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Thornhill colgó el auricular y echó un vistazo a su despacho con expresión inquieta. Sus hombres habían encontrado la casa vacía y a uno le había mordido un perro. Alguien había visto a un hombre y a una mujer corriendo por la calle. Aquello era demasiado. Thornhill, un hombre paciente, estaba acostumbrado a trabajar en el mismo proyecto durante varios años, pero a pesar de todo su tolerancia tenía límites. Sus hombres habían escuchado el mensaje que Buchanan había dejado en el contestador automático y se lo habían reenviado a través de su línea telefónica privada.

«Así que has contratado a un investigador privado, Danny -murmuró Thornhill para sí-. Me las pagarás. -Asintió pensativo-. Me las pagarás todas juntas.»

La policía había acudido al apartamento de Lee al activarse la alarma antirrobo, pero cuando los hombres de Thornhill les mostraron sus placas de aspecto oficial, se retiraron rápidamente. Desde un punto de vista legal, la CIA no tenía autoridad para operar en Estados Unidos. Por lo tanto, el equipo de Thornhill llevaba siempre consigo varios modelos de placas y elegía una u otra según la situación.

A los policías se les había ordenado que olvidaran lo que habían visto. Aun así, a Thornhill no le gustaba todo aquello, era demasiado arriesgado. Había demasiadas fisuras que otras personas podrían aprovechar para sacarle ventaja.

Se aproximó a la ventana y observó el exterior. Era un hermoso día de otoño y los colores comenzaban a cambiar. Mientras contemplaba las vistosas hojas de los árboles, preparó la pipa, por desgracia lo único que podía hacer. En la sede de la CIA estaba prohibido fumar. El subdirector disponía de un balcón fuera del despacho, donde Thornhill se sentaba y fumaba, pero no era lo mismo. Durante la guerra fría, en las oficinas de la Agencia había tanto humo que parecían baños turcos. Thornhill estaba convencido de que el tabaco ayudaba a pensar. No era algo muy importante y, sin embargo, simbolizaba todo aquello que había ido mal en la CIA.

Según Thornhill, el declive de la CIA se había acelerado en 1994 con la debacle de Aldrich Ames. Thornhill todavía se estremecía cada vez que pensaba en la detención del ex agente de contraespionaje de la CIA por trabajar para los soviéticos y luego para los rusos. Y, por supuesto, el destino quiso que el FBI destapara el caso. A raíz de aquello, el presidente había dictado la orden de que se nombrara a un agente del FBI empleado permanente de la CIA. Desde entonces, el agente del FBI supervisaba las campañas de contraespionaje de la Agencia y tenía acceso a todos los archivos de la CIA. ¡Un agente del FBI en el edificio de la CIA, metiendo las narices en sus secretos! Para no ser menos que la rama ejecutiva, los idiotas del Congreso habían aprobado una ley que exigía que todas las agencias gubernamentales, incluida la CIA, notificasen al FBI cada vez que hallasen indicios de que cualquier información confidencial se hubiese revelado indebidamente a las potencias extranjeras. El resultado: la CIA corría todos los riesgos y el FBI saboreaba las mieles del éxito. A Thornhill le hervía la sangre. Aquello era una usurpación directa de las funciones de la CIA.

La ira de Thornhill iba en aumento. La CIA ya no tenía derecho a vigilar a las personas o a intervenir los teléfonos. Si sospechaban de alguien, tenían que acudir al FBI y solicitar vigilancia, electrónica o del tipo que fuera. Si necesitaban vigilancia electrónica, entonces el FBI debía obtener la autorización del TVSSE, el Tribunal de Vigilancia de los Servicios Secretos Extranjeros. La CIA ni siquiera podía acudir al TVSSE por su cuenta. Necesitaba el visto bueno del Gran Hermano. Todo parecía favorecer al FBI.

El ánimo de Thornhill se vino abajo al recordar que la CIA no sólo tenía las manos atadas en el ámbito nacional; la Agencia debía obtener la autorización del presidente antes de iniciar cualquier operación encubierta en el extranjero. Había que informar a los comités de supervisión del Congreso de estas operaciones en el momento adecuado. Dado que el mundo del espionaje era cada vez más complicado, la CIA y el FBI se enfrentaban constantemente por asuntos de competencias jurisdiccionales, la utilización de testigos e informantes y cuestiones similares. Aunque se suponía que el FBI era una agencia de ámbito nacional en realidad realizaba muchas operaciones en el extranjero, sobre todo de carácter antiterrorista y antidroga, como la recopilación y análisis de información. Una vez más, aquello caía en territorio de la CIA.

¿Era de extrañar, pues, que Thornhill odiara a sus homólogos federales? Los muy cabrones eran como el cáncer, estaban por todas partes. Y por si fuera poco, un ex agente del FBI dirigía en la actualidad el Centro de Seguridad de la CIA, que llevaba a cabo las comprobaciones internas del historial de los empleados actuales y eventuales. Además, todas las personas contratadas por la CIA tenían que rellenar un formulario anual exhaustivo sobre sus bienes.

Antes de sufrir un ataque por pensar en tan doloroso asunto, Thornhill se esforzó por cavilar sobre otros temas importantes. Era bastante probable que el investigador privado que Buchanan había contratado hubiera estado en la casita la noche anterior y hubiese disparado contra Serov. La herida de bala había causado al ruso daños incurables en los nervios del brazo, y Thornhill había ordenado que lo liquidaran. Un asesino a sueldo incapaz de sostener el arma intentaría ganarse la vida de otra forma, lo que supondría una pequeña amenaza. Era culpa suya, y si había algo que Thornhill exigía a los subordinados, era responsabilidad.

Así pues, meditó, el tal Lee Adams se había entrometido en todo aquello. Thornhill ya había ordenado que se realizara una investigación a fondo del pasado de Lee. En esos días en que todos los archivos estaban informatizados, recibiría el expediente en media hora, incluso antes. Los hombres de Thornhill le habían entregado el informe sobre Faith Lockhart que estaba en el apartamento de Lee. Las notas revelaban que el detective hacía su trabajo de un modo concienzudo y lógico. Eso era a la vez bueno y malo para los propósitos de Thornhill. Adams había logrado eludir a sus hombres, cosa nada fácil. Lo bueno era que, si Adams era sensato, se le podría convencer con una oferta razonable, es decir, una que le permitiera vivir.

Seguramente, Adams también había escapado de la casita con Faith Lockhart. No había informado a Buchanan al respecto, y ése era el motivo por el que éste le había dejado el mensaje telefónico. Resultaba obvio que Buchanan no estaba al corriente de lo que había sucedido la noche anterior. Thornhill haría todo lo posible para asegurarse de que las circunstancias no cambiasen.

¿Cómo huirían? ¿En tren? Thornhill lo dudaba. Los trenes eran lentos y no cruzaban los océanos. Ahora bien, tomar el tren hasta un aeropuerto era una posibilidad más viable. 0 tomar un taxi. Parecía lo más probable.

Cuando Thornhill se recostó en el sillón un ayudante entró con algunos de los documentos que había pedido. Si bien en la CIA todo estaba informatizado, a Thornhill todavía le gustaba el tacto del papel. Pensaba con mucha más claridad ante el papel que ante un monitor.

Habían seguido todos los pasos de costumbre. Pero ¿y los menos habituales? Con el elemento añadido de un investigador profesional, Adams y Lockhart podrían huir bajo identidades falsas, incluso disfrazados. Tenía hombres en los tres aeropuertos y en todas las estaciones de tren, pero nada más. La pareja podría alquilar un coche, dirigirse a Nueva York y tomar un avión allí, o encaminarse hacia el sur y hacer otro tanto. La situación era bastante problemática.

Thornhill odiaba esta clase de persecuciones. Tenía que cubrir demasiados lugares y disponía de recursos más bien limitados para estas actividades «extracurriculares». Al menos, contaba con la ventaja de trabajar con cierta autonomía. Nadie, del director del servicio de información central para abajo, cuestionaba sus decisiones, y aunque lo hicieran, él sabía cómo esquivar cualquiera de los asuntos que le plantearan. Obtenía resultados que beneficiaban a todos, y ésa era su mejor arma.

Era mucho mejor acosar a los fugitivos, hacerlos salir de su escondrijo empleando el cebo adecuado. Thornhill tenía que encontrar ese cebo, lo que lo obligaba a reflexionar más aún. Lockhart no tenía familia, padres ancianos ni hijos jóvenes. Todavía no sabía mucho acerca de Adams, pero pronto lo sabría. Si acababa de conocer a Faith, era bastante improbable que estuviera dispuesto a sacrificarlo todo por ella. Al menos por el momento. Si no intervenían otros factores, tendría que centrarse en Adams. Y ahora que sabían dónde vivía, podrían comunicarse con él. No les costaría nada hacerle llegar un mensaje discreto.

Thornhill pensó entonces en Buchanan. En esos momentos estaba en Filadelfia, reunido con un importante senador para intentar mejorar la situación de uno de los clientes de Buchanan. Habían implicado a este hombre en suficientes actos delictivos como para lograr que se derrumbara y suplicase por su miserable vida. Había representado un incordio para la CIA y les había agotado la paciencia con sus quejas desde su asiento en el Comité de gastos del Senado. ¡Cuán dulce era el sabor de la venganza!

Thornhill imaginó que entraba en los despachos de todos esos políticos poderosos y les enseñaba los vídeos, las cintas y los montones de documentos en que ellos y Buchanan planeaban sus pequeñas conspiraciones, hablaban sobre todos los detalles de los futuros sobornos y se mostraban deseosos de satisfacer los deseos de Buchanan a cambio de todo ese dinero. ¡Quedaban como auténticas aves de rapiña!

Querido senador, ¿le importaría lamerme las botas?, no merece llamarse ser humano, quejica de tres al cuarto. Y luego hará lo que le diga, ni más ni menos, o lo pisotearé antes de que diga «vótame».

Por supuesto, Thornhill jamás diría algo así. Esos hombres exigían respeto aunque no se lo merecieran. Les diría que Danny Buchanan había desaparecido y había dejado esas cintas en las que aparecían ellos. No sabrían qué hacer con las pruebas, pero lo más lógico sería entregar las cintas al FBI. Aquello resultaba desagradable; parecía imposible que esos intachables hombres fueran culpables de semejantes delitos, pero en cuanto el FBI comenzara a analizar la información, sabrían dónde acabarían: en la cárcel. ¿Y de qué modo ayudaría eso al país? El mundo se reiría de Estados Unidos. Los terroristas se envalentonarían al ver a su enemigo debilitado. ¡Y había tan pocos recursos…! La CIA, por poner un ejemplo, apenas disponía de fondos y personal, y sus competencias se habían visto reducidas de forma injusta. ¿Podría hacer algo toda esa gente intachable por cambiar la situación? ¿Serían tan amables de hacerlo a expensas del FBI, los mismos cabrones que darían lo que fuese por obtener esas cintas para acabar con todos ellos? Podrían empezar por quitárnoslos de encima. Les estamos muy agradecidos, apreciados líderes públicos. Sabíamos que lo entenderían.