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Faith despertó sobresaltada. Miró la hora. Eran casi las siete. Lee había insistido en que descansara, pero no había creído que dormiría durante tanto tiempo. Se incorporó un tanto atolondrada. Le dolía el cuerpo y, al bajar los pies de la cama, le entraron náuseas. Todavía llevaba el traje de chaqueta puesto, pero se había quitado los zapatos y las medias antes de tumbarse.

Se levantó, entró en el baño contiguo y se miró en el espejo. «Dios mío», dijo a duras penas. Tenía el pelo enmarañado y apelmazado, el rostro hecho un desastre, la ropa sucia y el cerebro embotado. ¡La mejor manera de comenzar el día!

Abrió el agua de la ducha y regresó a la habitación para desvestirse. Se había quitado la ropa y estaba desnuda en el centro de la habitación cuando Lee llamó a la puerta.

– ¿Sí? -dijo inquieta.

– Antes de ducharte, tenemos que hacer algo -contestó Lee al otro lado de la puerta.

– ¿De veras? -El extraño tono de sus palabras le produjo un escalofrío a Faith. Se vistió rápidamente y permaneció inmóvil en medio del dormitorio.

– ¿Puedo pasar? -Parecía impaciente.

Faith se acercó a la puerta y la abrió.

– ¿De qué se…? -Cuando lo vio, por poco soltó un grito.

Aquel hombre no era Lee Adams. Llevaba un peinado muy moderno, el cabello teñido de rubio y humedecido, una barba y bigote a juego, y gafas. Sus ojos no eran de un azul resplandeciente sino marrones.

El hombre sonrió al observar su reacción.

– Bien, ha funcionado.

– ¿Lee?

– No podemos pasar por delante del FBI con nuestro aspecto habitual.

Lee extendió las manos. Faith vio unas tijeras y una caja de tinte para el pelo.

– El pelo corto es más fácil de cuidar y, personalmente, creo que eso de que ellos las prefieren rubias no es más que un estereotipo.

Faith le dirigió una mirada cansina.

– ¿Quieres que me corte el pelo? ¿Y que me lo tiña?

– No, yo te lo cortaré. Y, si quieres, también te lo tiño.

– No puedo hacerlo.

– Tendrás que hacerlo.

– Sé que, dadas las circunstancias, parece una tontería…

– Tienes razón, dadas las circunstancias es una tontería. El pelo vuelve a crecer, pero cuando estás muerto, estás muerto -dijo Lee sin rodeos.

Faith comenzó a quejarse pero entonces cayó en la cuenta de que él estaba en lo cierto.

– ¿Cómo de corto? Lee ladeó la cabeza y le miró el cabello desde distintos ángulos.

– ¿Qué tal un corte a lo Juana de Arco? De chico pero con estilo.

Faith le clavó la vista.

– Excelente. De chico, pero con estilo… las ambiciones de toda mi vida hechas realidad con varios tijeretazos y un bote de tinte para el pelo.

Entraron en el baño. Faith se sentó en el inodoro y Lee comenzó a cortarle el pelo mientras ella mantenía los ojos bien cerrados.

– ¿Quieres que te lo tiña yo? -preguntó Lee cuando huboacabado.

– Por favor. No sé si podría mirarme ahora.

Pasó un rato con la cabeza bajo el grifo y el olor de las sustancias químicas del tinte le resultó difícil de soportar con el estómago vacío, pero cuando Faith se contempló por fin en el espejo se llevó una agradable sorpresa. No le sentaba tan mal como había pensado. El perfil de su cabeza, ahora más visible que antes, tenía una forma bonita y el color oscuro armonizaba con su tez.

– Ahora date una ducha -dijo Lee-. El tinte no se irá. El secador está debajo del lavabo. Te dejaré ropa limpia sobre la cama. Faith se fijó en su cuerpo corpulento.

– Tu ropa me vendrá grande.

– No te preocupes. En este hotel tenemos de todo.

Treinta minutos después, Faith emergió del dormitorio con unos vaqueros, una camisa de franela, cazadora y botas de tacón bajo. Del traje de chaqueta de ejecutiva al atuendo de estudiante universitaria. Se sentía mucho más joven. El cabello corto y negro le enmarcaba la cara, que Faith dejó sin maquillar. Era como volver a empezar.

Lee estaba sentado a la mesa de la cocina. Estudió su nuevo aspecto.

– Te queda bien -aseguró dando el visto bueno.

– Ha sido obra tuya. -Faith le miró el pelo humedecido y, de repente, se le ocurrió algo-. ¿Tienes otro baño?

– No, sólo uno. Me duché mientras dormías. No usé el secador porque no quería despertarte. Descubrirás que soy un alma considerada.

Faith retrocedió lentamente. El hecho de que hubiera estado merodeando alrededor de ella mientras dormía le pareció un tanto escalofriante. De repente, se imaginó a un Lee Adams maníaco, tijeras en mano, que la miraba con lascivia mientras ella yacía atada a la cama, desnuda e impotente.

– Dios mío, debo de haberme quedado como un tronco -comentó con la máxima tranquilidad posible.

– Sí. Yo también eché una cabezadita. -Lee continuó calibrando la apariencia de Faith-. Estás más guapa sin maquillaje. Faith sonrió.

– Agradezco tus cumplidos. -Se alisó la camisa-. Por cierto, ¿siempre guardas ropa femenina en el apartamento?

