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– ¡Me enteraré de esto yo mismo!"

Y permaneció allí mirando cómo el alba se extendía sobre sus campos a través de una cortina de niebla.

Cuando el sol del amanecer formó una orilla de oro en el margen de sus tierras, Wang Lung entró en la casa y comió, y luego volvió a salir y fue a inspeccionar a los trabajadores, como era su costumbre durante las cosechas y la siembra. Anduvo un largo rato y al fin gritó muy alto para que le oyeran desde la casa:

– ¡Ahora me marcho al campo junto al foso de la ciudad, y no volveré hasta muy tarde!

Y hacia la ciudad dirigió sus pasos.

Pero cuando había llegado a medio camino y alcanzado el pequeño templo, sentóse al borde de la senda, sobre una breve eminencia llena de hierba que era una vieja tumba olvidada, y cogiendo un hierbajo y retorciéndolo entre los dedos se quedó un rato meditando. Frente a él estaban los dos pequeños dioses, y recordó cómo le miraban y cómo antes sentíase atemorizado ante ellos; pero ahora ya no le amedrentaban; habiéndose enriquecido y prosperado y no teniendo necesidad de dioses, tornóse indiferente y apenas los veía. Mientras tanto, bajo estos pensamientos vibraba otro:

– "¿Debo regresar?"

Entonces recordó súbitamente la noche anterior, cuando Loto le había rechazado, y se encolerizó porque había hecho tanto por ella. Al fin se dijo:

"Bien se que no hubiera durado mucho en la casa de té, y en la mía está alimentada y vestida ricamente."

Y, conducido por su cólera, se levantó y regresó a su casa por otro camino. Entró en la casa secretamente y fue hacia la cortina que colgaba de la entrada del segundo patio, permaneciendo allí un momento y escuchando. Y oyó la voz, baja como un murmullo, de un hombre, y esta voz era la de su hijo.

Entonces se despertó en Wang Lung un furor como jamás había sentido en su vida, a pesar de que, desde que había prosperado, a menudo dejábase llevar por iras pequeñas y mostrábase orgulloso hasta en la misma ciudad. Pero este furor de ahora era el de un hombre contra otro hombre que intenta robarle una mujer amada, y cuando Wang Lung recordó que aquel otro hombre era su hijo, sintió náuseas.

Apretó los dientes, salió fuera y escogiendo un bambú delgado y flexible le cortó las ramas, excepto unas cuantas de la punta, donde era fino y duro como una cuerda, y le arrancó las hojas. Entonces volvió a entrar sin hacer ruido y de pronto descorrió la cortina. Allí, en el patio, estaba su hijo, en pie junto a Loto, que se hallaba sentada en un pequeño taburete al borde del estanque y vestida con la túnica color de melocotón que Wang Lung no le había visto nunca a la luz del día.

Los dos charlaban juntos, y la mujer miraba al joven con el rabillo del ojo, la cabeza vuelta hacia el otro lado, por lo que no vieron ni oyeron a Wang Lung, que los contemplaba con el rostro lívido, la boca contraída enseñando los dientes y las manos crispadas en el bambú. Y quizás hubieran tardado en percibir su presencia si Cuckoo no hubiese entrado en aquel momento y dado un grito que les hizo volverse rápidamente y verle.

Entonces Wang Lung dio un brinco hacia delante y cayó sobre su hijo a latigazos, y aunque el joven era más alto, él era más fuerte por el trabajo de la tierra y por la potencia de su cuerpo maduro, y azotó al muchacho hasta que saltó la sangre. Cuando Loto, dando gritos, quiso sujetarle el brazo, la echó fuera de un empujón, y como ella persistiese, también con ella la emprendió a latigazos, haciéndola huir, y continuó pegándole a su hijo hasta que este se agachó acobardado y se cubrió la cara con las manos desgarradas y sangrientas.

Entonces Wang Lung se detuvo. El aliento le silbaba entre los labios entreabiertos, el sudor le corría por el cuerpo y se sentía débil y agotado como presa de una enfermedad. Tiró el bambú y, jadeante, murmuró al joven:

– ¡Ahora vete a tu cuarto y no te atrevas a salir de él hasta que me libre de ti, no sea que te mate!

El muchacho se levantó y se fue sin decir palabra.

Wang Lung sentóse en el taburete donde había estado Loto, escondió la cabeza entre las manos y cerró los ojos, respirando entrecortadamente. Nadie se acercó a él y permaneció así, solo, hasta que se calmó y cesó su cólera.

Entonces, con infinito cansancio, se levantó y fue al cuarto donde estaba Loto, tendida en la cama y sollozando, y cogiéndola por los hombros la hizo volverse. Loto se le quedó mirando sin cesar de gemir, y Wang Lung observó que en la mejilla tenía hinchada la marca de un latigazo.

Y le dijo tristemente:

– ¿De modo que tienes que ser toda tu vida una ramera y tentar hasta a mis propios hijos?

Ella se puso a llorar con más fuerza al oír esto y protestó:

– ¡No, no es verdad! ¡El muchacho se sentía solo y entró en el patio, pero pregúntale a Cuckoo si jamás ha estado más cerca de mi lecho de lo que tú le viste!

Le miró, asustada y llorosa, y cogiéndole una mano la llevó a la hinchazón que cruzaba su mejilla, exclamando:

– ¡Mira lo que has hecho a tu Loto! Y si él es tu hijo, para mí no es más que tu hijo y nada me importa de él!

Volvió a mirarle, con sus lindos ojos arrasados en lágrimas transparentes, y Wang Lung gimió porque la belleza de esta mujer era más fuerte que él y la amaba contra su voluntad. Le parecía de pronto que le sería insoportable saber lo que había pasado entre los dos y deseó no saberlo nunca, porque era mejor que no lo supiera. Y gimiendo de nuevo, salió de la habitación. Al pasar frente al cuarto de su hijo gritó sin entrar en él:

– ¡Ahora pon tus cosas en el cofre y vete al Sur a hacer lo que te plazca y no regreses hasta que yo te mande a buscar!

Siguió adelante y pasó frente a O-lan, que estaba cosiéndole unas ropas; pero O-lan no dijo nada, y si había oído los gritos y los golpes no dio muestras de ello.

Wang Lung siguió en dirección a sus campos y permaneció en ellos hasta el mediodía. sintiéndose agotado y rendido como después de todo un día de labor.