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XXX

Ahora le parecía a Wang Lung que no existía nada que pudiera desear en su actual condición; ahora podría sentarse al sol junto a su tonta y fumar en paz su pipa de agua, ya que la tierra estaba atendida y el dinero llegaba de ella a sus manos sin que él tuviera que preocuparse por nada.

Y así hubiera sucedido, en efecto, de no ser por aquel hijo suyo primogénito, que no estaba nunca satisfecho con lo que tenía, sino que siempre estaba esperando más; y por fin tuvo que ir a su padre y decirle:

– En la casa hacen falta muchas cosas; no debemos creer que somos una gran familia por el hecho de que vivamos en estas habitaciones interiores. Antes de seis meses debe tener lugar la boda de mi hermano y no tenemos sillas suficientes para sentar a los invitados, y no tenemos bastantes mesas ni bastantes platos ni bastante nada en estos cuartos. Además es una vergüenza invitar gente y que se vea obligada a cruzar las grandes puertas y entrar en la casa pasando entre toda esa chusma ruidosa y apestosa del exterior. Sin contar con que debiendo casarse mi hermano y con sus hijos y los míos por venir, necesitamos también las habitaciones delanteras.

Entonces Wang Lung miró a su hijo, que iba lujosamente ataviado, y cerró los ojos, dio una fuerte chupada a la pipa y gruñó:

– Bueno, y otra vez ¿qué es lo que pasa?

El joven vio que su padre estaba cansado de él, pero dijo tercamente y levantando un poco la voz:

– Yo digo que deberíamos tener también las habitaciones exteriores y todo lo que conviene a una familia tan rica como la nuestra y con buena tierra.

Entonces Wang Lung murmuró dentro de su pipa:

– Bueno, la tierra es mía y tú no has puesto nunca una mano en ella.

– Bueno, padre mío -exclamó el joven al oír esto-, fuiste tú quien quiso que yo estudiara, y ahora, cuando quiero ser digno hijo de un hombre de tierras, me desdeñas a mí y a mi esposa y querrías convertirnos en patanes.

Y el joven se volvió como un torbellino e hizo como si fuera a saltarse los sesos contra un retorcido pino que crecía en el patio. Esto asustó a Wang Lung, temeroso de que el joven se hiciese daño, pues había sido siempre muy violento, y gritó:

– ¡Haz lo que quieras…, haz lo que quieras…! ¡Pero no me molestes!

Al oír esto, el primogénito salió apresuradamente, antes de que su padre cambiase de opinión, y se fue satisfecho. Tan pronto como le fue posible compró, pues, mesas y sillas labradas de Soochow y cortinajes de seda roja para las puertas, y rollos para colgar de las paredes tantos como pudo, pintados de hermosas mujeres, y rocas extrañas para convertir algunos patios en jardines rocosos, como había visto en el Sur, y así ocupado pasó muchos días.

Con tanto ir y venir tenía que pasar muchas veces por los patios exteriores, a veces cada día, y jamás cruzaba entre aquellas gentes ordinarias sin levantar la nariz altivamente, pues no podía sufrirlas; así es que los habitantes de aquella parte de la casa se reían de él cuando había pasado y decían:

– ¡Se ha olvidado del olor del estiércol a la puerta de la granja paterna!

Pero nadie se atrevía a hablar así en su presencia, pues era el hijo de un hombre rico.

Cuando llegó la fiesta en que se decide el precio de los alquileres, aquellas gentes se encontraron con que habían sido aumentados excesivamente, pues debía haber quien pagara mucho más que ellos, y se vieron obligados a marchase. Entonces se enteraron de que el primogénito de Wang Lung había hecho esto, aunque inteligentemente, pues no dijo nunca nada, llevándolo todo a cabo por medio de cartas al hijo del viejo Señor Hwang, que estaba en lugares remotos, y a este hijo del Anciano Señor no le importaba nada, excepto cómo y de quién sacaría más dinero por la vieja mansión.

La chusma, pues, tuvo que irse, y lo hizo protestando y maldiciendo porque un hombre rico podía hacer lo que quisiera; y empaquetó sus andrajosos bienes y partió colérica y amenazante, murmurando que algún día habría de regresar, como regresan los pobres cuando los ricos son demasiado ricos.

Pero de todo esto Wang Lung no se enteró, ya que él salía raramente de las habitaciones interiores, pues, según se hacía viejo, comía, dormía y llevaba una vida fácil, dejando aquel asunto en manos de su hijo mayor. Y su hijo llamó a carpinteros y hábiles albañiles y empezaron en seguida a hacer reparaciones en los cuartos y en los portillos que separaban los patios, deteriorados por la chusma; y construyó de nuevo los estanques y compró peces dorados y de abigarrado colorido para poner en ellos. Y después que todo estuvo terminado y embellecido hasta donde él conocía la belleza, plantó lotos y lirios en los estanques, y bambúes de la India, de rojas bayas, y todo cuanto recordaba haber visto en el Sur. Su esposa salió a ver lo que había hecho y juntos fueron de un lado a otro, a través de cada habitación y de cada patio, ella indicando las cosas que aún faltaban y él escuchándola atentamente para procurarlas.

La gente de las calles de la ciudad oyeron hablar de las obras que hacía el primogénito de Wang Lung y de lo que se estaba llevando a cabo en la casa grande ahora que nuevamente la habitaba un hombre rico. Y personas que se habían referido a Wang Lung como a Wang Lung el Labrador, ahora le llamaban Wang Lung el Grande Hombre o Wang Lung el Rico.

