XXVI
Pero la muerte no se producía con rapidez en el cuerpo de O-lan. Apenas había llegado a la media edad y la vida no huía rápidamente de ella, así es que estuvo muriéndose en su cama durante muchos meses. Todo el largo invierno pasó así y por vez primera Wang Lung y sus hijos supieron lo que O-lan había sido en la casa y cuánto hizo por todos ellos sin que se enterasen.
Parecía ahora que nadie sabía encender el fuego y hacer que no se apagase, ni darle vueltas al pescado dentro del caldero sin romperlo o quemarlo de un lado dejándolo crudo por el otro, y nadie sabía con qué aceite convenía freír este o aquel vegetal. La basura de migas y alimentos caídos al suelo yacían bajo la mesa y a nadie se le ocurría barrerla, hasta que Wang Lung se impacientaba por el hedor que emanaba de ella y llamaba a un perro para que se la comiera o le gritaba a la hija menor que la barriese y arrojase fuera.
En cuanto al hijo pequeño, hacía lo que podía por suplir a su madre junto a su abuelo, que ahora se había tornado inútil como una criatura. Wang Lung no podía hacer comprender al anciano lo que le había pasado a O-lan y por qué ya no entraba a traerle té y agua caliente, ni a ayudarle a levantarse y acostarse; y el viejo se enojaba porque llamaba a O-lan y no obtenía respuesta, y arrojaba el tazón de té al suelo como un niño caprichoso. Al fin, Wang Lung le condujo al cuarto de O-lan y se la mostró tendida en la cama, y él la contempló con sus ojos medio ciegos, murmuró unas palabras y se puso a llorar porque comprendía que algo malo había ocurrido.
Solo la pobre tonta no sabía nada y únicamente ella sonreía mientras retorcía sin cesar su trocito de tela. Pero, de todos modos, había que pensar en ella para entrarla a dormir por las noches, para darle de comer, sacarla al sol por el día y conducirla a la casa si empezaba a llover. Uno de ellos tenía que acordarse de esto, pero incluso Wang Lung lo olvidaba y una vez la dejaron fuera toda la noche; a la mañana siguiente encontraron a la infeliz temblando y llorando, y Wang Lung se encolerizó y maldijo a su hijo y a su hija porque se habían olvidado de la pobre tonta, que era hermana de ellos. Entonces vio que eran tan sólo dos criaturas tratando de llenar el puesto de su madre sin conseguirlo, y se calmó. Después de esto, él mismo se ocupaba de la pobre tonta mañana y noche; y si llovía, nevaba o se alzaba un viento cortante, la entraba en casa, sentándola ante las calientes cenizas que caían del horno de la cocina.
Durante todos aquellos oscuros meses invernales, O-lan permaneció en su lecho muriendo poco a poco, y Wang Lung no prestó atención alguna a la tierra. Puso el trabajo de invierno y los trabajadores bajo la dirección de Ching, y ésta laboraba fielmente y cada mañana y cada noche se acercaba a la puerta del cuarto de O-lan y con su voz que era como un susurro preguntaba cómo seguía. Al fin, Wang Lung no pudo, aguantarlo más, porque cada mañana y cada noche sólo podía decir: "Hoy ha tomado un poco de sopa de ave". O: "Ha comido un poco de arroz", así es que le ordenó a Ching que no preguntase más y que se ocupara del trabajo, que con eso bastaba.
Durante todo el invierno, Wang Lung se iba a sentar a menudo junto al lecho de O-lan y si comprendía que tenía frío encendía una vasija de tierra llena de carbón y la ponía junto a su cama para que le diera calor, y cada vez O-lan murmuraba débilmente:
– Es demasiado caro…
Por fin, un día, cuando dijo esto, Wang Lung no pudo soportarlo y exclamó:
– ¡No puedo sufrir esto! ¡Yo vendería toda mi tierra si pudiera curarte!
O-lan sonrió al oír estas palabras y dijo con dificultad, susurrando:
– No…, yo no… te dejaría. Porque yo tengo que morir… alguna vez… y la tierra queda después de mi.
Pero Wang Lung no quería oírle hablar de su muerte y cada vez que lo hacía se levantaba y se iba.
Sin embargo, porque sabía que tenía que morirse y que él no debía olvidar su deber, fue cierto día a una tienda de ataúdes de la ciudad y empezó a mirarlos todos, escogiendo uno hecho de buena madera, dura y pesada. Entonces el carpintero, que esperaba que seleccionase el que fuera de su agrado, le dijo astutamente:
– Si tomáis dos, la rebaja es considerable. ¿Por qué no compráis uno para vos y así ya estáis provisto?
– No; mis hijos pueden hacer eso por mi -contestó Wang Lung.
Pero entonces se acordó de su padre y de que el anciano no tenía ataúd todavía, y dijo nuevamente.
– Pero tengo a mi anciano padre, que no vivirá mucho con lo débil que está, y sordo y medio ciego, así es que me quedaré los dos.
Y el vendedor prometió darles a los ataúdes otra buena capa de negro y mandarlos a casa de Wang Lung.
Así, pues, Wang Lung le explicó a O-lan lo que había hecho y O-lan se alegró de que se hubiera ocupado así de ella y de que la hubiese provisto para la muerte.
