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XXXIV

Entonces, como se enciende el otoño con falsos resplandores de estío antes de caer en el invierno, así ocurrió con el rápido amor de Wang Lung por Flor de Peral. La breve llamarada se apagó y con ella la pasión. Wang Lung amaba a Flor de Peral, pero sin fiebre.

Y al apagarse aquella llamarada, se quedó de pronto frío de vejez; súbitamente era un anciano. Sin embargo, Wang Lung amaba a Flor de Peral y era un consuelo para él tenerla consigo. Ella le servía lealmente y con una paciencia superior a sus años, y él la trataba siempre con suma bondad y su cariño hacia ella era, cada vez más, el cariño de un padre hacia una hija.

Y por él, Flor de Peral era también buena con su pobre tonta, y esto era un consuelo para Wang Lung. Un día le confesó algo que había tenido largamente en el pensamiento: él había pensado muchas veces en lo que sería de su pobre tonta cuando él muriese, ya que no había nadie más que él que se preocupase por ella y por si había comido o no había comido; así es que un día fue a la tienda de medicinas y compró un paquetito de una materia blanca y venenosa diciéndose que se lo daría a comer a su tonta cuando viera que la hora de su muerte se acercaba. Pero Wang Lung temía a esto más que a su propia muerte, y ahora era un consuelo para él ver la lealtad de Flor de Peral, a quien llamó una vez y le dijo:

– No tengo a nadie más que a ti a quien pueda confiar mi pobre tonta cuando yo me vaya; y ha de vivir muchos años después que yo haya muerto, ya que su mente no padece tribulaciones ni tiene nada que la mate ni ninguna preocupación que la atormente. Y bien sé que cuando me haya ido nadie se tomará la molestia de alimentarla, de protegerla de la lluvia y del frío del invierno ni de sentarla al sol del verano, y tal vez la manden a vagar por las calles… a esta pobre criatura que siempre ha tenido el cuidado de su madre o el mío. Ahora bien, en este paquetito hay una puerta de salvación para ella; después que yo haya muerto, mézclale esto en el arroz, dáselo a comer y podrá seguirme adonde yo me halle. Y así estaré tranquilo.

Pero Flor de Peral se apartó de aquello que Wang Lung le mostraba y dijo con su voz suave:

– Yo que apenas puedo matar un insecto, ¿cómo he de poder destruir esa vida? No, mi señor; pero haré otra cosa: tomaré para mí esta pobre tonta porque vos habéis sido bueno conmigo…, más bueno que nadie y el único ser bueno de mi vida.

Y Wang Lung podía haber llorado al oír esto, porque nadie le había jamás correspondido así, y su corazón se asió a ella, y le dijo:

– Así y todo, hija mía, tómalo, porque no hay nadie en quien confíe tanto como en ti, pero aun tú has de morir, aunque no puedo pronunciar estas palabras, y después de ti no queda nadie…, no, nadie, pues las esposas de mis hijos están demasiado ocupadas con sus niños y sus disputas, y mis hijos son hombres y no pueden pensar en estas cosas.

Cuando vio lo que quería decir, Flor de Peral cogió el paquete y no habló más, y Wang Lung confió en ella y se sintió consolado y tranquilo por el destino de su pobre tonta.

Entonces Wang Lung se adentró más y más en su vejez, viviendo muy aislado y solo con Flor de Peral y su pobre tonta. Algunas veces miraba a Flor de Peral y se sentía preocupado; entonces le decía a la muchacha:

– Esta vida es demasiado quieta para ti, hija mía.

Pero ella contestaba siempre suavemente y con inmensa gratitud:

– Es tranquila y segura.

A veces él repetía:

– Yo soy demasiado viejo para ti, y mi fuego es ceniza. Pero ella contestaba siempre con reconocimiento:

– Sois bondadoso conmigo, y no deseo más de ningún hombre. Una vez, cuando decía esto, Wang Lung sintió curiosidad y le preguntó:

– ¿Qué ha sido lo que en tu tierna edad te ha hecho tan temerosa de los hombres?

Y al mirarla, en espera de contestación, vio un inmenso terror en sus ojos, y ella se los cubrió con las manos y murmuró:

– ¡Odio a todos los hombres, excepto a vos…, a todos, hasta a mi padre, que me vendió! Sólo he oído cosas malas de ellos y los odio a todos.

Y él dijo, pensativo:

– Yo hubiera dicho que vivías tranquila y fácilmente en mi casa…

– Estoy llena de repugnancia -dijo ella mirando hacía otro lado-. Estoy llena de repugnancia y los odio a todos. Odio a todos los hombres jóvenes.

Y no quiso decir nada más. Wang Lung se quedó pensando en ello y sin saber si es que Loto le había contado historias de su vida y llegó a amenazarla, o si es que la había asustado Cuckoo con su lascivia, o si es que le había sucedido algo secretamente y no quería decírselo a él, o qué es lo que era.

Pero suspiró y cesó de hacerle preguntas, porque, por encima de todo, ahora quería paz, y sólo deseaba poder sentarse tranquilamente en su patio y cerca de aquellos dos seres.

As¡, pues, vivía Wang Lung, y así la vejez caía sobre él día tras día y año sobre año. Ahora dormía al sol inquietamente, como su padre lo había hecho, y se decía que su vida estaba terminada y que se hallaba satisfecho de ella.

