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La cena en la Casa Blanca resultó memorable para la señora Thornhill. Su esposo, por el contrario, siguió trabajando. Se sentó a la larga mesa y charló sobre temas intrascendentes cuando fue necesario pero se pasó la mayor parte del tiempo escuchando atentamente al resto de los comensales. Aquella noche había varios invitados extranjeros y Thornhill sabía que las noticias más jugosas podían proceder de las fuentes más insospechadas, incluso en una cena en la Casa Blanca. No estaba seguro de si los convidados extranjeros sabían que él pertenecía a la CIA. Sin duda no se trataba de algo que fuera del dominio público. En la lista de invitados que publicaría el Washington Post a la mañana siguiente aparecerían identificados simplemente como señor y señora Thornhill.

Paradójicamente, su presencia en la cena no se debía al cargo que ocupaba él en la CIA. El criterio que se empleaba para seleccionar a los invitados a actos como aquél representaba uno de los mayores misterios de la capital de la nación. Sin embargo, los Thornhill habían recibido su invitación en reconocimiento a la labor filantrópica para los pobres de la ciudad, actividad benéfica en la que la primera dama también participaba. Thornhill debía reconocer que su mujer se entregaba en cuerpo y alma a esa causa. Cuando no estaba en el club de campo, por supuesto.

El viaje de regreso a casa transcurrió con normalidad; la pareja habló de temas mundanos mientras Thornhill no dejaba de pensar en la llamada de teléfono de Howard Constantinople. Perder a sus hombres había sido todo un golpe para Thornhill, tanto desde el punto de vista personal como profesional. Había trabajado con ellos durante años. No acababa de entender que hubieran muerto los tres. Había enviado a algunos de sus hombres a Carolina del Norte para que averiguasen lo sucedido.

No había vuelto a recibir noticias de Constantinople. Desconocía si el hombre había huido. Pero Faith y Buchanan estaban muertos, al igual que la agente del FBI, Reynolds. Por lo menos estaba prácticamente seguro de que estaban muertos. El hecho de que no hubiera aparecido ninguna noticia en los periódicos sobre el hallazgo de seis cadáveres en una casa de la playa en una zona rica de los Outer Banks resultaba especialmente inquietante. Ya había transcurrido más de una semana. Quizá fuera obra del FBI para ocultar lo que empezaba a convertirse en una pesadilla para su departamento de relaciones públicas. Sí, no le extrañaría que lo hicieran. Por desgracia, sin Constantinople carecía de ojos y oídos en el FBI. Tendría que hacer algo al respecto cuanto antes. Conseguir a un nuevo topo le llevaría tiempo, aunque todo era posible.

Pese a todo, las pistas nunca lo señalarían a él. Sus tres agentes estaban tan bien encubiertos que las autoridades podían darse por satisfechas si conseguían ir más allá de la capa superficial. A partir de ahí no encontrarían nada. Los tres habían muerto como verdaderos héroes. Sus colegas y él habían brindado por su recuerdo en la cámara subterránea cuando se enteraron del suceso.

Quedaba un cabo suelto más preocupante: Lee Adams. Se había marchado en la motocicleta, supuestamente a Charlottesville para cerciorarse de que su hija estaba bien. Nunca había llegado a su destino, eso lo sabía con certeza. Así pues, ¿dónde estaba? ¿Acaso había regresado y había matado a los hombres de Thornhill? Sin embargo, era impensable que un solo hombre pudiera acabar con los tres. No obstante, Constantinople no había mencionado a Adams en la llamada.

A medida que el vehículo avanzaba, Thornhill se sintió mucho menos seguro que al principio de la velada. Tendría que analizar la situación con mucho cuidado. Quizá encontraría algún mensaje cuando llegara a casa.

El coche enfiló el camino de acceso a su propiedad y Thornhill consultó el reloj. Era tarde y tenía que madrugar al día siguiente. Debía testificar ante el comité de Rusty Ward. Al final había averiguado qué respuestas quería el senador, lo que implicaba que estaba dispuesto a mentir como un descosido.

Thornhill desactivó el sistema de seguridad, dio un beso de buenas noches a su esposa y la observó mientras subía las escaleras que conducían a su dormitorio. Todavía era una mujer muy atractiva, esbelta y de huesos finos. Pronto le llegaría la hora de la jubilación. Quizá no fuera tan grave. Había tenido pesadillas al respecto en las que se imaginaba a sí mismo sentado, presa de la desesperación, en partidas de bridge interminables, cenas del club de campo, funciones para recaudar fondos; o recorriendo campos de golf infinitos, con su insufriblemente vivaracha esposa al lado en todo momento.

Sin embargo, mientras observaba la bien torneada espalda de su esposa deslizarse escaleras arriba, Thornhill vio de repente una perspectiva más tentadora para sus años dorados. Eran relativamente jóvenes y ricos; podían viajar por todo el mundo. Incluso pensó en irse a la cama pronto y satisfacer los impulsos físicos que experimentaba al ver a la señora Thornhill dirigirse con gracilidad al dormitorio. Le gustaba su manera de quitarse los zapatos de tacón, que dejaban al descubierto los pies enfundados en unas medias negras; cómo pasaba una mano por su cadera curvilínea; cómo se soltaba la melena, contemplarle los músculos de los hombros, que se tersaban con cada movimiento. Lo cierto es que no había desperdiciado las horas pasadas en el club de campo. Entraría en el estudio para ver si tenía mensajes y subiría a la habitación de inmediato.

Encendió la luz del estudio y se acercó ala mesa. Se disponía a comprobar si tenía algún mensaje en su teléfono de seguridad cuando oyó un ruido. Se volvió hacia las puertas acristaladas que daban al jardín. Se estaban abriendo para dejar paso a un hombre.

Lee se llevó un dedo a los labios y sonrió al tiempo que apuntaba directamente a Thornhill con una pistola. El hombre de la CIA se puso tenso, dirigió con rapidez la mirada a derecha e izquierda, buscando una escapatoria, pero no la había. Si corría o gritaba, le dispararían; lo percibía con claridad en los ojos del hombre. Lee cruzó la habitación y cerró la puerta del estudio con llave mientras Thornhill lo observaba en silencio.

El hombre se llevó una segunda sorpresa desagradable al ver entrar por las puertas acristaladas a otro hombre, que después las cerró con llave.

Danny Buchanan se mostraba tan tranquilo que parecía estar casi dormido, si bien su mirada irradiaba una ingente cantidad de energía.

– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo en mi casa? -inquirió Thornhill.

– Esperaba algo un poco más original, Bob -dijo Buchanan-. ¿Con cuánta frecuencia ves fantasmas recientes?

– Siéntate -ordenó Lee a Thornhill.

Thornhill echó otro vistazo a la pistola y, acto seguido, se sentó en el sofá de cuero que estaba frente a los dos hombres. Se deshizo el nudo de la pajarita y la dejó en el sofá, intentando, no sin dificultad, evaluar la situación y decidir cómo actuar.

– Creí que habíamos hecho un trato, Bob -manifestó Buchanan-. ¿Por qué enviaste a tu equipo de matones? Muchas personas han perdido la vida innecesariamente. ¿Por qué?

Thornhill los miró con recelo.

– No sé de qué está hablando. Ni siquiera sé quién demonios es usted.

Estaba claro lo que Thornhill pensaba: Lee y Buchanan llevaban micrófonos. Quizá estuvieran colaborando con el FBI. Y se encontraban en su casa. Su esposa estaba arriba desvistiéndose y esos dos hombres se presentaban en su casa para formularle ese tipo de preguntas. Bueno, sus esfuerzos serían en vano.

– He… -Buchanan se calló y miró a Lee-. Hemos venido aquí como únicos supervivientes para ver a qué tipo de acuerdo podemos llegar. No quiero pasar el resto de mi vida mirando por encima del hombro.

– ¿Trato? ¿Qué le parece si le grito a mi mujer que llame a la policía? ¿Le gusta ese trato? -Thornhill escrutó a Buchanan y fingió que lo reconocía-. Sé que le he visto antes en alguna parte. ¿En los periódicos?

Buchanan sonrió.

– Esa cinta que el agente Constantinople te aseguró que estaba destruida… -Se llevó la mano al bolsillo del abrigo y extrajo una cinta-. Bueno, pues no te dijo exactamente la verdad.

Thornhill observó la cinta como si fuera plutonio y estuviesen a punto de hacérselo tragar. Introdujo la mano en su americana.

Lee levantó la pistola.

Thornhill le dedicó una mirada de desilusión y sacó despacio la pipa y el encendedor. La prendió con tranquilidad. Después de dar unas cuantas caladas para relajarse, miró a Buchanan.

– Como ni siquiera sé de qué está hablando, ¿por qué no pone la cinta? Tengo curiosidad por saber qué contiene. Quizá explique por qué dos completos desconocidos han entrado en mi casa.

«Y si en esa cinta reconociera que he matado a un agente del FBI, ninguno de vosotros estaría aquí y a mí ya me habrían detenido. Menudo farol, Danny», pensó.

Buchanan golpeó lentamente la cinta contra la palma de su mano, y Lee parecía nervioso.

– Vamos, no me tomen el pelo con algo para luego no enseñármelo -dijo Thornhill.

Buchanan dejó la cinta sobre la mesa.

– Quizá más tarde. Ahora mismo quiero saber lo que vas hacer por nosotros. Algo que impida que vayamos al FBI a contarles lo que sabemos.

– ¿Y se puede saber qué es? Ha hablado de gente asesinada. ¿Insinúa que he matado a alguien? Supongo que saben que trabajo para la CIA. ¿Acaso son agentes extranjeros que intentan chantajearme de algún modo? El problema es que necesitan algo con lo que chantajearme.

– Sabemos lo suficiente para enterrarte -aseveró Lee.

– Pues entonces sugiero que vaya a buscar la pala y empiece a cavar, señor…

– Adams, Lee Adams -se presentó Lee mirándolo con el ceño fruncido.

– Faith está muerta, ¿sabes, Bob? -dijo Buchanan. Cuando pronunció esas palabras, Lee bajó la mirada-. Por poco sobrevivió. Constantinople la mató. También mató a dos de tus hombres. Se vengó porque mandaste matar al agente del FBI.

Thornhill fingía bien su desconcierto.

– ¿Faith? ¿Constantinople? ¿De quién demonios está hablando?

Lee se colocó justo enfrente de Thornhill.

– ¡Cabrón! Matas a las personas como si fueran hormigas. Es como un juego. Eso es lo que significa para ti.

– ¡Guarde esa pistola y salgan de mi casa ahora mismo!

– ¡Que te jodan! -Lee apuntó directamente a la cabeza de Thornhill con la pistola.

Buchanan se acercó a él rápidamente.

– Lee, por favor, no lo hagas. No servirá de nada.

– Yo de usted haría caso a su amigo -manifestó Thornhill con la tranquilidad que le permitían las circunstancias. Le habían apuntado con una pistola en otra ocasión, cuando habían descubierto su tapadera en Estambul hacía muchos años. Había tenido la suerte de salir con vida. Se preguntaba si esa noche también le acompañaría la buena estrella.