¿Pero por qué, padre mío? -insistió el joven-. Vos sois un hombre que no necesita tener a sus hijos como siervos. No está bien. La gente dirá que tenéis un corazón mezquino. "Hay un hombre que convierte a su hijo en un patán mientras él vive como un príncipe." Eso es lo que diría la gente.
El joven habló así inteligentemente, pues sabía que su padre daba gran importancia a lo que la gente dijese de él, y continuó:
– Podríamos llamar a un preceptor para que le enseñase, y luego mandarle a un colegio del Sur y allí podría aprender. Y ya que estoy yo en la casa para ayudaros y mi hermano segundo en el comercio, dejad que el muchacho escoja lo que quiera.
Entonces Wang Lung dijo al fin:
– Hazle venir aquí.
Cuando llegó el muchacho, al cabo de unos momentos, permaneció en pie ante su padre, y Wang Lung le miró atentamente para ver cómo era. Y vio que era un mozo alto y delgado, nada parecido a su padre ni a su madre, excepto en que tenía belleza de la que había habido en ella; en realidad era el más hermoso de todos los hijos de Wang, con excepción de la hija segunda, que se había ido con la familia de su marido y ya no pertenecía a la casa de Wang. Pero a través de la frente del muchacho, y casi estropeando su belleza, aparecían sus dos negras cejas, demasiado negras y pesadas para su pálido rostro juvenil. Cuando fruncía el ceño, y lo fruncía a menudo, estas cejas se juntaban hoscamente en una línea recta y negra.
Wang Lung miró a su hijo y, cuando lo hubo contemplado bien, exclamó:
– Tu hermano mayor dice que deseas aprender a leer. Y el muchacho respondió moviendo apenas los labios:
– Si.
Wang Lung sacudió la ceniza de la pipa y con el pulgar empujó hacia dentro el tabaco nuevo.
– Bueno, supongo que eso quiere decir que no podré tener un hijo en mis propias tierras, yo que tengo hijos y de sobra.
Dijo esto con amargura, pero el muchacho no contestó nada. Permaneció quieto y silencioso, erguido dentro de su túnica blanca de verano, y al fin Wang Lung se encolerizó por su silencio y le gritó:
– ¿Por qué no hablas? ¿Es cierto que no quieres ir a la tierra? Y de nuevo él contestó con una sola palabra:
– Si.
Entonces Wang Lung le miró otra vez y se dijo que estos hijos suyos eran demasiado para él a su avanzada edad, que eran una preocupación y una carga y que no sabía qué hacer con ellos. Y gritó de nuevo, sintiéndose maltratado por estos hijos suyos:
– ¿Qué me importa lo que hagas? ¡Fuera de mi presencia!
El muchacho desapareció rápidamente y Wang Lung se quedó solo y se dijo que, al fin y al cabo, sus dos hijas eran mejor que sus hijos; una, pobre tonta, nunca quería nada más que un poco de cualquier comida y su trozo de tela para jugar; y la otra estaba casada y fuera de casa. Y el crepúsculo cayó sobre el patio y Wang Lung quedó encerrado en él solitariamente.
Sin embargo, cuando su cólera se calmaba, Wang Lung dejaba siempre que sus hijos hicieran lo que querían, y llamando a su hijo mayor le dijo:
– Toma un preceptor para el tercero, si lo desea, pero que no me moleste a mí con ello.
Y llamó a su hijo segundo y le dijo:
– Ya que no he de tener un hijo en las tierras, es tu deber cuidarte de los arriendos y de la plata que viene de cada cosecha. Tú has de pesar y medir y serás mi intendente.
Esto le gustó al hijo segundo, pues significaba que el dinero pasaría por sus manos y que así al menos sabría lo que entraba y podría quejarse a su padre si en la casa se gastaba más de lo que era suficiente.
Este hijo segundo le parecía a Wang Lung más raro todavía que sus otros hijos, pues hasta en el día de su boda, que llegó al fin, cuidó de que no hubiera derroche de carnes y vinos y dividió las mesas cuidadosamente, reservando los mejores platos para sus amigos de la ciudad, que conocían su valor, y para los arrendadores y gente de campo preparó mesas en los patios y a éstos les dio platos y vinos de segundo orden, ya que estaban acostumbrados a comer ordinariamente y para ellos una comida un poco mejor era muy buena.
Vigiló también el dinero y los regalos que llegaban, y a los criados y esclavas les dio lo menos que podía darles, tanto que Cuckoo sonrió con escarnio cuando le puso en la mano dos mezquinas piezas de plata, y dijo en presencia de muchos:
– Una familia verdaderamente grande no es tan cuidadosa con la plata. Bien puede verse que esta familia no pertenece en verdad a esta casa.
El hijo mayor le oyó decir esto y, avergonzado y temeroso de su mala lengua, le dio más plata en secreto y se enfureció con su hermano segundo. Así, pues, hubo discusión entre ellos aun en el mismo día de la boda, cuando los invitados se sentaban en torno a las mesas y cuando la silla de la novia entraba en la casa.
En cuanto a sus propios amigos, el hijo mayor sólo invitó a unos cuantos y de los menos importantes, porque estaba avergonzado de la tacañería de su hermano y porque la novia era sólo una muchacha pueblerina. Y se quedó aparte, desdeñosamente, y dijo:
– Bueno, mi hermano ha escogido una olla de barro cuando, con la posición de mi padre, habría podido escoger una taza de jade.
