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De vez en cuando se agachaba para arrancar malas hierbas. Muy pronto empezó a sudar y a dolerle la mano herida. Los hombros, entumecidos por el trabajo en la fábrica, le ardían por la combinación del esfuerzo y el sol. Sabía que el embarazo contribuía a su malestar, pero al mismo tiempo pensó que las campesinas no dejaban de trabajar por un motivo tan insignificante. Al final del surco, las dos mujeres pasaron a la siguiente hilera y continuaron cavando. Hu-lan tenía un montón de preguntas, pero no sabía cómo abordar el tema de la actividad sexual de Miao-shan. Al cabo de un rato perdió la noción del tiempo y hasta del calor, absorta en la unión ancestral entre el ser humano y la tierra.

Dos horas después, cuando llegaron al final de otra hilera, Su-chee salió del campo hasta el claro donde había dejado el cesto. Dejó la azada, se sentó en cuclillas e hizo un ademán a Hu-lan para que siguiera su ejemplo Su-chee sacó un termo, sirvió té en la taza metálica que servía de tapón y se la dio a Hu-lan. El líquido verde y amargo disolvió el polvo que le secaba la garganta. Devolvió la taza a Su-chee, que apuró ruidosamente el contenido y volvió a llenarla.

Hu-lan contempló sus manos. El jueves por la mañana eran las de una Princesa Roja e inspectora del Ministerio de Seguridad Pública: suaves, pálidas y con uñas bien recortadas. Después de tres días en la zona rural, las manos estaban cubiertas de arañazos, las palmas llenas de ampollas y las uñas cuarteadas y melladas. La herida seguía doliéndole y la venda que la cubría estaba sucia. Lo que más deseaba era una ducha fría en el hotel. Pensó que Su-chee jamás malgastaría agua en un lujo tan frívolo. Recordó años atrás la granja Tierra Roja, cuando por las mañanas la gente se lavaba y cepillaba los dientes en la pila comunitaria y por la noche utilizaba la misma agua, que sólo se cambiaba cada tres o cuatro días.

Su-chee rompió el silencio.

– Quieres preguntarme sobre Miao-shan, pero por educación lo estás evitando. Las costumbres y el protocolo con respecto a los visitantes me traen sin cuidado desde que mi hija murió.

– He oído rumores inquietantes sobre Miao-shan. Dijiste que iba a casarse y sin embargo había oros hombres.

– No había ningún otro hombre. Miao-shan amaba a Tsai Bing.

Ninguna madre quería oír lo que Hu-lan se disponía a decir, pero se apoyaba en el hecho de que Su-chee había insistido en saber la verdad a toda costa.

– He conocido a un hombre, Guy In, que dice ser el padre del hijo de Miao-shan. Le creo. ¿Alguna vez te lo mencionó?

Su-chee volvió la cabeza para contemplar los campos, como si no la hubiera oído.

– También hay una chica en la fábrica que dice que Miao-shan se veía con un extranjero. Creo que dice la verdad y lo que encontré en las pertenencias de Miao-shan la corroboran. Dijiste que se vestía como una extranjera, pero no le di importancia. Muchas mujeres chinas intentaron imitar a las occidentales. Pero yo pensaba en las ropas hechas aquí, no en las originales. Incluso en Pekín tendría problemas para encontrar los zai ku, pantalones vaqueros, que tenía tu hija.

Su-chee se disponía a contestar, pero Hu-lan levantó una mano para detenerla.

– Hay algo más. En la caja que me has dado he encontrado perfume, unas bragas y un sostén. No son de fabricación nacional. La única explicación es que son regalos del supuesto extranjero. Tengo un candidato. ¿Alguna vez mencionó a Aarón Rodgers?

Su-chee negó con al cabeza, pero seguía sin mirarla y jugueteaba con el dobladillo del pantalón.

– ¿Y al Jefe Cara Roja?

Su-chee volvió a negar.

– También ha surgido otro nombre. Tu vecino Tang Dan.

Su-chee la miró con expresión dolorida y furiosa.

– Eso es mentira.

– Cuéntame.

– Tang Dan es un vecino. Yo era amiga de su esposa. Ella me ayudó cuando nació Miao-shan.

– Pero ahora es viuda.

– Sí, tal vez por eso busca esposa.

– ¿Miao-shan?

– Tang Dan podría ser su padre.

– Con lo cual demostraría su fortaleza y virilidad.

– ¿Por eso me pidió que me casara con él?

A Hu-lan la noticia lo no la sorprendió.

– ¿Cuántas veces le has dicho que no?

– La primera vez que me lo pidió fue hace cinco años, cuando Miao-shan terminó la enseñanza media. Consideré la posibilidad.

“Tang Dan es un hombre rico y habríamos consolidado el patrimonio. Miao-shan podría seguir estudiando. Tú siempre has dicho que para las mujeres la educación era importante. Me enseñaste las primeras letras. Luego, después de la Revolución Cultural, vinieron al pueblo con una nueva campaña. No era la típica a que estábamos acostumbrados, esta vez era a favor de la educación femenina. Shao-yi me animó y fui una de las primeras en apuntarme. Empezamos con nuestra lengua, pero pronto nos enseñaron inglés básico. El gobierno dijo que era importante que aprendiéramos también un idioma extranjero. Pensé que era cierto que el país estaba cambiando. Y en un nuevo país, Miao-shan tenía que ser un nuevo tipo de chica.

Ese razonamiento parecía fuera de contexto, pero Hu-lan la dejó continuar.

