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XXV

Cuando el hijo mayor hubo partido, Wang Lung sintió que la casa había sido purgada de un exceso de inquietud y esto le sirvió de alivio. Se dijo también que era mejor para el muchacho haber partido y que ahora él podría ocuparse de sus otros hijos, pues, con las propias tribulaciones y las exigencias de la tierra, que debía ser sembrada y cosechada a su debido tiempo, ocurriese lo que ocurriese fuera de ella, apenas si prestaba atención a sus hijos, con excepción del mayor. Decidió, además, sacar pronto de la escuela al hijo segundo e iniciarle en el comercio, sin esperar a que la turbulencia de la juventud se apoderase de él y le convirtiera en una plaga, como había ocurrido con el mayor.

Ahora bien, el hijo segundo de Wang Lung era tan diferente del mayor como pueden serlo dos hermanos. Mientras el primogénito era alto, de grandes huesos y rostro encendido, como los hombres del Norte y como su madre, el otro era de pequeña estatura, ligero y amarillo de piel; había algo en este muchacho que le recordaba a Wang Lung a su propio padre: la mirada astuta, aguda y humorística, y cierta disposición para la malicia si el caso lo requería.

Y Wang Lung se dijo:

"Bueno, este muchacho hará un buen comerciante. Lo sacaré del colegio y veré si puede entrar como aprendiz en el mercado de granos. Sería conveniente que yo tuviese un hijo donde vendo mis cosechas, y que pudiera vigilar la balanza e inclinarla un poco a mi favor.

De modo que cierto día le dijo a Cuckoo:

– Ve a decirle al padre de la prometida de mi hijo que tengo que hablar con él. Podemos tomar un vaso de vino juntos, ya que hemos de ser vertidos en un mismo cuenco, su sangre y mi sangre.

Cuckoo fue y regresó diciendo:

– Os verá cuando queráis, y si podéis ir a beber vino con él esta misma tarde, bien está, y si lo deseáis de otro modo, él vendrá aquí.

Pero Wang Lung no deseaba que el comerciante fuera a su casa porque temía verse obligado a hacer preparativos especiales, así es que se lavó cuidadosamente, se puso la túnica de seda y echó a andar a través de los campos. Fue primeramente a la calle de los Puentes, como Cuckoo le había indicado, y una vez en ella detúvose ante una puerta que llevaba el nombre de Liu. No es que pudiera leerlo, pero dio con la puerta contando, pues sabía que era la segunda a la derecha del puente. Además preguntó a uno que pasaba y la letra era, en electo, la letra de Liu. Era una puerta respetable, construida sencillamente de madera, y llamó a ella con la palma de la mano.

Inmediatamente se abrió y una servidora apareció en ella secándose las manos en el delantal mientras preguntaba el nombre del visitante, y cuando éste lo dijo se le quedó mirando, pues sabía que era el padre del prometido de la hija de la casa. Luego se fue a llamar a su amo.

Wang Lung miró en torno atentamente, alzó y palpó la tela de las cortinas y examinó la madera de la mesa, sintiéndose contento porque era evidente que en aquella casa se vivía bien, pero sin exagerada opulencia. Él no quería una nuera rica, para que no fuese altiva y desobediente, llena de caprichos y dada a apartar de sus padres el corazón de su marido. Hecha la inspección, Wang Lung sentóse nuevamente y esperó.

De pronto se oyeron unos pasos pesados y un hombre grueso y de cierta edad penetró en la estancia. Wang Lung se levantó y saludó y los dos se saludaron de nuevo, mirándose a hurtadillas con mutua satisfacción y respetando el uno al otro por lo que cada cual era: un hombre próspero y de provecho. Luego se sentaron los dos y bebieron el vino caliente que la criada les sirvió, y hablaron despacio de esto y de lo otro, de cosechas, de precio y de lo que valdría el arroz aquel año si la recolección era buena. Y al final Wang, Lung dijo:

Bueno, yo he venido a una cosa, aunque, si vuestro deseo lo quiere así, hablaremos de otros asuntos. Pero si tenéis necesidad de un servidor en el mercado, ahí está mi hijo segundo, que es muy listo, pero si no tenéis necesidad de él hablaremos de otras cosas.

Entonces el comerciante dijo placenteramente:

– Sí tengo necesidad de un joven que sea listo, si sabe leer y escribir.

Y Wang Lung repuso con orgullo:

– Mis dos hijos son buenos estudiantes y los dos saben cuándo una letra está mal escrita y si es aplicada correctamente la radical de la madera o la del agua.

Pues bien exclamó Liu, hacedle venir cuando queráis. Al principio no tendrá más salario que la comida, hasta que aprenda el oficio, y, si sirve, al cabo de un año cobrará una pieza de plata al final de cada luna, y al cabo de tres años, tres piezas. Después de esto habrá terminado su aprendizaje y podrá abrirse paso en el negocio como sepa. Además de su salario, las gratificaciones que pueda sacar de este vendedor y aquel comprador son suyas, y si sabe conseguirlas yo no tengo nada que decir. Y porque nuestras dos familias están unidas no os pido por él depósito de garantía.

Entonces Wang Lung se levantó satisfecho, sonrió y dijo: Ahora somos amigos. Y decidme, ¿no tenéis un hijo para mi hija segunda?

El comerciante, que era un hombre gordo y bien alimentado, se rió con fuerza y repuso:

– Tengo un hijo de diez años al que aún no he prometido. ¿Qué edad tiene la niña?

– Cumplirá diez en su próximo cumpleaños, y es linda como una flor.

