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Buchanan recorrió el atestado aeropuerto con la vista. Se había arriesgado al llamar a Lee Adams directamente, pero le quedaban pocas alternativas. Mientras inspeccionaba la zona, se preguntó cuáles de aquellas personas serían. ¿La anciana de la esquina con el bolso enorme y el pelo recogido en un moño? Había venido en el mismo vuelo que Buchanan. Un hombre alto de mediana edad había estado recorriendo el pasillo de un lado a otro mientras Buchanan llamaba. También había tomado el avión de National.

Lo cierto es que los agentes de Thornhill podían estar en cualquier lugar. Era como un ataque con gas nervioso; impedía avistar al enemigo. Un sensación de absoluta desesperanza se apoderó de él.

Lo que más había temido era que Thornhill intentara implicar a Faith en su confabulación o que, de repente, considerara que era un lastre. Si bien había apartado a Faith de su lado, jamás la habría abandonado. Por eso había contratado a Adams para que la siguiera. A medida que se aproximaba el final, tenía que asegurarse de que Faith continuase sana y salva.

Había consultado la guía telefónica y se había basado en la lógica más sencilla que se le había ocurrido. Lee Adams era la primera persona que aparecía en la lista de investigadores privados. Buchanan estuvo a punto de reírse por lo que había hecho. Pero, a diferencia de Thornhill, no tenía un ejército a sus órdenes. Suponía que Adams no había informado de sus descubrimientos porque estaba muerto.

Se detuvo por unos instantes. ¿Debía correr hasta el mostrador de venta de billetes, reservar el primer vuelo disponible a cualquier lugar remoto y perderse? Una cosa era soñar despierto y otra muy distinta llevar sus sueños a la práctica. Imaginó qué ocurriría si intentaba huir: el ejército de Thornhill, invisible hasta el momento, se materializaría de repente y caería sobre él desde las sombras, mostrando placas de apariencia oficial a cualquiera que tuviera el valor de intervenir. Entonces llevarían a Buchanan a una habitación silenciosa situada en las entrañas del aeropuerto de Filadelfia.

Allí lo estaría aguardando un tranquilo Robert Thornhill, con su pipa, su traje de tres piezas y su despreocupada arrogancia. Le preguntaría con toda la calma del mundo si quería morir justo en aquel instante, porque en ese caso lo complacería gustoso. Buchanan no podría responder.

Al final, Danny Buchanan hizo lo único que podía hacer. Salió del aeropuerto, entró en el coche que le esperaba y se dispuso a ver a su amigo el senador, para asestarle otra puñalada con sus encantadores modales y sonrisas así como con el dispositivo de escucha que llevaba puesto, de aspecto semejante a la piel y los folículos pilosos y de tecnología tan avanzada que no haría saltar ni el más sofisticado detector de metales. Una furgoneta de vigilancia lo seguiría hasta su destino y grabaría cada una de las palabras que pronunciaran Buchanan y el senador.

Como medida de seguridad, por si alguien quería interferir la transmisión del dispositivo de escucha, en el maletín de Buchanan había una grabadora oculta. Bastaba con hacer girar ligeramente el asa del maletín para accionar el aparato, que tampoco detectarían los sistemas de seguridad del aeropuerto. Thornhill había pensado en todo. «Maldita sea», dijo Buchanan para sí.

Durante el trayecto, se consoló con una fantasía disparatada acerca de un Thornhill suplicante y destrozado, un amplio surtido de serpientes, aceite hirviendo y un machete oxidado.

¡Ojalá algunos sueños se hicieran realidad!

La persona sentada en el aeropuerto presentaba un aspecto cuidado, tendría treinta y tantos años, llevaba un traje negro de corte conservador y trabajaba con un portátil, lo que significaba que era idéntico a los otros miles de hombres en viajes de negocios que lo rodeaban. Se lo veía ocupado y concentrado, e incluso hablaba solo. Quien acertara a pasar por allí creería que estaba preparando un discurso para vender o redactando un informe de marketing. En realidad hablaba en voz baja por el minúsculo micrófono que llevaba en la corbata. Lo que parecían puertos de infrarrojos en la parte posterior del ordenador no eran otra cosa que sensores. Uno de ellos estaba diseñado para captar señales electrónicas. El otro era un lápiz que percibía sonidos, los interpretaba y exhibía las palabras en la pantalla. El primer sensor identificó fácilmente el número de teléfono al que Buchanan acababa de llamar y lo transmitía de forma automática a la pantalla. Puesto que había tantas conversaciones en el aeropuerto, el sensor de voz tenía más problemas, pero había logrado descifrar lo suficiente como para entusiasmar al hombre. Las palabras «Dónde está Faith Lockhart?» brillaban con toda nitidez en la pantalla.

El hombre envió el número de teléfono y otros datos a sus colegas de Washington. Al cabo de unos segundos, un ordenador de Langley había identificado el nombre y la dirección del titular. A los pocos minutos, un equipo de profesionales experimentados y completamente leales a Robert Thornhill, quien había estado esperando dicha información, se dirigió hacia el apartamento de Lee.

Las instrucciones de Thornhill eran bien sencillas. Si Faith Lockhart estaba allí, tenían que «cesarla», eufemismo que se empleaba en la jerga del espionaje, como si se limitaran a despedirla y a pedirle que recogiera sus pertenencias y abandonara el edificio, en lugar de pegarle un tiro en la cabeza. Quienes estuvieran con ella correrían la misma suerte. Por el bien del país.