– En esta zona pocos niños van a al escuela, ya que son necesarios en el campo. A Miao-shan no le gustaba el trabajo físico y mi parcela es tan pequeña que no precisaba su ayuda a diario. Me hacía falta para regar, pero ella se quejaba y yo pensaba que era igual que su padre. Había nacido para intelectual, no para campesina. Cuando llegó el momento, fue una de los únicos dos estudiantes del pueblo aceptados en el instituto. Y lo hizo sola. No necesitábamos la ayuda de Tang Dan, pero eso no le disuadió de ofrecerla. Cuatro años después, cuando Miao-shan se graduó, volví a pensar en aceptar la proposición de Tang Dan. No sé si lo entiendes, Hu-lan, tal vez tu concepto de un hombre rico sea distinto, pero es el primer hombre de la provincia que se ha hecho millonario.

Hu-lan le dijo que Siang le había comentado que su padre no era millonario.

– Seguro que Tang Dan no hablaba de negocios con su hija.

– Pero sí contigo.

He estado sola muchos años, sin depender de nadie. He criado y sacrificado animales. He comprado semillas y cultivado la tierra. He contratado personal para la cosecha, pero la he vendido yo sola. Tang Dan y yo nos entendemos.

– ¿Y hablabais de su dinero? -preguntó Hu-lan con escepticismo.

– Liu Hu-lan, mira alrededor. Además del trabajo duro no hay nada. Bueno, la gente puede ir al pueblo a ver la televisión en el bar. Algunas personas, como Tang Dan, hasta tienen su propio televisor. Pero ¿qué tienen que ver conmigo unas chicas americanas medio desnudas de pechos grandes enfundados en bikinis?

Hu-lan comprendió que se refería a la serie Los vigilantes de la playa, muy popular en China por las protagonistas vestidas con biquini.

– Para la gente joven como Miao-shan, Tsai Bing y Siang, es un paraíso del que quieren forma parte. Para la gente vieja como yo, sólo nos hace soñar en lo que nunca tendremos.

– No eres vieja.

– Tenemos la misma edad, pero no hay más que vernos. Tú empiezas tu vida y yo la estoy terminando.

Hu-lan pudo haberlo negado, pero optó por preguntar:

– Háblame de Tang Dand.

– Nos vemos desde hace muchos años, desde la muerte de su esposa y de Shao-yi. Nos limitamos a hablar y casi siempre de nuestras penas. Tang Dan y yo crecimos en la misma zona, pero nuestras vidas han sido tan diferentes como la tuya y la mía. Aunque ambos nacimos después de la Liberación, las familias mantuvieron las antiguas tradiciones, como suele ocurrir en las zonas rurales. Al ser varón, siempre estuvo bien alimentado y cuidado. Yo, como mujer, casi no era considerada un miembro de la familia. Mi padre me trataba muy mal, me daban poca comida y no tenía un lugar donde dormir. Mi madre no podía protestar, ya que había sido vendida a mi padre por unos pocos yuanes durante una hambruna. Cuando llegó al Revolución Cultural todo cambió.

Como conocía la versión de Siang sobre estos hechos, Hu-lan escuchó en busca de discrepancias, pero la historia era la misma. La familia de Tang Dan fue disuelta y él pasó varios años en un campo de trabajo.

Su-chee continuo evocando sus recuerdos.

– Para mí, esos primeros años de la Revolución fueron la gloria. No pensé que pudiera ser tan feliz. Me enviaron a la granja Tierra Roja para educar a gente como tú. Me libré de la asfixia del pueblo. Estaba bien alimentada. Las chicas de la ciudad se quejaban de la comida, pero era la primera vez en mi vida que comía tres veces al día, todos los días. Después, otro cambio. Al final de la Revolución Cultural me casaron con alguien que tenía malos antecedentes. Tang Dan también estaba marcado. Por primera vez teníamos algo en común.

Su-chee describió sus vidas. El nacimiento de los hijos. El ciclo de las estaciones. Las hambrunas y sequías. La muerte de los respectivos cónyuges.

Y la eterna esclavitud para arrancarle el sustento a la tierra. Pero, al contrario que en la granja de Su-chee, en la finca de Tang Dan el trabajo duro había dado frutos.

– Hago lo que puedo. La tierra es buena, pero tengo que regarla yo sola. Desde que se hizo rico, Tang Dan ha contratado hombres para regar y sembrar.

Pero estas circunstancias no acallaron los rumores de los campesinos sobre los Tang.

– Dicen que la familia Tang mantuvo oculto el oro hasta que supo que estaba a salvo. ¡Qué tontería! yo los he visto trabajar de sol a sol y su riqueza procede de sus esfuerzos. Aunque es algo de lo que Tang Dan no habla, ni siquiera con su hija. Especialmente con su hija.

– ¿Por qué?

– Por dos motivos. En primer lugar, como la mayoría de la gente joven del pueblo, se vuelve loca por el mundo exterior. ¡Tang Dan no está dispuesto a pagar sus caprichos! Y en segundo lugar, hace un par de años que está negociando con una familia el precio de la novia y la dote. No quiere pagar más de lo debido.

Algunas de estas costumbres anticuadas estaban prohibidas, pero eso no evitaba que persistieran en las zonas rurales lejos de los ojos vigilantes del gobierno central.

– ¿Te habrías casado con Tang Dan por amor o por su fortuna?

– ¿Por amor? Tengo un gran respeto por Tang Dan y hubiera cumplido con mi deber como esposa, pero me habría casado con él porque pensaba que enviaría a Miao-shan a la escuela superior o a la Universidad de Pekín.

Sorprendida, Hu-lan preguntó:

– ¿Habría sido admitida?