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Pero dos días después su tío volvió a pedirle dinero, y otra vez, y otra, hasta que por fin Wang Lung gritó:

– Bueno, ¿hemos de morirnos pronto de hambre? Y su tío se rió y dijo descuidadamente:

– Tú estás bajo la protección del cielo. Hay hombres menos ricos que tú y que cuelgan de las vigas de sus casas.

Cuando Wang Lung oyó esto, un sudor frío le empapó el cuerpo y entregó la plata a su tío sin decir palabra. Y así, aunque en la casa no comían carne, para aquellos tres había que traerla, y aunque el mismo Wang Lung apenas probaba el tabaco, su tío fumaba incesantemente.

Ahora bien, el hijo de Wang Lung había estado abstraído por su matrimonio y apenas veía lo que estaba pasando, aunque guardaba celosamente a su esposa de las miradas de su primo. Estos dos ya no eran amigos, sino todo lo contrario, y el hijo de Wang Lung no dejaba a su esposa salir de su habitación, excepto al anochecer, cuando el otro partía con su padre, pero durante el día le hacía permanecer encerrada en su cuarto. Sin embargo, cuando se dio cuenta de que aquellos tres manejaban a su padre como querían, montó en cólera, pues era de genio vivo, y dijo:

– Bueno, si os interesan más esos tres tigres que vuestro propio hijo y su esposa, la madre de vuestros nietos, es una cosa bien extraña y será mejor que tengamos nuestra casa en otro sitio.

Entonces Wang Lung le dijo claramente lo que a nadie había dicho.

– Odio a estos tres más que a nada en el mundo, y si hallara un modo de librarme de ellos, lo haría. Pero tu tío es jefe de una horda salvaje de ladrones, y si yo los alimento y los mimo estamos seguros, y por eso nadie puede demostrar enojo contra ellos.

Cuando el hijo de Wang Lung oyó esto, abrió tanto los ojos que parecía que se le iban a salir de sitio, pero cuando hubo meditado unos minutos sobre aquella revelación, se encolerizó más que nunca y dijo:

– ¿Y qué os parecería este medio? Una noche, precipitémoslos al agua a los tres. Ching puede empujar a la mujer, que es gorda y desvalida, y yo empujaré al joven, mi primo, a quien detesto porque siempre está tratando de ver a mi esposa, y vos podéis empujar al hombre.

Pero Wang Lung no podía matar; aunque hubiera preferido matar a su tío que a su buey, no podía hacerlo, ni aun odiando, y exclamó:

– No, y aunque pudiera hacer eso: echar al agua al hermano de mi padre, no lo haría, porque cuando los otros ladrones se enterasen, ¿qué sería de nosotros? Y si él vive estamos seguros, y si desaparece seriamos como las demás gentes que poseen algo y están en continuo peligro en tiempos como éstos.

Entonces los dos hombres quedaron silenciosos, cada cual pensando qué se podría hacer, y el joven vio que su padre tenía razón y que la muerte era un medio fácil pero inútil, y que había que buscar otro.

Por fin, Wang Lung musitó:

– Lo conveniente sería que pudiésemos tenerlos en la casa, aunque inofensivos y sin deseos. ¡Pero eso no es posible, sería cosa de magia!

Entonces el joven dio una palmada y exclamó:

– ¡Me habéis indicado lo que hay que hacer! Vamos a comprarles opio y más opio y dejarles fumar cuanto quieran, como hacen los ricos. Yo pretenderé hacer las paces con mi primo y lo llevaré a una casa de té de la ciudad donde se puede fumar, y para mi tío y su mujer podemos comprarlo.

Pero Wang Lung, como esta idea no se le había ocurrido a él primero, vaciló en aceptarla.

– Va a costar mucho -dijo-, pues el opio cuesta tanto como el jade.

– Bueno, y dejarnos saquear por ellos cuesta todavía más caro -discutió el joven-. Y además tenemos que sufrir su soberbia y las miradas del joven a mi esposa.

Pero Wang Lung no quiso consentir en seguida, pues no era una cosa tan fácil de hacer y además iba a costar una buena bolsa de plata.

Y probablemente no se habría realizado nunca y hubieran continuado de la misma manera hasta que las aguas retrocediesen, si no hubiese ocurrido una cosa. Y esta cosa era que el hijo del tío de Wang Lung puso los ojos en la hija segunda, que era su prima, y por la sangre, lo mismo que si fuera su hermana. Esta hija de Wang Lung era una muchacha sumamente bonita, parecida al hijo segundo, al comerciante, en su pequeñez y ligereza, pero sin la piel amarilla de aquél, pues la de ella era clara y pálida como flor de almendro. Su nariz era menuda; sus labios, delgados y rojos, y sus pies, chiquitos.

Una noche, cuando salía de la cocina, y atravesaba sola el patio, su primo la cogió con rudeza, sujetándola contra él y apretándole una mano en el pecho. La muchacha se puso a gritar y Wang Lung salió corriendo y golpeó al joven en la cabeza, pero era como un perro que no quiere soltar un trozo de carne robada, y, para libertar a su hija, Wang Lung tuvo materialmente que arrancársela de las manos. Entonces el joven se rió broncamente y dijo:

– Era solamente una broma. ¿No es mi hermana? ¿Y puede un hombre hacer nada malo con su hermana?

Pero, mientras hablaba, los ojos le brillaban de lujuria, y Wang Lung tiró de la muchacha y la mandó encerrarse en su habitación.

Aquella misma noche le contó a su hijo lo sucedido, y el joven se puso muy serio y dijo:

– Tenemos que enviar a la doncella a la ciudad, a la casa de su prometido; aunque el negociante Liu diga que es un año demasiado mala para bodas, tenemos que mandarla, no fuera caso que no pudiéramos conservarla virgen con este tigre ardiente en la casa.

Y Wang Lung lo hizo así. Al otro día fue a la ciudad, a casa del negociante, y le dijo a éste:

– Mi hija tiene trece años, ya no es una niña y puede casarse. Pero Liu dudó y dijo:

– No tengo suficientes beneficios este año para empezar una familia en mi casa.

A Wang Lung le daba vergüenza decir: "Tenemos al hijo de mi tío en casa, y es un tigre" , así es que repuso solamente:

– No quisiera tener cuidado de la doncella, porque su madre ha muerto, es bonita, tiene edad de concebir y, como mi casa es grande y llena de esto y de lo otro, me es imposible vigilarla siempre. Ya que ha de ser de vuestra familia, dejad que su virginidad sea guardada aquí y casadla cuando queráis.

Entonces el negociante, que era un hombre blando y bondadoso, replicó:

– Bien, pues si es así, que venga la doncella. Yo hablaré con la madre de mi hijo; aquí estará segura con su suegra, y pasadas las próximas cosechas se podrá casar.

Así pues, quedó convenido y Wang Lung partió contento. Pero a su regreso, al dirigirse hacia la puerta de la ciudad donde Ching le esperaba con una barca, pasó ante una tienda de tabaco donde también vendían opio y entró para comprarse un poco de tabaco picado que poner en su pipa por las noches. Mientras el dependiente lo pesaba, Wang Lung le preguntó involuntariamente:

¿Y cuánto vale vuestro opio, si lo tenéis?

Y el empleado respondió:

– En estos días no está permitido venderlo públicamente, pero si lo queréis comprar y tenéis plata, lo pesamos en el cuarto detrás de éste, a una pieza de plata por onza.

Entonces Wang Lung no quiso pensar más y dijo apresuradamente:

– Me llevaré seis onzas.