A veces, pero raramente, iba a los otros departamentos, y a veces, pero más raramente aún veía a Loto, que jamás le hablaba de la joven que había tomado y le recibía bastante bien, pues ella también era vieja y estaba satisfecha con los manjares y los vinos que amaba y con el dinero que conseguía con sólo pedirlo. Loto y Cuckoo eran, después de tantos años, más bien dos amigas que ama y servidora, y se sentaban juntas a hablar de esto y de lo otro, y principalmente de sus antiguos tiempos entre hombres, susurrando cosas que no se atrevían a decir en voz alta, y comiendo, bebiendo y durmiendo, despertándose para murmurar antes de empezar a comer y a beber de nuevo.

Y cuando Wang Lung entraba, cosa que hacía muy de tarde en tarde, en los departamentos de su hijos, le recibían cortésmente y corrían a buscarle té y él pedía que le enseñaran la última criatura y preguntaba muchas veces, pues lo olvidaba con facilidad:

– ¿Cuántos nietos tengo ahora?

Y alguien le contestaba prontamente:

– Once hijos y ocho hijas tienen juntos vuestros hijos. Y él, riéndose, decía:

– Añado dos cada año y sé el número, ¿no es cierto?

Luego se sentaba un rato y miraba a los niños que se agrupaban en torno a él, contemplándole. Sus nietos eran ahora unos muchachos espigados y él los escudriñaba atentamente para ver cómo eran, y se decía:

– Ese tiene la cara de su bisabuelo, y ahí está un pequeño negociante Liu, y aquí yo mismo cuando era joven.

Y les preguntaba:

– ¿Vais al colegio?

– Si, abuelo -le contestaban a coro.

Y él volvía a decir:

– ¿Estudiáis los Cuatro Libros?

Entonces ellos se reían, con mofa juvenil, de un hombre tan viejo como éste, y decían:

– No, abuelo; nadie estudia los Cuatro Libros desde la Revolución.

Y él contestaba pensativo:

– He oído hablar de una revolución, pero he estado demasiado atareado en mi vida para ocuparme de ella. Había siempre la tierra.

Pero los muchachos se reían de esto, y al fin Wang Lung se levantaba, sintiéndose únicamente como un huésped en los departamentos de sus hijos.

Y pasado algún tiempo no volvió más, pero a veces le preguntaba a Cuckoo:

¿Están ya en paz mis dos nueras, después de todos estos años?

Y Cuckoo escupió en el suelo y respondió:

– ¿Esas? Están en paz como los gatos que se observan. Pero el hijo mayor empieza a cansarse de las continuas querellas de su esposa… Es una mujer demasiado digna para un hombre, y se pasa la vida hablando de lo que hacían en casa de su padre, y acaba por cansar. Se habla de que vuestro hijo quiere tomar otra esposa. Va a menudo a las casas de té.

– ¡Ah! -dijo Wang Lung.

Pero cuando quiso pensar en ello, su interés en el asunto se desvaneció y sin darse cuenta se halló pensando en su té y en que el airecillo primaveral soplaba frío sobre sus hombros.

Otra vez le preguntó a Cuckoo:

– ¿Y sabe alguien algo de mi hijo menor, y en dónde ha estado todo este tiempo?

Y Cuckoo contestó, pues no ocurría nada en aquella casa que ella no supiera:

– Bueno, no escribe nunca, pero de vez en cuando llega alguien del Sur y dice que es un oficial militar y bastante importante dentro de una cosa que llaman allí revolución; pero no sé lo que es esto…, quizás algún negocio.

Y Wang Lung dijo otra vez:

– !Ah!

Y hubiera pensado en ello, pero estaba cayendo la noche y los huesos le dolían en el aire que soplaba, crudo y helado, cuando el sol se ponía. Sus pensamientos iban ahora hacia donde querían y no podía fijarlos largamente en una misma cosa. Y la necesidad que sentía su viejo cuerpo de comida y de té caliente era más fuerte que todo. Pero por la noche, cuando tenía frío, el cuerpo cálido y joven de Flor de Peral yacía contra él y se sentía consolado en su vejez con el dulce calor que entibiaba su lecho.

Así la primavera se esfumó una y otra vez, y según los años pasaban la sentía llegar más vagamente. Pero todavía algo quedaba vivo en él, y esto era su amor por la tierra. Se había marchado de ella y vino a fijar su residencia en la ciudad y era rico. Pero sus raíces estaban en la tierra, y aunque la olvidara durante meses, cada año, cuando llegaba la primavera, tenía que salir a la tierra; y aun ahora, cuando ya no podía coger el arado ni hacer nada, más que mirar cómo otro lo conducía a través de la tierra, aun ahora sentía la necesidad de ir, e iba. Algunas veces se llevaba un criado y dormía otra vez en la vieja casa de tierra, en la vieja cama donde había engendrado hijos y donde O-lan había muerto. Al amanecer se levantaba y salía, y con sus manos temblorosas cogía un brote de sauce o una ramita de melocotonero en flor y lo conservaba todo el día en la mano.

Así vagaba un día, hacia el final de la primavera; y atravesando sus campos llegó hasta el lugar cercado de la colina donde había enterrado a sus muertos. Se detuvo, apoyándose temblorosamente en su bastón, y, mirando las tumbas, los recordó a todos. Los veía más claramente que a sus propios hijos, que vivían con él en su casa; más claramente que a nadie, excepto a su pobre tonta y a Flor de Peral. Y sus pensamientos retrocedieron a tiempos lejanos y los vio a todos claramente, hasta a su hijita segunda, de la que no había oído nada hacía tanto tiempo que no recordaba cuánto, y la veía tal como había sido: una linda doncellita con los labios delgados y rojos como una hebra de seda… Y para él era lo mismo que estos que yacían aquí en la tierra. Entonces se quedó meditativo y, de pronto, pensó: