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– Bueno, pues haremos eso y hoy mismo mandaré un hombre al Sur para que busque a mi hijo y le traiga aquí para casarse. Y entonces tienes que prometerme que recobrarás las fuerzas, que te olvidarás de la muerte y te pondrás bien, porque sin ti la casa es como una cueva de bestias.

Dijo esto para que estuviera contenta, y ella lo estuvo, aunque ya no habló más, sino que se recostó de nuevo y cerró los ajos, sonriendo un poco.

Wang Lung, pues, envió un mensajero y le ordenó:

– Dile a tu joven señor que su madre está muriéndose y que su espíritu no puede hallar paz hasta que le vea casado, y que si me estima a mi, a su madre y a esta casa, regresará sin perder momento, pues dentro de tres dial a contar desde ahora tendré preparados los festejos y la gente invitada para su matrimonio.

Y como Wang Lung lo dijo, así lo hizo. Le ordenó a Cuckoo preparar una fiesta lo mejor que supiese y llamar cocineros de la casa de té de la ciudad para ayudarla, y puso plata en sus manos generosamente, diciéndole:

– Haz como se hubiera hecho en la casa grande en una ocasión así, y cuando se acabe esta plata no faltará otra.

Entonces fue al pueblo e invitó a cuantos hombres y mujeres conocía, y fue a la ciudad e invitó a sus conocidos de las casas de té y de los mercados de granos. Y a su tío le dijo:

– Invitad a quien queráis para la boda de mi hijo; invitad a vuestros amigos o a los amigos de vuestro hijo.

Esto se lo dijo porque recordaba siempre quién era su tío, y, desde la hora en que lo supo, Wang Lung le trataba cortésmente y como a un invitado de honor.

La noche antes del día de su boda, el primogénito de Wang Lung llegó a la casa, y al verle entrar, Wang Lung olvidóse de todas las tribulaciones que el muchacho le había ocasionado. Su ausencia había durado dos años y ya no era un adolescente, sino un hombre alto y gallardo, de cuerpo cuadrado, mejillas encendidas y pelo negro y corto, brillantemente aceitado. Iba vestido con una larga toga de satén rojo, como las que se encuentran en las tiendas del Sur, y llevaba una chaquetilla de terciopelo negro, sin manchas. El corazón de Wang Lung estallaba de orgullo por su hijo, y se olvidó de todo excepto de esto: de que era su hijo, y le condujo ante su madre.

Entonces el joven se sentó junto a la cama de O-lan y las lágrimas acudieron a sus ojos al verla así, pero no dijo más que palabras alegres como:

– Estáis mucho mejor de lo que dicen y muy lejos de la muerte. Pero O-lan contestó simplemente:

– Te veré casado y luego me moriré.

Ahora bien, la doncella que había de casarse no tenía, naturalmente, que ser vista por el joven, y Loto se la llevó a sus habitaciones a fin de prepararla para la boda, cosa que nadie podía hacer mejor que Loto, Cuckoo y la mujer del tío de Wang Lung. Las tres se ocuparon de la doncella y en la mañana de su boda la lavaron de pies a cabeza, le ciñeron los pies de nuevo con lienzos blancos, le pusieron medias nuevas y Loto la untó con un fragante aceite de almendras de su pertenencia. Entonces la vistieron con unas ropas que había traído de su casa: blanca seda junto a su carne virginal; luego una ligera túnica de fina lana de oveja, de la más rizada, y encima el traje de satén rojo de la boda. Y le frotaron la frente y con un cordoncillo hábilmente atado le arrancaron los cabellos de la virginidad: la franja sobre las cejas, dejándole la frente alta, pura y cuadrada como convenía a su nuevo estado. Hecho esto, la pintaron con polvos y carmín y le cepillaron las cejas, afinándolas y convirtiéndolas en dos estrechas líneas. Luego le colocaron sobre la cabeza la corona de novia y el velo de abalorios, le calzaron los menudos pies con zapatos bordados, le colorearon las puntas de los dedos, le perfumaron las manos y así quedó dispuesta para la boda. La muchacha consentía a todo, pero con desgana y timidez, como era propio y correcto.