Wang Lung pasaba a su lado muchas horas del día, aunque hablaban poco porque ella estaba débil y porque, de todas maneras, nunca habían tenido gran cosa que decirse. A menudo, O-lan se olvidaba de dónde estaba, mientras él permanecía en el cuarto, quieto y callado, y murmuraba cosas de su infancia. Por primera vez, Wang Lung podía ver dentro de su corazón, aunque sólo fuera a través de unas palabras tan breves como éstas: "Llevaré la carne hasta la puerta solamente…, bien sé que soy fea y que no puedo aparecer ante el poderoso señor…" Y otra vez dijo jadeando: "No me peguéis… No comeré nunca más de ese plato. Y repetía una y otra vez: "Mi padre…, mi madre…, mi padre…, mi padre…" Y de nuevo: "Ya sé que soy fea y no puedo ser amada…"
Cuando dijo esto, Wang Lung no pudo soportarlo y, tomándole una mano, trató de calmarla; era una mano grande y dura, rígida como si ya perteneciese a una muerta. Y sintió más pena todavía porque lo que O-lan había dicho era verdad, y aun mientras le tomaba la mano, deseando que sintiera su ternura, estaba avergonzado porque no había ternura en él para O-lan, ni aquella blandura del corazón que Loto conseguía con sólo un mohín de sus labios. Cuando tomó aquella mano rígida y moribunda lo hizo sin amor, y su compasión fue empañada por la repulsión que le inspiraba.
Y por esta causa se mostró todavía más bondadoso con O-lan y le compró alimentos especiales, sopas delicadas hechas de pescado blanco y el corazón de repollos tiernos. Además, le era imposible gozar de Loto, pues cuando iba a verla buscando distraerse de la desesperación que causaba aquella agonía lenta, no podía olvidar a O-lan, y aun cuando tenía a Loto en los brazos, la soltaba a causa de O-lan.
Había momentos en que O-lan despertaba de su sopor y miraba en torno a ella, y una vez llamó a Cuckoo y cuando, con gran asombro, Wang Lung la hizo comparecer a su presencia, O-lan se incorporó temblando y dijo:
– Bueno, tú podrás haber vivido en las habitaciones del Anciano Señor y haber sido considerada bella, pero yo he sido la esposa de un hombre y le he dado hijos, y tú eras todavía una esclava.
Cuando Cuckoo se disponía a darle a esto una respuesta iracunda, Wang Lung la detuvo diciéndole:
– Esa no sabe ahora lo que las palabras significan.
Y al regresar Wang Lung a la habitación, O-lan, que aún se hallaba incorporada, apoyándose sobre un brazo, le dijo:
– Cuando yo muera no quiero que esa mujer ni su señora entren en mi cuarto ni toquen mis cosas, y si lo hacen les mandaré a mi espíritu con mi maldición.
Entonces dejó caer la cabeza sobre la almohada y entró en un sopor inquieto.
Pero un día, poco antes de Año Nuevo, experimentó de pronto cierta mejoría, como una candela que flamea vivamente antes de extinguirse. Volvió a ser lo que desde hacía mucho tiempo no había sido, y sentándose animosamente en el lecho se trenzó sola el cabello, pidió que le trajeran té para beber, y cuando Wang Lung entró en el cuarto le dijo:
– Ahora se acerca el Año Nuevo y no hay dulces ni comida preparada, y yo he pensado una cosa. No quiero que esa esclava entre en mi cocina, pero me gustaría que viniese mi nuera, que está prometida a mi hijo mayor. No la he visto todavía, pero cuando venga le diré lo que tiene que hacer.
Wang Lung se sintió contento al verla tan animada, aunque este año no tenía ningún deseo de festejos, y envió a Cuckoo a suplicarle a Liu, el negociante en granos, que concediese este favor en vista de lo triste del caso. Y Liu cedió pronto al enterarse de que O-lan no pasaría el invierno; al fin y al cabo, la muchacha tenía dieciséis años y era mayor que otras que habían ido a casa de sus esposos.
Pero debido al estado de O-lan no se celebraron festejos. La doncella llegó silenciosamente en una silla de manos, sin otra compañía que su madre y una servidora, y la madre regresó en cuanto hubo entregado su hija a O-lan, pera la servidora se quedó en la casa para uso de la doncella.
Los niños fueron trasladados de su cuarto y éste cedido a la nueva hija política, haciéndose todos los arreglos debidos. Wang Lung no habló con la muchacha, ya que esto hubiera sido impropio, pera inclinó la cabeza gravemente cuando ella le saludó, y la muchacha fue de su agrado, pues sabía su obligación y se movía por la casa calladamente y con los ojos bajos. Además era de agradable apariencia, bonita, pero sin serlo tanto que pudiera sentirse vanidosa por ello. Mostrábase cuidadosa y correcta en su comportamiento y atendía a O-lan esmeradamente, lo que consolaba a Wang Lung de la angustia que sentía por su esposa, pues ésta tenía ahora una mujer junto a su cama y estaba contenta.
Este contento duró algo más de tres días, y luego O-lan pensó otra cosa y le dijo a Wang Lung:
– Todavía hay algo más, antes de que me muera. Al oír lo cual, Wang Lung repuso con enojo:
– ¡No hables de morir si quieres verme contento!
Entonces ella sonrió despacio, con aquella sonrisa lenta que se apagaba antes de que le llegara a los ojos, y contesto:
– Debo morir, porque lo siento en mis entrañas, pero no moriré antes de que mi hijo mayor venga a casa y tome por esposa a la buena doncella que tan bien me cuida y que sabe sujetar con firmeza la escudilla de agua caliente y bañarme el rostro cuando sudo de dolor. Quiero que mi hijo regrese porque voy a morir, y quiero que se case con esta doncella, y así moriré tranquila sabiendo que tu nieto y el bisnieto de tu padre va a ser concebido.
Pero estas palabras eran excesivas para O-lan en cualquier momento, aun hallándose sana, y las había pronunciado con mucha más energía que todo cuanto dijera durante muchos meses. Wang Lung se alegró del vigor que había en su voz y de la fuerza con que quería esto, y no quiso contradecirla a pesar de que él hubiera deseado otra ocasión para poder celebrar con gran pompa la boda de su primogénito. Y le dijo efusivamente: