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– Ahora trabajas para mí -le había dicho Thornhill sin rodeos-. Y continuarás haciendo lo que haces hasta que mi red sea tan resistente como el acero. Y entonces te apartarás y yo me haré cargo de todo.

Buchanan se había negado.

– Iré a la cárcel -le había contestado-. Prefiero eso a trabajar para ti.

Buchanan recordaba que Thornhill se había mostrado un tanto impaciente.

– Siento no haberme explicado con claridad. La cárcel no es una alternativa. 0 trabajas para mí o dejas de vivir.

Buchanan palideció al oír la amenaza pero se mantuvo firme.

– ¿Un funcionario público implicado en un asesinato?

– Soy un funcionario público especial. Trabajo en situaciones extremas. Eso suele justificar lo que hago.

– Mi respuesta es la misma.

– Hablas también por Faith Lockhart? ¿0 prefieres que la consulte sobre el asunto en persona?

Aquel comentario le había sentado como un tiro en el cerebro. Resultaba obvio que Robert Thornhill no era un bravucón; no se andaba con fanfarronadas. Si le dijera a alguien una frase tan inofensiva como: «Siento que hayamos llegado a esto», era bastante probable que al día siguiente esa persona estuviera muerta. Buchanan creyó entonces que Thornhill era un hombre centrado, reflexivo y prudente, no muy distinto de él. Decidió cooperar. Para salvar a Faith.

Ahora Buchanan comprendía la importancia de las medidas preventivas de Thornhill. El FBI lo vigilaba. Tendrían que trabajar duro, porque Buchanan dudaba que colaborasen con Thornhill cuando se trataba de operaciones clandestinas. No obstante, todo tenía su talón de Aquiles. Thornhill había encontrado el suyo en Faith Lockhart. Hacía tiempo que Buchanan se preguntaba cuál sería el punto débil de Thornhill.

Se dejó caer en un sillón y contempló el cuadro que colgaba en la pared de la biblioteca. Era el retrato de una madre y un niño. Había permanecido casi ochenta años en un museo privado. Era obra de uno de los maestros reconocidos, aunque menos famosos, del Renacimiento. Saltaba a la vista que la madre era la protectora y el niño un ser indefenso. Los maravillosos colores, los perfiles exquisitamente pintados, la sutil brillantez de la mano que había creado esa imagen, tan evidente en cada pincelada, siempre embelesaban a cuantos la veían. La pintura se había secado hacía casi cuatrocientos años, pero los delicados trazos, la luminosidad de los ojos y cada uno de los detalles todavía destilaban la misma fuerza.

Era un amor perfecto por su reciprocidad, ajeno a intereses silenciosos y corrosivos. Por un lado reflejaba el mecanismo de las funciones biológicas. Por el otro, se trataba de un fenómeno realzado por la gracia divina. El cuadro era su pertenencia más preciada. Por desgracia, tendría que venderlo en breve, y quizá la casa también. Se estaba quedando sin dinero para financiar las «jubilaciones» de sus clientes. De hecho, se sentía culpable porque todavía no había vendido el cuadro. i Generaría tantos fondos, ayudaría a tantas personas…! Sin embargo, el mero hecho de sentarse y contemplarlo lo tranquilizaba y le levantaba el ánimo. Era puro egoísmo pero le producía más placer que cualquier otra cosa.

Tal vez en aquel momento todo fuera dudoso. Se acercaba su fin. Sabía que Thornhill no lo dejaría salir impune y que tampoco permitiría que sus clientes disfrutaran de jubilación alguna. Eran sus futuros esclavos. El hombre de la CIA, a pesar de su refinamiento y linaje, era un espía. ¿Y qué eran los espías sino mentiras andantes? Aun así, Buchanan respetaría el acuerdo al que había llegado con los políticos. Les daría lo que les había prometido por haberle ayudado, tanto si les permitirían disfrutarlo como si no.

El fuego se reflejaba en el cuadro, y a Buchanan le pareció que el rostro de la mujer adquiría los rasgos de Faith Lockhart; no era la primera vez que le ocurría. Observó los labios que podían tornarse irascibles o sensuales sin previo aviso. Cada vez que recorría con la mirada la cara de contornos perfectos y el cabello rubio, no caoba, bajo el ángulo de luz correcto, pensaba en Faith. Sus ojos lo fascinaban; el que la pupila izquierda estuviera ligeramente descentrada añadía una intensidad a la mirada que convertía el semblante de Faith en algo extraordinario; era como si ese defecto de la naturaleza le hubiera conferido el poder de ver a través de cualquier persona.

Recordaba cada uno de los pormenores de su primer encuentro. Recién salida de la universidad, Faith había irrumpido en su vida con el entusiasmo propio de una misionera novel, dispuesta a comerse el mundo. Apenas tenía experiencia, era inmadura en varios sentidos, desconocía por completo los teje-manejes de Washington y su ingenuidad, en muchos aspectos, resultaba sorprendente. Sin embargo, sabía imponerse como una estrella de cine. Podía hacer bromas y, de repente, ponerse seria. Alimentaba los egos como nadie y conseguía transmitir su mensaje, pero sin presionar de forma abierta. Tras hablar con ella durante cinco minutos, Buchanan supo que tenía lo que hacía falta para prosperar en su mundo. Un mes después de contratarla, estaba convencido de que su intuición no lo había engañado. Faith hacía los deberes, trabajaba incansablemente, aprendía las lecciones, analizaba a los peces gordos a fondo y después iba mis allá. Entendía lo que necesitaba cada uno para salir vencedor; quemar las naves en Washington significaba el fin. Tarde o temprano, se requería la ayuda de todos, y los recuerdos no se borraban fácilmente en la capital. Con enorme tenacidad, Faith había soportado derrota tras derrota en varios frentes, pero no había parado hasta salir victoriosa. Buchanan nunca había conocido a alguien así, ni antes ni desde entonces. En quince años habían pasado por más cosas juntos que un matrimonio durante toda una vida. Faith era la única familia que tenía; la hija precoz que nunca tendría. ¿Y ahora? ¿Cómo había protegido a su niñita?

Mientras la lluvia golpeaba contra el tejado y el viento producía sus sonidos característicos al colarse por la vieja chimenea de ladrillo refractario, Buchanan se olvidó del coche, del vuelo y de los dilemas en que se encontraba. Continuó contemplando el cuadro bajo el tenue resplandor del fuego que crepitaba suavemente. Era evidente que lo que tanto le fascinaba no era la obra del gran maestro.

Faith no lo había traicionado. Thornhill no lo haría cambiar de opinión, dijera lo que dijese, aunque ahora iba a por Faith, lo que significaba que su vida corría peligro. Buchanan no quitaba ojo al cuadro. «Huye, Faith, huye tan deprisa como puedas», susurró con toda la angustia de un padre desesperado que ve que la muerte persigue a su hija.

Ante el rostro protector de la madre del cuadro, Buchanan se sintió más impotente aún.