Entonces Wang Lung, su tío, su padre y los invitados se reunieron en el cuarto central y la doncella entró sostenida por su servidora y por la mujer del tío de Wang Lung, y entró con modestia, la cabeza inclinada correctamente y andando como si no quisiera casarse y hubiera de ser sostenida y llevada a ello. Eso demostraba su gran recato, y Wang Lung se sintió satisfecho y se dijo que era una doncella decorosa.

Después entró el hijo de Wang Lung, vestido como había llegado, con su toga roja y su chaqueta negra, y llevaba el pelo brillante y el rostro recién afeitado. Tras él venían sus dos hermanos. y Wang Lung creía estallar de orgullo viendo esta procesión formada por sus gallardos hijos, en los que su sangre había de continuarse.

En cuanto al anciano, que nada había comprendido de lo que estaba pasando, oyendo solamente fragmentos de lo que le decían a gritos, comprendió ahora de pronto y cloqueó con su risa cascada diciendo una y otra vez con su vieja voz temblorosa:

– ¡Hay una boda, y una boda significa otra vez hijos y nietos!

Y se rió de tan buena gana que todos los invitados se rieron con él al ver su gozo, y Wang pensó que si al menos O-lan hubiese podido estar levantada aquel día, hubiera sido en verdad un día dichoso.

Durante todo el tiempo, Wang Lung miró rápida y secretamente a su hijo para ver si éste miraba a la doncella, y vio que sí, que le dio una mirada con el rabillo del ojo, pero esto bastó, pues se le vio en seguida muy complacido y alegre, y Wang Lung se dijo con orgullo: "Le he escogido una que le gusta."

Entonces el joven y la doncella se inclinaron ante Wang Lung y su padre, y luego entraron en el cuarto de O-lan, que se había hecho vestir con su mejor túnica negra. Cuando los jóvenes entraron, se sentó en la cama, y Wang Lung, al ver las dos rosetas rojas que le encendían las mejillas, creyó que eran signo de salud y dijo en voz alta:

– ¡Ahora se pondrá bien de nuevo!

Los dos jóvenes se acercaron a O-lan y se inclinaron ante ella, y la enferma dio unos golpecitos sobre la cama y dijo:

– Sentaos aquí y bebed el vino y comed el arroz de vuestras bodas para que yo lo vea. Y éste habrá de ser vuestro lecho conyugal, ya que yo pronto no lo necesitare y seré llevada fuera.

Nadie le contestó cuando dijo esto, pero los dos jóvenes se sentaron uno junto al otro, tímidos y silenciosos, y entonces la mujer del tío de Wang Lung entró en el cuarto, con toda la importancia que requería la ocasión, trayendo dos tazones de vino de los que bebieron, separadamente primero y luego mezclando el vino de los dos tazones; y comieron arroz y mezclaron ambas porciones, lo que significaba que sus vidas se habían unido y que estaban casados. Entonces se inclinaron ante O-lan y ante Wang Lung y, saliendo a la otra habitación, se inclinaron juntos ante los invitados reunidos.

En seguida dio comienzo la fiesta, y los patios y las habitaciones se llenaron de mesas, de olor a comida y de rosas, pues los invitados habían venido de cerca y de lejos y allí estaban aquellos a quienes Wang Lung había invitado y, con ellos, muchos a quienes Wang Lung no viera jamás en su vida, pues se sabía que era un hombre rico y que la comida no sería escatimada en una ocasión como aquélla. Cuckoo había hecho venir cocineros de la ciudad, pues tenían que servirse muchas exquisiteces de las que no es posible confeccionar en una cocina de labradores, y los cocineros llegaron trayendo enormes cestas de comida ya guisada y que sólo hacía falta calentar para poderse servir, y se daban mucha importancia blandiendo sus delantales y yendo de aquí para allá con gran celo. Y todos comían y bebían cuanto les era posible, y todos estaban muy alegres.