El dinero para todas estas cosas salía de sus manos poco a poco, de manera que apenas se daba cuenta de cómo se iba, pues su hijo mayor venía y le decía: "Necesito cien piezas de plata para esto", o: "Hay una estancia donde haría falta una mesa larga".

Y Wang Lung le daba el dinero poco a poco y se quedaba fumando y descansando en sus habitaciones, pues la plata llegaba fácilmente de la tierra después de las cosechas y siempre que la necesitaba. No se habría enterado de cuánto era lo que daba si su hijo segundo no hubiese entrado una mañana a verle, cuando el sol apenas había pasado sobre la muralla, y le hubiera dicho:

– Padre mío, ¿es que no ha de tener fin este continuo despilfarro? ¿Y es que tenemos necesidad de vivir en un palacio? Todo ese dinero, prestado al veinte por ciento, nos habría producido muchas libras de plata. ¿Y qué utilidad tienen todos estos estanques, y esas flores y esos árboles que ni siquiera dan frutos?

Wang Lung vio que los dos hermanos disputarían aun sobre esto, y dijo apresuradamente, temeroso de no tener nunca paz:

– Bueno, todo se hace en honor de tu boda.

Entonces el joven respondió sonriendo torcidamente y sin ninguna expresión de regocijo:

– Es una cosa muy rara que la boda valga diez veces más que la novia. ¡Aquí está nuestra herencia, que debe ser repartida entre nosotros cuando vos muráis, en camino de ser dilapidada sin ninguna otra razón que el orgullo de mi hermano!

Wang Lung conocía la determinación de su hijo segundo y sabía que nunca terminaría de discutir con él si empezaba a hablar; así es que le dijo vivamente:

– Bueno…, bueno… Yo daré fin a eso… Hablaré con tu hermano mayor y cerraré la mano. Basta. ¡Tienes razón!

El joven había traído un papel donde estaba escrito todo el dinero que su hermano llevaba gastado, y Wang Lung vio la extensión de la lista y se apresuró a decir:

– Todavía no he comido y a mi edad me siento débil hasta que no lo haga. Otra vez me ocuparé de eso.

Y volviéndose entró en su cuarto, despidiendo así a su hijo. Pero aquella misma noche le habló al primogénito, diciéndole:

– Acaba con todo ese pintar y ese pulir. Ya es suficiente. Al fin y al cabo, somos gente del campo.

Pero el joven contestó orgullosamente:

– No somos tal cosa. Los hombres de la ciudad empiezan a llamarnos la gran familia Wang. Lo propio es que vivamos de una manera digna de ese nombre, y si mi hermano segundo no sabe ver más allá del valor de la plata, yo y mi esposa mantendremos el honor de nuestro nombre.

Wang Lung no sabía que los hombres llamasen así a su casa, pues según envejecía salía cada vez menos e iba raramente a las casas de té y nunca a los mercados de grano, ya que tenía allí a su hijo para llevar el negocio por él, pero le halagó y dijo:

– Bueno, aun grandes familias provienen de la tierra y tienen raíces en la tierra.

Pero el joven contestó agudamente:

– Si, pero no se quedan en ella. Echan ramas y dan flores y frutos.

Wang Lung no aceptaba que su hijo le contestase tan fácil y ordenadamente, y exclamó:

– He dicho lo que he dicho. Que termine este despilfarro de plata. Y en cuanto a las raíces, si han de dar fruto alguno tienen que estar bien hundidas en el suelo de la tierra.

Entonces, y como estaba ya oscureciendo, deseó que su hijo se marchase, que saliese de aquellas habitaciones y se fuera a las suyas, dejándole a él solo y en paz en el crepúsculo. Pero no había manera de que este hijo le dejase en paz.

Ahora estaba dispuesto a obedecer a su padre, pues se hallaba satisfecho con los cuartos y los patios, por lo menos de momento, pero tuvo que decir de nuevo:

Bueno, pues que sea suficiente; pero hay otra cosa. Entonces Wang Lung arrojó la pipa al suelo y gritó:

– ¿No voy a tener nunca paz?

Y el joven continuó tercamente:

– No es por mi, ni por mi hijo, sino por mi hermano pequeño, que es vuestro hijo. No está bien que crezca tan ignorante. Debería aprender algo.

Wang Lung abrió los ojos asombrado, porque esto era nuevo. Desde hacía mucho tiempo tenía decidido lo que había de ser la vida del hijo menor, y replicó:

– No hay ninguna necesidad de más indigestiones de letras en esta casa. Con dos que sepan escribir basta, y el tercero tiene que cuidar de la tierra cuando yo muera.

– Si, y por eso llora por las noches, y por eso es un muchacho tan pálido y tan flaco -contestó el mayor.

A Wang Lung no se le había ocurrido nunca preguntarle a su hijo pequeño lo que deseaba ser, ya que había decidido que uno de sus hijos tenía que cuidarse de la tierra, y esto que su primogénito acababa de decirle le había dejado atónito y silencioso. Lentamente se inclinó a recoger la pipa del suelo y meditó un rato sobre su hijo tercero. Este muchacho no se parecía a ninguno de sus dos hermanos: era silencioso como su madre, y porque callaba siempre, nadie le prestaba atención.

– ¿Le has oído decir eso? -le preguntó Wang Lung a su primogénito con incertidumbre.

– Preguntádselo vos mismo, padre mío.

– Bueno, pero uno de vosotros ha de estar en la tierra -dijo Wang Lung, argumentando de pronto y levantando mucho la voz.