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Brooke Reynolds estaba sentada en un despacho alquilado a unas diez manzanas de la Oficina de Campo de Washington. El FBI a veces reservaba otros edificios para los agentes enfrascados en una investigación delicada, ya que el mero hecho de que alguien escuchara algo por casualidad en una cafetería o en un vestíbulo podía tener consecuencias catastróficas. Casi todo lo que la Unidad de Corrupción Pública hacía era delicado. Los objetivos habituales de la investigación de la unidad no eran ladrones de banco con máscaras y pistolas. Solía tratarse de personas que aparecían en primera plana o en entrevistas de la televisión.

Reynolds se inclinó hacia adelante, se quitó los zapatos bajos y frotó los pies doloridos contra las patas de la silla. Todo le apretaba y le dolía: tenía los senos del cráneo prácticamente cerrados, la piel le ardía, la garganta le picaba. Pero, al menos, estaba viva, a diferencia de Ken Newman. Había ido a su casa después de llamar a su mujer y comunicarle que debía hablar con ella. No le había dicho el motivo, pero Anne Newman adivinó que su esposo había muerto. Reynolds lo había notado en el tono de las pocas palabras que la mujer había logrado articular.

Normalmente, una persona de mayor rango que Reynolds la habría acompañado a la casa de la esposa afligida para demostrar que el FBI al completo lamentaba la pérdida de uno de los suyos. Sin embargo, ella no había esperado a que nadie la acompañase. Ken estaba bajo su responsabilidad, que incluía comunicar su muerte a la familia.

Cuando llegó a la casa, Reynolds decidió que iría directa al grano porque creía que un monólogo interminable sólo prolongaría el dolor de la mujer. No obstante, la compasión y empatía que Reynolds transmitió a la desconsolada mujer no fueron apresuradas ni fingidas. Abrazó a Anne, la consoló como mejor supo y rompió a llorar con ella. A Reynolds le pareció que Anne se había tomado bien la falta de información, mucho mejor de lo que se lo habría tomado ella.

A Anne se le permitiría ver el cuerpo de su esposo. Luego el principal médico forense del estado le practicaría la autopsia, a la que asistirían Connie y Reynolds junto con representantes de la policía de Virginia y la fiscalía del estado. Todos ellos habían recibido órdenes de guardar la más estricta confidencialidad al respecto.

También tendrían que contar con Anne Newman para mantener bajo control a los miembros de la familia más enojados y confundidos. Esperar que una mujer afligida ayudara a una oficina del Gobierno que ni siquiera podía revelarle todas las circunstancias de la muerte de su esposo era hacer castillos en el aire. Pero no había otro remedio.

Al salir de la casa de la desconsolada mujer, Reynolds tenía la inequívoca sensación de que Anne la culpaba de la muerte de Ken, y mientras se aproximaba al coche pensó que estaba en lo cierto. El sentimiento de culpabilidad que la embargaba en aquellos momentos era como un perche que se le hubiera adherido a la piel, como un radical libre que le recorriese el cuerpo en busca de un lugar donde cobijarse, crecer y, al final, acabar con ella.

Frente a la casa de los Newman, Reynolds se había topado con el director del FBI, que había acudido a dar el pésame en persona. Le expresó su más sentida condolencia a Reynolds por la pérdida de uno de sus hombres. Le dijo que le habían informado de su conversación con Massey y que estaba de acuerdo con su opinión. No obstante, le dejó bien claro que quería resultados rápidos y sólidos.

Mientras Reynolds observaba el desorden que había en su despacho, se le ocurrió que aquel caos simbolizaba la desorganización, algunos dirían la disfunción, de su vida personal. Había varios documentos importantes de muchas investigaciones en curso desparramados sobre el escritorio y la pequeña mesa de negociaciones. Otros estaban apretujados en las estanterías, apilados en el suelo o incluso en el sofá donde solía dormir, lejos de sus hijos.

Sin embargo, de no ser por la niñera que dormía en su casa y la hija adolescente de la niñera, Reynolds difícilmente habría podido llevar una vida normal con sus hijos. Rosemary, una maravillosa mujer de Centroamérica que amaba a los niños casi tanto como ella y se ocupaba a la perfección de limpiar, preparar las comidas y lavar la ropa, le costaba a Reynolds más de la cuarta parte de su salario, pero compensaba con creces cada centavo. Por desgracia, cuando el divorcio se formalizara, tendría que apretarse el cinturón. Su ex no le pagaría una pensión. Su trabajo como fotógrafo de modas, aunque lucrativo, suponía períodos de actividad intensa seguidos de otros de deliberada inactividad. Reynolds tendría suerte si no acababa pagándole una pensión a él. Si bien le reclamaría una asignación para los niños, sabía que no la obtendría. El hombre podría grabarse en la frente las palabras «padre gorrón».

Comprobó la hora. El laboratorio del FBI estaba examinando la cinta de vídeo en esos momentos. Dado que sólo el personal más selecto de la oficina estaba al tanto de la existencia de su misión «especial», se suponía que todos los trabajos de laboratorio debían encargarse con un nombre de caso y un número de expediente falsos. Lo idóneo sería disponer de personal e instalaciones distintas, pero eso implicaría un gasto enorme que no tendría cabida en el presupuesto del FBI. Hasta los luchadores de elite contra el crimen tenían que salir adelante con el dinero que les daba el Tío Sam. Por lo general, un agente de enlace con la oficina principal trabajaría con el equipo de Reynolds para coordinar con ella las entregas y hallazgos del laboratorio. Sin embargo, Reynolds no tenía tiempo para seguir los conductos habituales. Había llevado la cinta en persona al laboratorio y, gracias a la aprobación de su superior, le habían concedido prioridad absoluta.

Tras reunirse con Anne Newman, regresó a casa, se tumbó junto a sus hijos, que dormían, y los abrazó durante el rato que pudo, se duchó, se cambió y regresó al trabajo. No había dejado de pensar en la maldita cinta. Como si le hubieran leído el pensamiento, sonó el teléfono.

– ¿Diga?

– Será mejor que venga -dijo el hombre-. Y para que se haga a la idea, las noticias no son buenas.