XXVII
Durante todo aquel tiempo, Wang Lung apenas se había preocupado de qué cosecha fructificaba, tan atareado se había visto con los festejos de boda y los entierros de su casa; pero un día Ching llegó a él y le dijo: -Ahora que el gozo y el dolor han pasado, tengo algo que deciros de la tierra.
– Di, pues -repuso Wang Lung-. Últimamente apenas he pensado si tengo o no tierra, excepto para enterrar en ella a mis muertos.
Ching esperó unos minutos silenciosamente, en respeto a lo que decía Wang Lung, y luego exclamó con blandura:
– Quiera el cielo evitarlo, pero parece como si este año fuese a haber una inundación como nunca la ha habido, pues el agua se está hinchando ya sobre la tierra, a pesar de que todavía no es verano ni tiempo para que esto ocurra.
Pero Wang Lung respondió resueltamente:
– Todavía no he recibido favor alguno de ese viejo del cielo. Con incienso o sin incienso es siempre el mismo en la desgracia. Y, al decir esto, se levantó.
Ching, que era un hombre apocado y tímido, no se atrevía a clamar contra el cielo como Wang Lung hacia, y por mal que fuesen las cosas, solamente decía: "El cielo lo quiere", y aceptaba la inundación y sequía con humildad. No así Wang Lung. Salió a sus campos, observando aquí y allá, y vio que era cierto lo que Ching le había dicho. Todas las parcelas de terreno que se hallaban junto al foso y que había comprado al Anciano Señor de la Casa de Hwang estaban mojadas y pastosas por el agua que se filtraba del fondo, de modo que el buen trigo de aquella tierra se había tornado amarillo y enfermo.
El propio foso parecía un lago, y los canales, ríos de rápida y rizosa corriente llena de pequeños remolinos. El más lerdo podía darse cuenta de que, no habiendo llegado aún las lluvias estivales, iba a haber aquel año una avasalladora inundación, y hombres, mujeres y niños se morirían de hambre nuevamente. Entonces Wang Lung corrió de un lado a otro de sus tierras, seguido por Ching como por una sombra silenciosa, y los dos juntos decidieron en qué tierra podría sembrarse arroz y cuál otra estaría bajo el agua antes de que pudiera sembrarse. Y al mirar los canales, a punto ya de rebosar de sus márgenes, Wang Lung maldijo y exclamó:
– Ahora, ese viejo del cielo estará contento porque mirará hacia abajo y verá a la gente muriendo de hambre y ahogándose, y eso es lo que ese maldito quiere.
Dijo esto en voz alta y colérica, y al oírlo Ching se estremeció y dijo:
– Así y todo, es más poderoso que todos nosotros. No habléis así, mi amo.
Pero, desde que era rico, Wang Lung habíase tornado indiferente, y cuando lo parecía bien enfadarse, se enfadaba. Murmurando se dirigió ahora a su casa, sin dejar de pensar en el agua, que iba a invadir sus tierras y destruir sus buenas cosechas.
Y ocurrió lo que Wang Lung había previsto. El río del Norte rompió sus diques, los más avanzados primeramente; y cuando los hombres vieron lo que había sucedido, corrieron de aquí para allá reuniendo dinero para remendarlos, y cada hombre daba lo que podía, pues era de interés para todos mantener el río dentro de sus limites. Confiaron el dinero reunido al magistrado del distrito, hombre nuevo y recién llegado a su cargo. Ahora bien, este magistrado era pobre y en su vida había visto tanto dinero, habiendo sido elevado a su posición hacía poco tiempo y gracias a la liberalidad de su padre, que se había gastado cuanto tenía y podía pedir prestado en comprarle este cargo a su hijo para que por él la familia pudiese enriquecerse. Al desbordarse el río nuevamente, las gentes fueron gritando y clamando a casa del magistrado porque no había cumplido su promesa y hecho arreglar los diques, y el hombre huyó a esconderse, pues había gastado el dinero, que ascendía a tres mil piezas de plata, en su propia casa. Y los lugareños asaltaron su morada pidiendo su vida por lo que había hecho, y al ver que iban a matarle, el magistrado saltó al agua y se ahogó, calmándose así los ánimos.
Pero el dinero había desaparecido de todas maneras, y el río hizo saltar otro dique, y otro, antes de conformarse con el espacio que se había abierto. Entonces derrumbó las paredes de tierra hasta que nadie podía decir dónde se habían alzado en todo aquel contorno, y el río se hinchó, se desparramó como un mar sobre las buenas tierras de labranza, y en el fondo de aquel mar quedó el trigo y el arroz.
Uno por uno, los pueblos se convirtieron en islas, y los hombres miraron crecer las aguas, y cuando llegaron a dos palmos de sus viviendas amontonaron camas y mesas y, convirtiendo las puertas de las casas en almadías, apilaban sobre ellas sus bienes, ropas, mujeres y chiquillos. Y el agua continuó subiendo, las paredes de tierra se ablandaron y resquebrajaron, deshaciéndose en el agua y desapareciendo como si nunca hubieran existido. Y entonces, como si el agua de la tierra llamase al agua del cielo, llovió como para apagar una sequía. Día tras día caía la lluvia incesantemente.
Wang Lung sentábase a la puerta de su casa y miraba hacia las aguas, todavía lejanas de su casa, que estaba construida sobre una alta y ancha colina. Pero las vio cubrir sus tierras y temió que llegaran a las tumbas cavadas recientemente; más no alcanzaron a cubrirlas, aunque las olas de agua amarillenta y arcillosa lamían ávidamente alrededor de los muertos.