Y lleno de desprecio saludó rígidamente cuando la pareja se inclinó ante él y ante su esposa por ser el hermano y la hermana mayor. Y la mujer del primogénito se portó altiva y correctamente y saludó lo más brevemente que podía considerarse propio en su posición.
De todas las personas que habitaban aquella casa, parecía que no había nadie que estuviese en paz, excepto el pequeño nieto de Wang Lung. El propio Wang Lung, despertándose en la penumbra del gran lecho labrado de su cuarto, vecino a las habitaciones donde Loto vivía, soñaba con hallarse en la oscura y sencilla casa de tierra, donde un hombre podía tirar al suelo el té frío sin miedo a salpicar un trozo de madera labrada y donde se hallaba a un paso de sus campos.
En cuanto a los hijos de Wang Lung, vivían en continua agitación, el mayor por miedo a que no se gastara bastante dinero y disminuyese su prestigio a los ojos de la gente, y por miedo a que los lugareños atravesaran la gran puerta de entrada mientras en la casa se hallaba de visita algún hombre de la ciudad y hubieran de avergonzarse ante él. Y el hijo segundo, por miedo a que el dinero se despilfarrase y perdiese; y el pequeño, luchando por recuperar los años que había perdido como hijo de labrador.
Pero había uno que corría vacilante de aquí para allí, contento de la vida, y éste era el hijo del primogénito de Wang Lung. Este pequeño nunca pensaba en ningún otro lugar que en esta gran casa, y allí estaba su madre y su padre y su abuelo y todos los que sólo vivían para servirle, y en este niño, Wang Lung buscaba la paz, no cansándose nunca de observarle, de reírse de él y de levantarle cuando se caía. Se acordó también de lo que su propio padre había hecho y le encantaba coger su cinturón, ceñido en torno a la criatura y, evitando así que se cayera, al andar con él de patio en patio; y la criatura señalaba a los rápidos peces de los estanques, charlaba incesantemente, arrancaba alguna flor y se encontraba a gusto en medio de todo. Y sólo así Wang Lung hallaba la paz.
Pero este niño no fue el único. La esposa de su hijo mayor era fiel, y concebía y paría, concebía y paría fiel y regularmente, y cada criatura tenía una esclava a su servicio apenas nacía. Así cada año veía Wang Lung más niños y más esclavas en la casa, y cuando alguien le anunciaba: "Va a haber otra boca más en el departamento de vuestro primogénito", él reía solamente y decía:
– Eh, eh… Bueno, hay arroz para todos, pues tenemos buena tierra.
Y se alegró cuando la esposa de su hijo segundo dio a luz a su debido tiempo, y la criatura fue una niña, aparentemente en señal de respeto a su cuñada. En el espacio de cinco años, Wang Lung, tuvo, pues, cuatro nietos y tres nietas, y las estancias se llenaron de sus risas y de sus llantos.
Cinco años no es nada en la vida de un hombre, excepto cuando es muy joven y cuando es muy viejo, y aquel transcurso de tiempo, si aumentó por un lado la familia de Wang Lung, se llevó por otro lado a aquel viejo soñador: su tío, al que él casi había olvidado, excepto para cuidar de que estuviese bien alimentado y vestido y que no le faltase, como a su vieja mujer, todo el opio que quisiera.
El invierno del quinto año fue excesivamente frío, más frío de lo que había sido invierno alguno en treinta años, y, por primera vez en la memoria de Wang Lung, el foso se heló junto a las paredes de la ciudad y la gente podía cruzar sobre él. Del Norte soplaba continuamente un viento penetrante, y no había nada, abrigos de cuero de cabra o de piel, que lograse calentar a un hombre. En cada habitación de la casa se colocaron braseros de carbón, pero así y todo hacía en ella tanto frío que cuando se echaba el aliento podía verse.
Ahora bien, el tío de Wang Lung y su mujer se habían consumido fumando y no tenían carne con que cubrir sus huesos. Día tras día yacían en sus lechos, como dos viejas estacas, y no había calor en ellos. Wang Lung oyó decir que su tío ya no podía ni sentarse en la cama y que escupía sangre en cuanto se movía. Fue a verle en seguida y vio que al anciano no le quedaban muchas horas de existencia.
Entonces Wang Lung compró dos ataúdes de madera buena, pero no demasiado buena, y los mandó llevar al cuarto donde su tío yacía, para que los viese y pudiera morir confortado sabiendo que había un lugar para sus huesos. Y su tío exclamó con la voz como un susurro tembloroso:
Bueno, tú eres un hijo para mí, y mucho más que el vagabundo de mi propio hijo.
Y su anciana mujer exclamó con más fuerza:
– Si me muero antes de que ese hijo vuelva, prométeme que le buscarás una buena doncella para que aun pueda darnos nietos. Y Wang Lung lo prometió.
A qué hora murió su tío no lo supo, pues lo encontró muerto una noche la mujer que le servía, al ir a entrarle un tazón de sopa. Wang Lung le enterró en un día de frío intensísimo, cuando el viento soplaba la nieve sobre la tierra en blancas nubes, y colocó su ataúd en el recinto familiar, al lado de la tumba de su padre, pero un poco más abajo, aunque encima del lugar donde el suyo propio debía hallarse.
Entonces ordenó que la familia llevara luto durante un año, cosa que hicieron, no porque verdaderamente lamentasen la muerte de este viejo que nunca les había dado otra cosa que trabajo, sino porque era conveniente que así se hiciese en una gran familia al morir un pariente.