombro. La calle era larga, estaba oscura y vacía. Sin embargo, pronto amanecería. Lo notaba en los bordes difuminados del cielo, como márgenes blancos de una Polaroid que lentamente cobrasen vida.

¿Por qué no había esperado? Podría haberse quedado hasta que llegara el coche que llevaría a Faith y a Buchanan a la pista de aterrizaje. Como mucho, sólo habría retrasado su llegada a Charlottesville dos horas. Y, sin duda, estaría más tranquilo. ¿Por qué demonios se marchaba tan rápido? Renee estaba protegida. Pero ¿y Faith?

Dio un golpecito al acelerador con la mano enguantada. Así también tendría la oportunidad de hablar con ella, de hacerle saber que le importaba mucho.

Dio media vuelta a la Honda y deshizo su camino. Cuando llegó a la calle, disminuyó la velocidad. El coche estaba estacionado al final de la calle. Era un gran sedán que a todas luces pertenecía al Gobierno federal. Cierto, estaba en el extremo opuesto de la calle y no había pasado por su lado al dirigirse a la carretera general pero ¿cómo demonios no había reparado en él su ojo «experto»? Cielos, ¿había perdido tantas facultades?

Se acercó directamente al coche pensando que, si se trataba de agentes federales, podría despistarlos y dejarlos atrás fácilmente. Sin embargo, cuando estuvo más cerca, advirtió que el coche estaba vacío. Preso del pánico, hizo virar la Honda, enfiló el camino de acceso a una de las casas contiguas a la de Faith y se apeó. Se deshizo del casco a toda prisa y desenfundó la pistola. Recorrió a grandes zancadas el patio trasero de la casa y subió a la pasarela de madera que se entrecruzaba con las zonas traseras comunes que comunicaban todas las casas con las escaleras que bajaban a la playa, como venas humanas conectadas con las arterias del corazón. Su propio corazón latía a una velocidad de vértigo.

Saltó de la pasarela, se agazapó detrás de unas juncias y escudriñó la parte posterior de la casa de Faith. Lo que vio le heló la sangre. Los dos hombres iban vestidos de negro y estaban deslizándose por el muro trasero del patio de Faith. ¿Eran los federales, o se trataba de los hombres que habían estado a punto de asesinar a Faith en el aeropuerto? «Que no sean ellos, por favor», se dijo. Ambos ya habían desaparecido por detrás del muro. En cuestión de segundos estarían en la casa. ¿Se habría acordado Faith de activar de nuevo el sistema de alarma después de que él saliera? No, pensó, probablemente no.

Lee se levantó con rapidez y salió disparado hacia la casa. Cuando cruzó la pasarela de madera, notó que algo se le acercaba desde la izquierda porque vio una sombra. Aquella sensación fue seguramente la que le salvó la vida.

El cuchillo se le clavó en el brazo en vez de en el cuello porque se agachó y rodó por el suelo. Empezó a sangrar, pero el material rígido del traje de motorista amortiguó en buena medida el golpe. Su atacante no vaciló ni por un momento y se abalanzó sobre él.

Sin embargo, Lee sincronizó sus movimientos a la perfección, consiguió levantar el brazo no herido, empujó con fuerza al hombre y lo arrojó contra las juncias, lo que resultaba tan desagradable como que te clavaran en la piel un cuchillo afilado. Lee se lanzó a recoger su pistola, que se le había caído cuando el hombre había saltado sobre él. Lee no tenía reparos en pegarle un tiro al tipo y armar un escándalo. En ese preciso instante no le haría ascos a cualquier ayuda que le proporcionara la policía local.

No obstante, su oponente se recuperó enseguida, salió de las juncias a una velocidad sorprendente y se echó sobre Lee antes de que éste recuperase la pistola. Los dos hombres aterrizaron al borde de las escaleras. Lee vio el filo del cuchillo acercarse de nuevo, pero consiguió agarrar al hombre por la muñeca antes de que lo hiriese. Aquel tipo era fuerte, Lee le notó los tendones acerados del antebrazo y los tríceps duros como una piedra cuando le asió de la parte superior del brazo en un intento por obligarlo a dejar caer el cuchillo. Sin embargo, Lee tampoco era precisamente un alfeñique. No se había pasado años levantando pesas en vano.

El tipo con quien se enfrentaba también era un luchador experto porque consiguió asestarle dos o tres puñetazos en el vientre con la mano que tenía libre. No obstante, tras el primero, Lee tensó los abdominales y los oblicuos y casi no sintió el resto de las arremetidas. Durante más de dos décadas había hecho abdominales y parado pelotas medicinales con el vientre. Después de haberse castigado de ese modo, el puño humano presentaba muy poca dificultad para él, independientemente de la dureza del mismo.

Convencido de que él también podía entrar en juego, Lee soltó el brazo del hombre y le propinó un gancho en el diafragma. Reparó que el tipo se quedaba sin aire, pero continuaba sujetando el cuchillo. Acto seguido, Lee le descargó tres golpes en los riñones, que eran los más dolorosos que alguien podía encajar sin perder el conocimiento. El cuchillo cayó de las manos del hombre y repiqueteó escaleras abajo.

A continuación, los dos hombres se pusieron en pie, jadeando, aferrados todavía el uno al otro. Como una exhalación, el hombre realizó un barrido con la pierna que hizo que Lee perdiera el equilibrio. Se desplomó con un gruñido pero se incorporó de inmediato cuando se percató de que el tipo estaba a punto de desenfundar la pistola. Ver la muerte tan de cerca le otorgó una capacidad de recuperación que habría sido impensable en un momento menos peligroso. Le practicó un placaje al hombre y los dos rodaron hasta el borde de las escaleras, experimentando un agudo dolor al rebotar sobre cada una de las tablas, y dieron con su cuerpo en la arena en un revoltijo de brazos, piernas y torsos antes de tragar agua salada, ya que la marea ascendente casi había alcanzado las escaleras.

Lee había visto que la pistola se caía durante la pelea así que se apartó del hombre a patadas y se levantó con el agua hasta los tobillos. El tipo también se irguió pero con menos agilidad. Lee estaba en guardia. Su contrincante sabía kárate; Lee lo había advertido por el barrido que había ejecutado en lo alto de las escaleras y, en aquel mismo instante, por la postura defensiva que el hombre había adoptado: aovillado, sin ángulos desprotegidos ni zonas sensibles expuestas a los golpes. Lee, cuya mente funcionaba más rápido que su pensamiento consciente, calculó que era diez centímetros más alto y que pesaba por lo menos veinte kilos más que su adversario, pero que si éste le alcanzaba la cabeza con una patada letal, no tendría posibilidad de defenderse. Y entonces Faith, Buchanan y él morirían. No obstante, si no reducía al hombre en cuestión de segundos, Faith y Buchanan morirían de todos modos.

El hombre hizo ademán de atizarle un demoledor puntapié lateral en el torso. Sin embargo, tuvo que chapotear un poco en el agua para alzar la pierna, dándole a Lee el tiempo adicional que necesitaba. El detective tenía que acercarse, agarrarlo por donde pudiera y evitar que aquel imitador de Chuck Norris pusiera en práctica sus conocimientos de artes marciales. Lee era boxeador; en el combate a distancia corta, donde las piernas no podían causar mucho daño, resultaba totalmente arrollador. Se apuntaló sobre el terreno y detuvo la patada directa a las costillas con el cuerpo pero consiguió agarrar la pierna con el brazo que le sangraba y apresarla contra su costado. Con la mano que le quedaba libre, le atizó un golpe en la rodilla que le rompió los cartílagos y la dobló hacia atrás formando un ángulo más bien impropio de las rodillas. El hombre profirió un grito. Acto seguido, Lee le asestó un puñetazo directo en plena cara y sintió que la nariz de su contrincante se aplastaba a consecuencia del impacto. Por último, en un ramalazo de movimiento propio de una coreografía, Lee soltó la pierna, se agachó y se irguió como un bólido desde esa postura con un gancho de izquierda en el que aplicó sus casi cien kilos de peso multiplicados por cualquiera que fuese el factor que la ira añadía a cualquier pelea. Cuando su puño golpeó el hueso facial, que rápidamente cedió bajo el terrible impacto, Lee supo que había vencido. Nadie que no fuera un peso pesado poseía una mandíbula tan dura.

El hombre cayó como si le hubieran pegado un tiro en la cabeza. Rápidamente, Lee lo tendió boca abajo y le sumergió la cabeza en el agua. En realidad no tenía tiempo de ahogar al tipo, por lo que le descargó un codazo en la nuca con todas sus fuerzas. El sonido resultante era inconfundible, aunque estuvieran dentro del agua, como si Dios quisiera que Lee tomara plena conciencia de lo que había hecho y no deseara que lo olvidara.

El cuerpo se relajó y Lee se incorporó junto al hombre muerto. Se había visto implicado en numerosas peleas, tanto dentro como fuera del cuadrilátero, pero nunca había matado a nadie. Cuando miró el cadáver se dio cuenta de que no era algo de lo que enorgullecerse. Lo único que agradecía era que el muerto no fuera él.

Con el estómago revuelto y atormentado de pronto por el dolor punzante de la herida del brazo, dirigió la vista hacia las escaleras que conducían a las casas de la playa. Sólo le quedaban otras dos bestias por combatir para dar por cumplida su misión. Además, estaba claro que no se trataba de los federales. Los agentes del FBI no se dedicaban a ir por ahí intentando matar a la gente con navajas ultramodernas y patadas de kárate; lo normal era que mostraran la placa y el arma y te ordenaran que te detuvieras inmediatamente; y lo más inteligente era obedecer.

No, éstos eran los otros. Los asesinos de la CIA, que actuaban como robots. Corrió escaleras arriba, encontró su pistola y se dirigió con la máxima celeridad posible a la casa de la playa, rezando con cada exhalación para que no fuera demasiado tarde.