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Pero el hijo mayor no estaba dispuesto a ceder y siguió a su padre, diciéndole:

– Bueno, y ahí está esa vieja casa, la gran Casa de los Hwang. La parte delantera está llena de gentuza, pero las habitaciones interiores están cerradas y silenciosas. Podríamos alquilar algunas y vivir en paz, y vos y mi hermano menor podríais ir y venir a la tierra y yo no viviría enfurecido por ese perro de mi primo.

Y entonces, para persuadir a su padre, dejó que las lágrimas asomaran a sus ojos, las forzó a caer sobre las mejillas, sin enjugarlas, y dijo de nuevo:

– Yo trato de ser un buen hijo; no juego ni fumo opio y me contentó con la mujer que me habéis dado; os pido un poco de ayuda y eso es todo.

Wang Lung ignoraba si las lágrimas le habían o no conmovido, pero si le conmovieron las palabras de su primogénito cuando dijo: "la gran Casa de Hwang".

Wang Lung no había olvidado nunca que una vez había entrado humildemente en aquella casa y llegado lleno de vergüenza a la presencia de sus moradores, asustándose incluso del guardián. Esto había sido para él un recuerdo de oprobio durante toda su vida, y lo detestaba. Durante toda su vida había sentido que a los ojos de los demás hombres era inferior a los que habitaban en la ciudad, y cuando permaneció en pie ante la Anciana Señora de la casa grande, esta sensación alcanzó su crisis. Así es que cuando su primogénito dijo: "Podríamos vivir en la casa grande", esta posibilidad saltó con tanta fuerza en su imaginación que le pareció verla ya realizada. "Podría sentarme donde se sentaba la anciana, y desde donde me ordenó levantarme como si fuera un siervo. Si, podría sentarme allí ahora y llamar así a otro hombre a mi presencia." Y musitó unas palabras y se dijo de nuevo: "Si quisiera, podría hacer eso" .

Dándole vueltas a este pensamiento, se volvió a sentar en silencio, sin contestarle nada a su hijo; llenó la pipa de tabaco, y la encendió, fumando y soñando en lo que podría hacer si quisiera.

Así, pues, aunque al principio no quería decir que tal vez consintiera ni que haría cambio alguno, desde aquel momento se sintió más disgustado que nunca con la haraganería del hijo de su tío, y le observó atentamente, viendo que era verdad que ponía los ojos en las esclavas; y Wang Lung musitó y se dijo:

"Yo no puedo vivir con ese perro lujurioso en mi casa."

Miró a su tío y vio que adelgazaba a fuerza de fumar opio, que tenía la piel amarilla, que estaba viejo y encorvado y que echaba sangre cuando escupía. Y miró a su tía y la vio arrugada como una col, entregada al opio y contenta y amodorrada con él. Estos dos, poco trabajo le daban ahora, pues el opio había surtido el efecto que Wang Lung deseara.

Pero aún quedaba el hijo de su tío, hombre sin casar todavía. lleno de deseos como una bestia salvaje y reacio a caer a merced del opio, como habían hecho los dos viejos, y a gastar su lascivia en sueños. Y Wang Lung no deseaba casarle en la casa por miedo a la prole que creara, ya que uno como él era suficiente. Tampoco se ocupaba en trabajo alguno, pues no había necesidad ni nadie le obligaba a ello, como no pudiera llamarse trabajo las horas que, por las noches, pasaba fuera de casa. Pero aun esto ocurría con menos frecuencia, pues según los hombres regresaban a la tierra, el orden volvía a reinar en los pueblos y en la ciudad, y los ladrones se retiraron a las montañas, hacia el Noroeste, adonde el joven no quiso seguirles, prefiriendo vivir de la bondad de Wang Lung. Era, pues, una espina en la casa, por donde vagaba ociosamente, charlando, bostezando y a medio vestir hasta el mediodía.

Por lo tanto, cuando Wang Lung fue un día a la ciudad a ver a su hijo segundo en el mercado de granos, le preguntó:

– ¿Qué te parece lo que desea tu hermano: que nos traslademos a la ciudad y habitemos la casa grande, si es posible alquilar parte de ella?

Y el hijo segundo contestó:

– Que me convendría, pues entonces podría casarme y tener allí a mi esposa, viviendo todos bajo un mismo techo como hacen las grandes familias.

Wang Lung no se había ocupado nunca de la boda de su segundo hijo, ya que éste era un muchacho frío y austero y jamás había mostrado señales de lujuria. Además, Wang Lung había tenido otras preocupaciones. Sin embargo, ahora dijo con cierta vergüenza, pues sabía que no había obrado como era preciso con su hijo segundo:

– Hace mucho tiempo que vengo pensando en que habría que casarte, pero con unas cosas y otras no he tenido tiempo, y con el hambre que ha habido últimamente y la necesidad de evitar toda fiesta… Pero ahora que los hombres pueden comer otra vez, se hará la boda.

Y secretamente buscó con el pensamiento una doncella. El hijo segundo dijo entonces:

– Bueno, pues me casaré, ya que es una buena cosa y mejor que gastar el dinero en una ramera cuando la necesidad obliga. Además, está bien que un hombre tenga hijos. Pero no me deis una esposa que pertenezca a una casa de la ciudad, pues estará siempre hablando de lo que había en casa de su padre, como la mujer de mi hermano, y me hará gastar dinero y será un disgusto para mi.