Entonces los dos hombres se rieron juntos y el comerciante exclamó:

¿Vamos a ligarnos con doble lazo?

Y Wang Lung ya no dijo nada más, pues no era una cosa que pudiera ser discutida ahora más allá de lo que lo había sido. Pero después de haber saludado y partido satisfecho, se dijo para sus adentros: "La cosa puede hacerse", y cuando llegó a su casa miró a su hija y vio de nuevo que era linda y que, como su madre le había ceñido los pies, se movía graciosamente a pasitos menudos. Pero al mirarla atentamente, Wang Lung descubrió en su rostro señales de llanto y cierta palidez impropia de sus años, así es que cogiéndola por la mano y acercándola a él preguntó:

– ¿Por qué has llorado?

Entonces la niña bajó la cabeza, jugó con un botón de su vestido y dijo en voz baja:

– Porque mi madre ciñe una tela en torno a mis pies, más apretada cada día, y por las noches no puedo dormir.

– Pues yo no te he oído llorar dijo Wang Lung asombrado.

– No contestó ella simplemente-; mi madre me dijo que no tenía que llorar alto porque, como sois demasiado bueno y débil para ver sufrir, podríais decir que me dejasen como estoy y entonces mi esposo no me querría, como vos no la queréis a ella.

Dijo esto con la simplicidad de una criatura que recita un cuento, y Wang Lung se sintió herido al oírlo, al saber que O-lan le había dicho a la niña que él no amaba a la madre de su hija. Y exclamó rápidamente:

Bueno, hoy he sabido de un guapo esposo para ti, y ya veremos si Cuckoo puede arreglar las cosas.

Entonces la niña sonrió y bajó la cabeza, sintiéndose de pronto una doncella y no una criatura.

Aquella misma noche. Wang Lung le dijo a Cuckoo cuando entró en el segundo patio:

Ve y mira si puede hacerse.

Pero durmió inquietamente junto a Loto, despertándose varias veces y pensando en su vida y en cómo O-lan había sido siempre una leal servidora para él. Pensó también en lo que la niña había dicho y se sintió triste porque a pesar de sus oscuras luces, O-lan había leído en él la verdad.

Pocos días después de esto, Wang Lung envió a su segundo hijo a la ciudad y firmó los papeles para los esponsales de la hija menor y se decidió la dote y los regalos de joyas y ropas para su matrimonio.

Entonces Wang Lung descansó y se dijo:

"Bueno, ahora todos mis hijos están colocados. Mi pobre tonta no puede hacer otra cosa que sentarse al sol con su trocito de tela, y al hijo menor lo dedicaré a la tierra y no irá a la escuela, ya que es suficiente que dos sepan leer y escribir."

Sentíase orgulloso porque tenía tres hijos y uno era estudiante, otro comerciante y el otro labrador. Estaba, pues, contento y cesó de pensar en sus hijos. Pero, quisiera o no quisiera, no podía dejar de pensar en la mujer que se los había dado.

Por primera vez en todos los años que había vivido con ella, Wang Lung empezó a pensar en O-lan ahora. Aun en los días de su llegada a la casa no había pensado en ella por ella misma, ni más allá del hecho de que era una mujer y la primera que había conocido. Y le parecía a Wang Lung que con unas cosas y otras había estado siempre ocupado y sin tiempo que perder, y sólo ahora, cuando sus hijos estaban colocados y sus campos cuidados y en reposo bajo la proximidad del invierno, su vida con Loto regulada y Loto sumisa desde que le había pegado, sólo ahora le parecía a Wang Lung que podía pensar en lo que quisiera, y pensó en O-lan.

La miró, pues, atentamente, pero esta vez no como a una mujer y no porque fuera fea, descarnada y macilenta, sino con un extraño remordimiento al ver como había enflaquecido y como su piel se había tornado amarillenta y marchita. O-lan siempre había sido morena y su piel era tostada y encendida cuando trabajaba en la tierra. Pero desde hacía muchos años no había salido a los campos, excepto tal vez durante las recolecciones, y ni aun eso en los dos últimos años, pues Wang Lung no la dejaba, temeroso de que la gente dijera:

¿Todavía trabaja tu mujer en la tierra, siendo tú rico?

Sin embargo, nunca llegó a pensar por qué O-lan había querido al fin permanecer siempre en la casa, ni por qué se movía cada vez más despacio; y recordaba ahora que a veces la oía quejarse, cuando se levantaba del lecho por las mañanas y cuando se bajaba a encender el fuego, y sólo cuando él inquiría: Bueno, ¿y qué pasa?, ella se callaba súbitamente. Ahora, mirándola y viendo la extraña hinchazón de su cuerpo. Wang Lung sentía remordimientos y discutía así consigo mismo:

"Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de no haberla querido como se quiere a una concubina, ya que los hombres no suelen hacerlo."

Y añadió para consolarse:

"No le he pegado nunca y le he dado plata cuando me la ha pedido."

Pero no podía olvidar lo que la niña había dicho, y le dolía sin saber por qué, ya que, si analizaba la cuestión, había sido un buen esposo y mejor que otros.

Y porque no podía librarse de pensar en ella la miraba continuamente, observándola cuando le traía la comida o cuando andaba por la casa. Y un día, mientras se inclinaba para barrer el suelo, la vio ponerse gris, como bajo un agudo dolor interno; abrió los labios, jadeante, y se llevó la mano al vientre, inclinada todavía como si fuera a barrer, entonces Wang Lung le preguntó vivamente: