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– No lo solicitó. Dijo que lo haría sin ayuda de nadie, lo cual fue una suerte, ya que en cuanto Miao-shan terminó los estudios Tang Dan dejó de pedirme en matrimonio.

– Pero ha vuelto a pedírtelo.

Su-chee asintió.

– Varias veces, desde la muerte de Miao-shan. Dice que no debo estar sola y que cuando Siang se marche casada a otro pueblo, también él se quedará solo. Pero le he contestado que no. Me propuso un matrimonio sin relaciones sexuales, se hace cargo de que estoy desolada por la muerte de mi hija, pero tampoco he aceptado. Anoche, cuando estaba aquí, me dijo que podía comprarme las tierras para que dejara este lugar de tristes recuerdos.

“Me pagaría lo suficiente para trasladarme a Taiyuan y vivir sin apuros el resto de mi vida. Le di las gracias, pero tuve que negarme. Ahora soy la última de la familia y sólo me quedan lo recuerdos. Los buenos y los malos están aquí, no en Taiyuan. Dejar este lugar supondría renegar de mi vida.

Lo que era evidente para Hu-lan, parecía invisible para Su-chee. Durante la época en que Miao-shan había vuelto a casa, era probable que Tang Dan hubiera puesto sus ojos en ella. Por el motivo que fuera, había sido rechazado. Ahora que Miao-shan había muerto -y no descartaba que él fuera el asesino, movido por el despecho- volvía a rondar a Su-chee. Su hija era hermosa y joven y, como le había dicho Hu-lan, eran motivos suficientes para cualquier hombre de mediana edad. Pero ¿y en el caso de Su-chee? Según el refrán, una familia sin una mujer era como un hombre sin alma. Sin embargo, Tang Dan era muy rico, podía tener a cualquier mujer que quisiera. Incluso comprar a una jovencita de otra provincia para demostrar su virilidad. ¿Por qué escogería a una campesina prematuramente envejecida a la que no le quedaban muchos años por delante? La única respuesta era que Tang Dan quería algo de la familia Ling. Hu-lan decidió cambiar de tema, ya que necesitaba saber otras cosas de Miao-shan.

– Tu hija intentaba organizar a las mujeres de la fábrica. ¿Lo sabías?

El canto de las cigarras era monótono y el aire pegajoso.

– Quería que fueran a la huelga para exigir mejoras laborales -reconoció al fin Su-chee-. Ése, y no un hombre, era le motivo de que se quedara en la fábrica durante los fines de semana.

– Lo sabías, pero no me lo dijiste.

– Pensé que si sabías que mi hija era una agitadora no vendrías. Tu trabajo es castigar a los delincuentes, no ayudarlos.

Hu-lan no supo cómo rebatir la verdad que encerraba aquel comentario.

– Necesito saber exactamente lo que hacía Miao-shan.

– Te diré lo que sé. Era inteligente, como tú, pero no tuvo las mismas oportunidades. Yo estaba orgullosa de ella, pero no le bastaba. Se supone que una madre siempre está orgullosa de sus hijos. “¿De qué sirve que estés orgullosa de mí?” solía decirme. ¿Conoces el viejo proverbio que dice “quien quiere pegar a un perro siempre encuentra un palo”?

Hu-lan no lo conocía, pero comprendió el significado.

Miao-shan era una chica furiosa que quería luchar. Pero como campesina pobre e inteligente, había tenido tan pocas posibilidades de utilizar el cerebro como de luchar. Y Knight International le dio la oportunidad.

– Volvía a casa con consignas como “¡Guerra al individualismo!”, “¡Abajo la arrogancia capitalista!”, “¡Muera el revisionismo!”, “¡La rebelión es un derecho!” que se me clavaban en el corazón como puñales.

– Eran consignas de la Revolución Cultural. ¿Se las enseñaste tú?

– ¿Yo? ¡Jamás! Quería olvidarme de esos tiempos.

– ¿Dónde las aprendió entonces?

– No lo sé.