Lee se puso un par de calcetines y luego unas zapatillas. Llevaba vaqueros y una camiseta blanca ceñida al pecho. Las venas de los bíceps y antebrazos sobresalían, y Faith no se percató hasta ese momento de lo grueso que tenía el cuello. El torso se estrechaba de manera espectacular en la cintura por lo que los pantalones le quedaban un poco sueltos a esa altura y le daban una forma de V pronunciada. Parecía que los muslos fuesen a reventar los vaqueros. Sorprendió a Faith contemplándolo y ella apartó la mirada rápidamente.

– Mi sobrina Rachel -explicó Lee- estudia en la facultad de Derecho de Michigan. El año pasado trabajó de oficinista en un bufete de aquí y se alojó en mi casa, para no pagar el alquiler. ¡Sólo que ganó más en un verano que yo en todo el año! Dejó algunas cosas. Has tenido suerte de que fueran de tu talla. Es probable que vuelva el verano que viene.

– Dile que vaya con cuidado. Esta ciudad acaba con la gente.

– No creo que tenga los mismos problemas que tú. Quiere ser jueza. Los que no son criminales tienen que aplicarse.

Faith se sonrojó. Tomó una taza del escurreplatos y se sirvió café.

Lee se incorporó.

– Oye, lo siento, ese comentario estaba fuera de lugar.

– Me merezco algo mucho peor.

– Bien, dejaré que otras personas hagan los honores.

Faith le sirvió una taza de café y se sentó a la mesa. Max entró en la cocina y le rozó la mano. Ella sonrió y acarició la cabeza del perro.

– ¿Cuidará alguien de Max?

– Todo arreglado. -Lee consultó la hora-. El banco abre dentro de poco. Nos queda el tiempo justo para hacer las maletas. Recogeremos tus cosas, iremos al aeropuerto, compraremos los billetes y nos largaremos muy, muy lejos.

– Puedo llamar desde el aeropuerto para que preparen la casa. ¿O debería probar desde aquí?

– No. Podrían comprobar los registros de las llamadas.

– No había pensado en eso.

– Tendrás que empezar a hacerlo. -Sorbió el café-. Espero que la casa esté disponible.

– Lo estará. Da la casualidad de que es mía, o al menos es propiedad de mi otra identidad.

– ¿Es pequeña?

– Depende de lo que entiendas por pequeña. Creo que estarás cómodo.

– Soy poco exigente. -Se llevó el café al dormitorio y salió al cabo de unos minutos con un suéter azul marino encima de la camiseta. Se había quitado el bigote y la barba y llevaba una gorra de béisbol y una bolsa de plástico pequeña.

– Las pruebas de nuestro cambio de imagen -señaló Lee.

– ¿Sin disfraz?

– La señora Carter está acostumbrada a mi noctambulismo, pero si entro en su casa con el aspecto de otra persona será demasiado para ella a estas horas de la mañana. Y no quiero que luego pueda describirnos.

– Se te da bien todo esto -dijo Faith-. Me quedo más tranquila.

Lee llamó a Max. El enorme perro pasó del pequeño salón a la cocina, se desperezó y se sentó junto a su amo.

– Si suena el teléfono, no respondas. Y no te acerques a las ventanas.

Faith asintió y entonces Lee y Max se marcharon. Tomó la taza de café y recorrió el pequeño apartamento. Era una curiosa mezcla entre una residencia de estudiantes desordenada y el hogar de una persona más madura. Donde debía estar el comedor, Faith encontró un gimnasio casero. No había aparatos caros ni de alta tecnología, sólo mancuernas, un banco de pesas y unas espalderas. En un rincón pendía un saco de arena pesado y al lado una pera de boxeo. En una pequeña mesa de madera situada junto a una caja de polvos de talco había unos guantes de boxeo y mitones para las pesas, cintas para las manos y varias toallas. En otro rincón Faith vio una pelota medicinal.

En las paredes había fotos de hombres con los uniformes blancos de la Marina. No le costó reconocer a Lee. Había cambiado poco desde los dieciocho años. Sin embargo, los años habían marcado su rostro con líneas y ángulos que lo hacían incluso más atractivo, más seductor. ¿Por qué el envejecimiento favorecía más a los hombres? Había fotos en blanco y negro de Lee en el cuadrilátero y una en la que levantaba el brazo en señal de victoria, con una medalla en el pecho. Su expresión era relajada, como si hubiera sabido que ganaría; de hecho, como si perder le pareciera imposible.

Faith golpeó el saco de arena con suavidad y, acto seguido, le dio una punzada en la mano y la muñeca. En aquel momento recordó lo grandes y gruesas que eran las manos de Lee y que sus nudillos semejaban una cordillera en miniatura. Un hombre muy fuerte, duro y con muchos recursos; un hombre que resistiría cualquier castigo. Faith esperaba que estuviese siempre de su lado.

Entró en el dormitorio. Sobre la mesita de noche descansaba un móvil y al lado un dispositivo de alarma portátil. Faith había estado demasiado agotada la noche anterior para reparar en ellos. Se preguntó si Lee dormía con la pistola bajo la almohada. ¿Era un paranoico o sabía algo que el resto del mundo desconocía?

De repente una idea le vino a la mente: ¿no tendría Lee miedo de que ella se escapara? Regresó al vestíbulo. La entrada estaba cubierta; si se marchaba por ahí Lee la vería. No obstante, había una puerta trasera en la cocina que daba a la escalera de incendios.

Se aproximó e intentó abrirla. Estaba cerrada con cerrojos de seguridad, de aquellos que sólo pueden abrirse con una llave incluso desde el interior. Las ventanas también tenían cerraduras. A Faith le dio rabia sentirse atrapada, pero lo cierto era que había estado atrapada mucho antes de que Lee apareciera en su vida.