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De repente, Milstead parecía seguro de sí mismo.

– De un modo u otro, lo haremos. Dentro de un presupuesto, de uno coma siete billones de dólares, no es tan importante.

– Es para mi cliente. Muchas personas cuentan con esto, Harvey. Y la mayoría todavía no sabe caminar.

– Te escucho.

– Deberías ir allí en viaje de investigación. Te acompañaré. Es un país bonito; el problema es que la tierra no sirve para nada. Quizá Dios haya bendecido a América, pero se olvidó de gran parte del mundo. Aun así, siguen adelante. Si alguna vez crees que tienes un mal día, te hará bien acordarte de ellos.

Milstead tosió.

– Mi agenda está muy apretada, Danny. Y sabes que no volveré a presentarme como candidato. Dos años más y me largo de aquí.

«Muy bien, ya se ha acabado el tiempo para hablar de trabajo y peticiones humanitarias -pensó Buchanan-. Ahora representemos el papel de traidor.»

Se inclinó hacia adelante y apartó el maletín con despreocupación. Hizo girar el asa, con lo que puso en marcha la grabadora oculta. «Va por ti, Thornhill, arrogante hijo de puta.»

Se aclaró la garganta.

– Bueno, supongo que nunca es demasiado pronto para hablar de sustituciones. Necesito varias personas en Ayuda y Operaciones Externas que participen en mi pequeño plan de pensiones. Les puedo prometer lo mismo que a ti. No les faltará de nada. Sólo tienen que cumplir mi programa. He llegado a un punto en que no puedo permitirme una sola derrota. No pueden fallarme. Es la única manera de garantizarles la compensación final. Tú nunca me has fallado, Harvey. Llevas casi diez años en esto y siempre has cumplido, de un modo u otro.

Milstead miró hacia la puerta y luego habló en voz muy baja, como si así mejoraran las cosas.

– Conozco a varias personas con quienes tal vez te interesaría hablar. -Parecía nervioso e incómodo-. Acerca de asumir algunas de mis funciones. Por supuesto, no les he mencionado el asunto de forma directa, pero me sorprendería que no estuvieran dispuestos a llegar a algún tipo de acuerdo.

– Me alegra oírlo.

– Y haces bien en planear las cosas de antemano. Los dos años pasarán volando.

– ¡Jesús! Puede que dentro de dos años ya no esté aquí, Harvey.

El senador sonrió afectuosamente.

– Nunca creí que te retirarías. -Se calló-. Pero supongo que tienes heredero forzoso. Por cierto, ¿cómo está Faith? Tan llena de vida como siempre, estoy seguro.

– Faith es Faith. Ya lo sabes.

– Tienes suerte de que te respalde alguien así.

– Mucha suerte -dijo Buchanan frunciendo el ceño ligeramente.

– Dale mis más cariñosos recuerdos cuando la veas. Dile que venga a ver al viejo Harvey. Tiene la mente más lúcida y las mejores piernas del lugar -añadió con un guiño.

Buchanan no dijo nada al respecto.

El senador se reclinó en el sofá.

– He sido funcionario la mitad de mi vida. El sueldo es ridículo; de hecho, una miseria para alguien de mi talla y con mis recursos. Ya sabes cuánto ganaría ahí fuera. Ésa es la recompensa que te dan por servir a tu país.

– Sin duda, Harvey. Tienes toda la razón.

«El dinero para sobornos sólo te corresponde a ti. Te lo has ganado», pensó Buchanan.

– Pero no me arrepiento. De nada.

– No tienes por qué.

Milstead sonrió cansinamente.

– La de dólares que he gastado todos estos años reconstruyendo este país, remodelándolo con vistas al futuro, para la próxima generación. Y la siguiente.

Era su dinero. Había salvado el país.

– La gente nunca agradece eso -dijo Buchanan-. Los medios de comunicación sólo van a por los trapos sucios.

– Supongo que obtendré mi compensación cuando llegue a la tercera edad -comentó Milstead con un deje de arrepentimiento.

«Al cabo de todos estos años todavía le queda un poco de humildad y sentimiento de culpa», se dijo Buchanan

– Te lo mereces. Has servido a tu país como debías. Ahora sólo tienes que esperar, tal y como acordamos. A ti y a Louise no os faltará de nada. Viviréis como reyes. Has hecho tu trabajo y obtendrás tu recompensa. Al estilo americano.

– Estoy cansado, Danny. Cansado hasta los huesos. Entre tú y yo, no estoy seguro de aguantar dos minutos más, y mucho menos otros dos años. Este lugar me ha exprimido la vida.

– Eres un auténtico hombre de estado. Un héroe para todos nosotros.

Buchanan respiró a fondo y se preguntó si los hombres de Thornhill que se encontraban en la furgoneta estarían disfrutando con esta conversación más bien ñoña. Lo cierto es que Buchanan también deseaba salir de aquello. Miró a su viejo amigo. Al reparar en su expresión azorada Buchanan supuso que estaría pensando en el glorioso retiro que le esperaba con la esposa con la que llevaba casado treinta y cinco años, una mujer a quien había engañado en numerosas ocasiones pero que siempre le había permitido regresar y que, además, lo mantenía en secreto. Buchanan estaba convencido de que la psicología de las esposas de los políticos bien podría estudiarse en la universidad.

Lo cierto era que tenía debilidad por los Urbanitas. En realidad habían logrado muchos avances y, a su manera, eran las personas más honorables que Buchanan había conocido. Sin embargo, al senador no parecía molestarle que lo compraran.

Harvey Milstead tendría otro amo en breve. La Decimotercera Enmienda de la Constitución prohibía la esclavitud, pero, al parecer, nadie se lo había comunicado a Robert Thornhill. Buchanan estaba entregando a sus amigos al mismo diablo. Eso es lo que más lo inquietaba. Thornhill, siempre Thornhill.

Los dos hombres se incorporaron y se estrecharon la mano.

– Gracias, Danny. Gracias por todo.

– No hay de qué -replicó Buchanan-. De verdad, no hay de qué. -Recogió el maletín de espía y salió a toda prisa de la habitación.