Aquel año no hubo cosechas, y por todas partes la gente se moría de hambre y muchos estaban iracundos por lo que les había sucedido aún otra vez. Algunos partían hacia el Sur, y otros, furiosos, atrevidos y sin escrúpulos, se unían a las bandas de ladrones que pululaban por doquiera en aquellos lugares. Estas bandas trataron inclusive de sitiar la ciudad, de manera que ésta cerró todas las puertas de la muralla, excepto una pequeña, llamada la puerta del agua del Oeste, que permaneció abierta, pero guardada por soldados, y por la noche se cerraba también.
Además de los que se dedicaban al robo y de los que partían al Sur a trabajar y a mendigar como Wang Lung había hecho una vez con su anciano padre, su mujer y sus hijos, había otros que, demasiado viejos, cansados y tímidos, y faltos de hijos, como Ching, se quedaban en sus casas y sufrían hambre, comiendo la hierba y las hojas que podían encontrar en los terrenos altos y muriendo en gran número en la tierra y en el agua.
Entonces Wang Lung vio que una época de hambre como él jamás había conocido les amenazaba, pues las aguas no se retiraban a tiempo para poder plantar el trigo de invierno y no habría cosecha el año próximo. Y se ocupó de su propia casa y del gasto de comida y de dinero, querellándose acaloradamente con Cuckoo porque durante largo tiempo fue todavía a comprar carne a la ciudad; alegrase Wang Lung de que, ya que debía haber inundación, por lo menos el agua se mantuviese entre su casa y la ciudad, lo que impedía que Cuckoo fuera al mercado cuando quisiese, pues Wang Lung sólo permitía que se sacasen los botes cuando él lo ordenaba y Ching le hacía caso a él y no a Cuckoo, a pesar de toda su ligereza de lengua.
Wang Lung, desde que llegó el invierno no dejaba que se vendiese o comprase nada más que lo que el decía, y economizaba cuidadosamente cuanto poseían. Diariamente le entregaba a su nuera la comida necesaria para la casa y a Ching la de los trabajadores, aunque le dolía alimentar a hombres ociosos, y tanto llegó a dolerle que al presentarse el frío invernal y helarse las aguas mandó a los hombres al Sur a trabajar y mendigar hasta que llegase la primavera; entonces podrían regresar a él. Solamente a Loto le daba en secreto azúcar y aceite porque no estaba acostumbrada a pasar privaciones. Incluso en el Año Nuevo no comieron otra cosa que un pescado que ellos mismos pescaron en el lago y un cerdo que mataron en la granja.
Pero Wang Lung no era tan pobre como pretendía, pues tenía buena plata oculta en las paredes de la habitación donde su hijo dormía con su esposa, aunque ellos no lo sabían, y tenía buena plata y hasta un poco de oro en una jarra escondida en el fondo del lago de su campo más cercano, y un poco entre las raíces de los bambúes; y tenía grano del año anterior que no había vendido a los mercados, y no existía peligro de que se muriesen de hambre en su casa.
Pero si se morían en torno de ella, y recordó los gritos de la gente famélica que se había agrupado una vez ante la casa grande y que él vio al pasar junto a ella. Wang Lung sabía bien que muchos le odiaban porque aún tenía de qué comer, él y sus hijos, y en previsión de lo que pudiera ocurrir tenía cerradas las puertas de su casa y no dejaba entrar a nadie que no conociese.
Pero le constaba que tal precaución no le habría salvado en estos tiempos de ladrones y de ilegalidad si no hubiera sido por su tío. Bien sabía Wang Lung que, de no ser por el poder de su tío, ya habrían asaltado su casa para robarle la comida, el dinero y las mujeres que había en ella. De modo que le trataba con extrema cortesía, lo mismo que a su hijo y a su mujer, y los tres se hallaban en la casa como huéspedes de honor, bebían té antes que los otros y eran los primeros en hundir sus palillos en las escudillas a las horas de comer.
Ahora bien, pronto se dieron cuenta de que Wang Lung les temía, y tornáronse altivos, exigiendo esto y lo otro y quejándose de lo que comían y bebían. Especialmente se quejaba la mujer, pues notaba a faltar los ricos manjares que comía con Loto y se quejó a su marido y los tres se quejaron a Wang Lung.
Este veía que su tío se tornaba indiferente y perezoso con la edad y que él no se hubiera tomado la molestia de protestar, pero su hijo y su mujer le pinchaban y un día que Wang Lung estaba junto a la puerta de entrada oyó que los dos instaban al viejo diciéndole:
– Tiene dinero y comida; pidámosle plata.
Y la mujer exclamó:
– Nunca tendremos otra ocasión como ésta, pues bien sabe que si tú no fueras su tío y el hermano de su padre, ya habría sido robado y saqueado y su casa estaría vacía y en ruinas. Pero le salva que tú estás inmediatamente después del jefe de la banda de los Barbas Rojas.
Al oír esto, Wang Lung se encolerizó tanto que le parecía que la piel le iba a estallar de ira, pero haciendo un esfuerzo guardó silencio y trató de pensar en un plan para librarse de aquellos tres, aunque no se le ocurrió nada que hacer. Por lo tanto, cuando su tío se le presentó al día siguiente diciéndole: "Bueno, mi buen sobrino, dame un puñado de plata para comprarme una pipa y algo que fumar; y mi mujer está harapienta y necesita una túnica nueva", no supo qué contestar, y sacándose del cinturón cinco piezas de plata se las entregó al viejo, aunque rechinando los dientes en secreto, pues le parecía que ni aun en los días en que estaba escaso de plata se había desprendido de ella de peor gana.