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Entraron en el aeropuerto y se les indicó la pista en que aguardaban dos avionetas privadas. Randall Craig y sus subordinados ya habían embarcado en el aparato de Tartan, un Gulfstream 4, y esperaban el permiso de la torre de control. Dos hombres de aspecto europeo daban la última vuelta alrededor del otro avión, un Gulfstream 3. Uno de ellos se adelantó y saludó:

– Bienvenido, señor Stark, los estábamos esperando. Por favor, suban a bordo. El señor Knight quiere que viajen con él. Nosotros nos ocuparemos del equipaje.

Mientras el avión con el personal de Tartan avanzaba por la pista, David y Hu-lan se pusieron de acuerdo con Lo para que les recogiera a la mañana siguiente en al casa de Hu-lan. Se despidieron y subieron la escalerilla del G-3. El aire acondicionado estaba al máximo, y Henry, que parecía relajado y cómodo en un espacioso sillón de cuero color crema, se volvió para recibirlos.

– Henry, le presento a mi prometida, Liu Hu-lan.

El hombre le estrechó la mano.

– Es un placer conocerla. Aquí ni hay muchos asientos, pero pueden ocupar los de Doug y Sun, que se han ido al otro aparato.

La avioneta había asido adaptada al gusto del propietario. La profusión de bronce, teca y caoba le daban cierto aspecto náutico. Los sutiles matices crema y crudos en diversas texturas y tejidos añadían un toque lujoso. Era el extremo opuesto de los desvencijados CAAC a los que estaba acostumbrada Hu-lan. La discreta elegancia, la amplitud y la comodidad que ofrecía el pequeño aparato impresionaron también a David.

– Lo tengo desde hace tres años. Sólo se vive una vez.

Subieron lo dos miembros de la tripulación. El piloto se dirigió directamente a la cabina, mientras el copiloto atendía a los pasajeros.

– ¿Han estado alguna vez en un pájaro como éste? -preguntó.

Cuando David y Hu-lan dijeron que no, el hombre les aleccionó sobre algunas medidas de seguridad, que no eran distintas a las de los aviones comerciales. Después abrió un armario contiguo a la puerta principal.

– Aquí tenemos un frigorífico con bebidas: coca-cola, agua mineral, vino. Hay también patatas fritas, queso y galletas saladas. Como es un vuelo corto estaré ocupado en la cabina, así que sírvanse lo que les apetezca.

Al cabo de pocos minutos alcanzaron velocidad de crucero y David al fin tenía a Henry donde quería: solo. Las normas de confidencialidad requerían que para cualquier cosa relacionada con el gobernador Sun o su otro cliente, Tartan, estuvieran a solas. Por otra parte, estaba en el avión por cuenta de Tartan. Su deber como abogado era averiguar cualquier cosa que pudiera ser perjudicial para la empresa.

– Me gustaría concretar un par de detalles, Henry.

El anciano levantó la vista del libro y David le comunicó sus preocupaciones: sabía de un informe en el que no una sino varias mujeres habían tenido accidentes en la fábrica. Además, era un error utilizar la palabra “mujeres” cuando muchas empleadas eran niñas de doce, trece o catorce años. Había oído decir que se utilizaban productos químicos peligrosos. David no dejaba de mirar fijamente al anciano para ver su reacción. El hombre estaba perplejo.

– Se equivoca -dijo Henry al fin.

– Bueno, demuéstremelo.

– ¿Cómo puedo probarle algo que no ha ocurrido o que es mentira? Hoy mismo hemos visitado las instalaciones. Usted ha estado allí, ¿ha visto algo extraño?

– Hemos visto el edificio de la administración. A Randall y los demás se les ha enseñado el área de montaje final y el almacén de carga. No entramos en los dormitorios ni…

– En eso hay normas estrictas. No se permite la entrada de hombres. Quiero que las mujeres que trabajan para mí se sientan protegidas. Usted no sabe de dónde han venido, de lo que han escapado…

– Cuando fuimos a la planta donde se fabrican los productos, las mujeres se habían marchado y las máquinas estaban paradas.

– No me gustan sus insinuaciones.

David repitió las acusaciones, esta vez con tono más severo.

– Le he dicho que mi negocio es limpio. Siempre ha sido así, desde los tiempos de mi padre.

– Señor Knight -terció Hu-lan-, he estado en su fábrica y lo que dice David es cierto.

Henry los miró horrorizado por las implicaciones.

– ¿La envió Tartan?

– ¡Hu-lan, teníamos un pacto! -exclamó David.

Hu-lan no le hizo caso y contestó a Henry.

– No; soy inspectora del Ministerio de Seguridad Pública. El equivalente a su FBI. Fui a su fábrica para hacerle un favor a una amiga. La policía dijo que se había suicidado, pero su madre, es decir mi amiga, cree que fue un asesinato.

– ¿Su amiga es la madre de esa pobre chica que se tiró del tejado?

– No; la muerte no se produjo en la fábrica.

– ¿Y qué tiene que ver conmigo? No pensará culparme de todo. No he hecho nada malo.

Hu-lan, no es lo que habíamos acordado -intervino David.

Ella lo miró con sus ojos oscuros para transmitirle que no traicionaría su confianza sacando el tema de las acusaciones de soborno.

– Pensaba que el pacto se refería a preguntas a tus clientes. El señor Knight no es cliente tuyo.

Antes de que David pudiera continuar, Henry dijo:

– Déjela hablar. Quiero escuchar lo que tenga que decir.

Hu-lan se sentó en el borde del asiento, de forma que sus rodillas casi rozaban las de Henry. Poco a poco levantó las tiritas que le cubrían los dedos y se quitó la venda y el esparadrapo que envolvían la herida de la mano izquierda. Le mostró las palmas.

– Trabajé en su fábrica durante dos días y medio. Mire cómo tengo las manos. Son heridas leves, rasguños superficiales, pero son heridas.

Henry observó que el corte estaba inflamado y que los puntos supuraban. Miró a Hu-lan a los ojos.

– ¿Cómo ocurrió?

– Me asignaron uno de los trabajos más fáciles: insertar pelo en la cabeza de los muñecos Sam.

– Eso no debería producir heridas -dijo Henry.

Hu-lan vio en su mirada la aceptación dolorosa de algo que era evidente. No era una reacción fingida.

– Me dijeron que no entrara cuando las mujeres estaban trabajando, que las distraería. Pensé que tenía que hacer lo que fuera mejor para las empleadas.

Henry endureció la expresión y se encaró con David.

– Me revela esta información ahora, en el avión. ¿Por qué no me lo dijo en la fábrica, donde habríamos podido comprobarlo?

– Porque hasta anoche no lo creí y esta mañana no ha habido ocasión.

Henry se levantó y avanzó hacia la cabina.

– Volvamos. Quiero demostrarle que está equivocado.

– Las mujeres no trabajan hoy, es su día libre -dijo David. Consultó el reloj, vio que faltaba poco para llegar a Pekín y que allí le esperaban a Henry más reuniones. -Ha presentado declaraciones juradas a Tartan que, pese a que afirma lo contrario, considero inexactas. Se supone que mañana por la noche firmará los documentos de la venta. Como abogado de Tartan, no puedo obligarle a hacer lo correcto ni a confesar. Pero usted creó la empresa. Y tiene un nivel de vida que después de la venta todavía mejorará mucho más. También se ha ganado una buena reputación siguiendo el ejemplo de su padre. Le pido que piense en lo que sucederá cuando, después de la venta, todo esto salga a al luz. Si Knight está involucrada en lo que sospecho, se enfrentará a acusaciones por fraude. Piense en lo que supondrá para usted y su familia. Le aconsejo que hable con sus abogados.

– Ya sabe que no tengo -contestó Henry.

– Claro que tiene abogados, y es el momento de utilizarlos.

Henry se revolvió en su asiento.

El copiloto anunció que estaban efectuando el acercamiento a Pekín.

– Ya saben de qué se trata -bromeó-. Abróchense los cinturones. Aterrizaremos en pocos minutos.

El hombre volvió a entrar en al cabina, pero su aparición había roto el hilo de la conversación. Henry miraba por la ventanilla los campos que circundaban el aeropuerto.

En la pista habían extendido una alfombrilla roja y aguardaban tres limusinas. Sin decir palabra, Henry bajó del avión. Mientras David y Hu-lan descendían por la escalerilla, el copiloto descargó el equipaje. Henry cogió el suyo, se acercó a una limusina y dijo algo a sus ocupantes. Mientras el coche arrancaba, avanzó hacia el segundo vehículo, comprobó quién había en el interior y subió.

Al cabo de pocos minutos sólo quedaba un coche. El copiloto puso el equipaje en el maletero, acomodó a David y Hu-lan en el espacioso asiento posterior y se despidió. Hu-lan dio la dirección de su Hutong y salieron a la autopista. Como no conocían ni se fiaban del chofer, no hablaron. Pero aunque hubieran podido ¿qué se habrían dicho? Henry se había mostrado firme en su desmentido.

A la mañana siguiente, cuando David salió de la casa de Hu-lan, encontró a Lo apoyado en el capó del Mercedes. Parecía cansado, pero era evidente que había tenido tiempo de pasar por el apartamento para ducharse y cambiarse de ropa. Como ya estaba en la ciudad y bajo la mirada vigilante de sus superiores, se había despojado de la camisa de manga corta de algodón y los pantalones anchos, y llevaba el habitual traje oscuro. Avanzaron en dirección este por la carretera de circunvalación Tres, paralela a las ruinas del antiguo foso de la ciudad, en dirección al hotel Kempinski.

Mientras David entraba por la puerta giratoria, le pareció imposible que sólo diez días atrás hubiera conocido allí a la señorita Quo para buscar oficina. Atravesó el lujoso vestíbulo y entró en el comedor. El bufé del desayuno estaba muy concurrido por hombres de negocios y numerosos turistas. Las mesas ofrecían un escaparate de delicias internacionales: sopa de miso y sushi para los japoneses; bollos rellenos de carne y fideos para los chinos; frutas y cereales para los amantes de la alimentación sana; y huevos, tocino, salchichas y carne frías para los norteamericanos, australianos, británicos y alemanes.

David divisó a Miles Stout en una mesa, al lado de la ventana, leyendo el International Herald Tribune. Al verle se puso en pie y le estrechó la mano.

– Vamos, me muero de hambre -dijo.

Mientras Miles esperaba en la cola a que le hicieran una tortilla, David se llevó un zumo de naranja y un bollo dulce a la mesa. En la mesa contigua, cinco alemanes se apiñaban entre papeles y comida. En otra, dos hombres de negocios, un francés y un escocés, intentaban formar una sociedad conjunta con un grupo chino obviamente poco colaborador. Al otro lado del salón vio a dos generales del Ejército Popular que volvían del bufé con los platos llenos de kiwis.