O-lan quiso tener todas las puertas abiertas y las cortinas corridas para poder oír las voces y las risas y percibir el olor de la comida, y una vez y otra le decía a Wang Lung, que entraba a menudo a preguntarle cómo seguía:

– ¿Tiene todo el mundo vino? ¿Está bien caliente el plato de arroz dulce que debe estar en el centro de la fiesta, y le han puesto llana la medida de azúcar y manteca, y las ocho frutas?

Cuando Wang Lung le aseguró que todo estaba conforme a su deseo, pareció contenta y permaneció tranquila, escuchando.

Luego la fiesta terminó, los invitados partieron y llegó la noche. Y al apagarse los ecos de la fiesta y hacerse el silencio en la casa, las fuerzas abandonaron a O-lan y quedó débil y agotada y, llamando a los dos recién casados, les dijo:

– Ahora estoy contenta y esta cosa que tengo en las entrañas puede hacer lo que quiera. Hijo mío, mira por tu padre y por tu abuelo. Hija mía, mira por tu esposo, y por su padre, y por su abuelo, y por la pobre tonta que está ahí, en el patio. Y no tienes obligaciones con nadie más.

Esto último lo dijo refiriéndose a Loto, con quien nunca había hablado. Luego cayó en un sopor agitado, pero todavía se quedaron con ella esperando que hablase de nuevo. Una vez más se incorporó para hacerlo, pero habló como si no supiera que estaban allí y aun como si no supiera dónde ella misma se encontraba, pues dijo susurrando y volviendo la cabeza a un lado y a otro con los ojos cerrados:

– Bueno, y si soy fea, as¡ y todo he tenido un hijo; aunque no soy más que una esclava, hay un hijo en mi casa.

Y de pronto volvió a decir:

– ¿Cómo tiene aquélla que alimentarle y cuidarle como yo le cuido? ¡La belleza no da hijos!

Y se olvidó de todos y se quedó quieta, musitando. Entonces Wang Lung hizo seña a los jóvenes de que se fueran, y él se sentó al lado de O-lan, mientras ésta dormía y se despertaba inquietamente, y se la quedó mirando. Y Wang Lung se odió a si mismo, porque ahora que O-lan estaba muriéndose, él veía de qué manera más horrible sus anchos labios amoratados se apartaban de los dientes, descubriéndolos. De pronto, mientras la miraba, ella abrió los ojos, que parecían empañados por una extraña niebla, pues miró a Wang Lung y lo volvió a mirar asombrada fijamente, como si no supiese quién era. Y de pronto dejó caer hacia atrás la cabeza, que resbaló de la almohada redonda en que se apoyaba, se estremeció y se quedó muerta.

Una vez muerta O-lan, le pareció a Wang Lung que le era imposible permanecer con ella y llamó a la mujer de su tío para que lavase el cuerpo y lo preparase para el entierro, y cuando esto estuvo hecho no quiso entrar de nuevo en la habitación, sino que dejó que la mujer de su tío, su hijo mayor y su nuera colocasen el cuerpo en el ataúd que él había comprado. Pero, para consolarse, él se ocupó de ir a la ciudad y traer hombres que sellasen el ataúd, según era costumbre, y fue a ver a un agorero y le preguntó qué día podía escoger que fuese afortunado para entierros. El agorero encontró uno que era dentro de tres meses, y, como éste era el más próximo que podía encontrar, Wang Lung le pagó y se fue al templo de la ciudad, donde entró en tratos con el abad para que le alquilase un espacio donde tener el ataúd durante tres meses. Y el ataúd de O-lan fue traído al templo, pues le parecía a Wang Lung que no podría sufrir tenerlo ante sus ojos en la casa.