– ¿En la fábrica? ¿En la escuela? ¿De los vecinos? ¿De Tang Dan?

– No lo sé. Lo único que sé es que me asustaban no sólo por su contenido sino porque ella estaba dispuesta a cambiar el significado para sus propios fines.

– ¿A qué te refieres?

– Un árbol puede quedarse inmóvil, pero el mundo no se detendrá -citó Su-chee.

– Lo recuerdo. Mao quería decir que la lucha de clases era inevitable. Miao-shan debía de aplicarla a los patronos estadounidenses.

– Exacto, pero lo que me aterrorizaba era que se veía como un huracán, con tanta fuerza como para arrastrar a los demás. -Su-chee guardó el termo, se incorporó y cogió la azada-. Mi tormento es que siempre la miré con ojos de madre. Desde que la vi ahorcada ante mis ojos me he maldecido por negarme a verla como era en realidad. Mi ceguera me impidió alejarla del peligro. He fracasado como madre, no supe proteger a mi hija.

Su-chee desapareció entre la verde cortina vegetal, con un crujido de tallos secos.

Hu-lan no se movió. Su mente se debatía con las contradicciones de Miao-shan. A juzgar por sus pertenencias se había ido occidentalizando. Sin embargo, por las palabras de Su-chee parecía una acérrima comunista de la vieja escuela. ¿En cuál de los dos papeles fingía? En cierta forma no importaba, ya que su personalidad afloraba incluso con las contradicciones. Hu-lan comprendía a la chica, porque en un momento de su vida había sido como ella. Años atrás había estado poseída por el fervor político, con lamentables consecuencias.

Miao-shan también estaba impregnada de un celo comunista que podía ser peligroso en la nueva China. Fue a la fábrica y comprendió que podía sacar provecho. Desde su perspectiva actual, más sensata y dolorida, Hu-lan veía que las oportunidades eran escasas y arriesgadas. Miao-shan, como ella misma, era inteligente y hermosa, pero poseía además otro atributo: la habilidad de hacerse atractiva para una amplia variedad de hombres con los que sabía ser bastante persuasiva. La pregunta era: ¿la habían matado por sus manipulaciones amorosas o políticas?

La insistente bocina de un coche la devolvió a la realidad. Consultó el reloj y vio lo tarde que era. Corrió hasta la casa de Su-chee, donde la estaban esperando David y Lo.

– ¿Dónde estabas? Tenemos que ir al aeropuerto -dijo David.

– Estoy lista.

La mirada que intercambiaron David y Lo decía otra cosa.

– Estás… eh… sucia -dijo David abandonando cualquier pretensión de diplomacia.

Hu-lan sacó agua del pozo, metió los brazos en el cubo, se los restregó bien y se lavó la cara. Vertió el agua sucia y llenó otro cubo al tiempo que decía:

– Inspector Lo, saque mi bolsa del maletero y póngala en el coche.

Se echó agua sobre la cabeza, al sacudió y se alisó el pelo hacia atrás.

– Ya está. En marcha.

Se despidió a gritos de Su-chee, que estaba en el otro extremo del campo, y se sentó en el coche, al lado de David. Lo puso el vehículo en marcha y las ruedas chirriaron sobre el camino de tierra levantando una nube de polvo. Mientras Hu-lan rebuscaba en la maleta, David le explicó su poco productiva jornada. No había podido hablar con Sun. La visita al complejo Knight por parte del equipo de Tartan había ido bien, lo cual significaba que no habían visto ni la cafetería ni el dormitorio. La fábrica estaba desierta. En cuanto a su conversación con Randall Craig, su otro cliente, lo único que dijo era que había ido mal.

Cuando terminó, Hu-lan tenía sobre el espacio del asiento que les separaba un cepillo, una pinza para el pelo, un par de sandalias y el vestido de seda que había llevado la noche anterior.

– Inspector Lo, mantenga la vista al frente -ordenó.

Se quitó la ropa sucia y se puso el vestido. Con el cabello recogido en la nuca con la pinza, estaba de lo más elegante.