Wang Lung oyó esto con asombro, pues no sabía que su nuera fuese así, viendo únicamente que era una mujer bastante bonita y cuidadosa de ser siempre correcta en su comportamiento. Pero le parecía muy sensato lo que decía su hijo, y se alegró de que fuese avisado e inteligente en la economía. En realidad, apenas conocía a este muchacho, pues había crecido débilmente junto al vigor de su hermano, y excepto por sus cuentos y chismes no fue nunca un niño ni un joven a quien se hiciese gran caso, de manera que, cuando partió para el mercado, Wang Lung se olvidó de él, excepto para decir cuando alguien le preguntaba cuántos hijos tenía: "Tengo tres hijos".

Ahora miró a este joven, su hijo segundo, y vio su cabello bien cortado, liso y brillante, y su túnica de inmaculada seda gris, y vio que los movimientos del joven eran agradables y sus pupilas enérgicas y discretas.

Y se dijo, lleno de sorpresa:

"¡Bueno, y éste también es mi hijo!"

Y en voz alta exclamó:

– ¿Qué clase de doncella te gustaría, pues?

Entonces el joven contestó tan simple y decididamente como si lo hubiera pensado de antemano:

– Deseo una doncella de pueblo, de buena familia terrateniente y sin parientes pobres; una doncella que no sea ni fea ni hermosa, que traiga una buena dote y que sepa cocinar, para que, aunque haya sirvientes en la cocina, ella los vigile. Y ha de ser mujer que, si compra arroz, compre lo suficiente y no un puñado de más, y si compra tela, el vestido esté bien cortado y los retales que le sobren le quepan en la mano. Quiero una doncella así.

Wang Lung se asombró todavía más al oírle hablar de esta manera, pues no conocía la vida de este joven, aunque fuera su hijo. No era una sangre así la que corría por su propio cuerpo lujurioso cuando era joven, ni por el cuerpo de su hijo primogénito; sin embargo, admiraba su sabiduría y le dijo riéndose:

– Bueno, pues buscaré una muchacha como ésta; Ching se encargará de buscarla por los pueblos.

Y todavía riendo, se marchó; descendió por la calle de la casa grande y dudó junto a los leones de piedra y luego, como no había nadie para detenerle, entró en la casa. Las habitaciones delanteras estaban como las recordaba de cuando fue a buscar a la ramera a quien temía por su hijo. De los árboles colgaban piezas de ropa puestas a secar y por todos sitios había mujeres sentadas y parloteando mientras metían y sacaban la aguja de las suelas de zapatos que estaban haciendo, y los chiquillos rodaban desnudos y polvorientos sobre las losetas de los patios. El lugar apestaba al olor de la chusma que invade la casa de los grandes cuando los grandes desaparecen. Y Wang Lung miró hacia la puerta del cuarto donde había vivido la ramera, pero la puerta estaba abierta y otra persona vivía ahora allí: un viejo; Wang Lung se alegró de esto y siguió adelante.

En los tiempos pasados, cuando la opulenta familia vivía en la mansión, Wang Lung se hubiera sentido igual a toda aquella chusma y enemigo de los poderosos, odiándolos y temiéndolos a un tiempo. Pero desde que tenía plata y oro escondidos despreciaba a ésta gentuza que pululaba por dondequiera y se abrió camino entre ella con la cabeza levantada y respirando ligeramente por la peste que despedía. Y la despreció y sintió rencor contra ella como si él mismo perteneciese a la casa grande.

Atravesó los patios y habitaciones dirigiéndose hacia la parte de atrás, aunque por pura curiosidad y no porque hubiera decidido nada todavía; al fin llegó a una puerta cerrada junto a la cual dormitaba una mujer y la miró y vio que era la esposa picada de viruelas del antiguo guardián. Esto le sorprendió, pues la recordaba como una mujer de mediana edad, fresca y rolliza, y ahora era una vieja macilenta, llena de arrugas, con el pelo blanco y los dientes sueltos en sus quijadas como raigones amarillos. Mirándola, Wang Lung se dio cuenta de cuántos y que rápidos eran los años que habían transcurrido desde que él llegó aquí con su primer hijo en los brazos, y por vez primera sintió el peso de la vejez cayéndole encima. Entonces le dijo a la mujer con tristeza:

– Despertad y abridme la puerta.

La vieja se despertó, parpadeando y pasándose la lengua por sus labios resecos, y repuso:

– No debo abrir para nadie, excepto para los que quieran alquilar toda la parte interior de la casa.

Y Wang Lung dijo de pronto:

– Bueno, tal vez la alquile yo si me gusta.

Pero no le dijo a la mujer quién era, y la siguió en silencio recordando el camino. Allí estaban los patios y estancias, allí el pequeño cuarto donde dejó el cesto, aquí las largas balconadas sostenidas por frágiles columnas rojas. La siguió hasta el mismo gran salón y su imaginación dio un salto atrás hacia el pasado cuando estuvo aquí en pie, esperando que le diesen como esposa a una esclava de la casa. Y ante él tenía ahora la gran tarima labrada sobre la que se había sentado la Anciana Señora, envuelto su frágil cuerpo en plateado satén.

Y movido por un extraño impulso, Wang Lung se adelantó, fue a sentarse donde ella se había sentado y puso la mano sobre la mesa. Desde aquella eminencia contempló a la vieja bruja que le miraba parpadeando, en espera silenciosa de lo que él decidiera. Entonces, una satisfacción que había deseado toda su vida sin saberlo, inundó como una marejada el corazón de Wang Lung, y dando con la mano sobre la mesa exclamó de pronto:

– ¡Me quedo con esta casa!