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¿Qué te pasa?

Pero ella apartó el rostro y repuso humildemente:

– Es el viejo dolor que tengo en las entrañas.

Y Wang Lung la miró de nuevo y le dijo a su hija menor: Coge la escoba y barre, pues tu madre está enferma.

Y a O-lan le dijo con más bondad de la que le había hablado en mucho tiempo:

Ve y acuéstate, y yo le diré a la niña que te lleve agua caliente. No te levantes.

Ella obedeció lentamente y sin replicar, entró en su cuarto y Wang Lung la oyó andar por él y luego tenderse en la cama y quejarse bajito. Entonces el se sentó y estuvo escuchando estos quejidos basta que no pudo soportarlos más y se fue a la ciudad a preguntar por un médico.

Encontró uno que le había sido recomendado por un escribiente del mercado de granos donde ahora se hallaba su hijo segundo, y fue a verle. El médico estaba sentado ociosamente ante una tetera. Era un hombre viejo, de larga barba cenicienta y lentes que semejaban los ojos de un mochuelo, y vestíase con una sucia túnica gris cuyas largas mangas le cubrían las manos por completo. Cuando Wang Lung le dijo cuáles eran los síntomas de su esposa, frunció los labios y abriendo un cajón de la mesa ante la que se hallaba sentado, sacó un paquete y dijo:

– Iré ahora mismo.

Cuando se acercaron a su cama, encontraron a O-lan dormida con un sueño ligero; el sudor le perlaba la frente y el labio superior, y al verlo el médico movió la cabeza con pesimismo. Alargando una mano tan seca y amarilla como la de un mono, le tomó el pulso durante un largo rato, y luego movió otra vez la cabeza gravemente y dijo:

– El bazo está dilatado y el hígado enfermo. Tiene una piedra tan grande como la cabeza de un hombre en la matriz; el estómago está desintegrado; el corazón no se mueve apenas y seguramente hay gusanos en él.

Al oír estas palabras, Wang Lung sintió que su propio corazón se detenía, y tuvo miedo, gritando con ira:

– Buena, pues dadle medicina. ¿No podéis hacerlo?

O-lan abrió entonces los ojos y miró a los hombres sin comprender, embotada de dolor.

El médico habló de nuevo:

– Es un caso difícil. Si no queréis garantía de curación, mis honorarios serán diez piezas de plata y le recetará unas hierbas, el corazón seco de un tigre y un diente de perro, todo esto hervido junto y que beba el caldo. Pero si queréis garantía de curación completa, entonces son quinientas piezas de plata.

Cuando O-lan oyó las palabras "quinientas piezas de plata" salió de pronto de su modorra y dijo débilmente:

– No, mi vida no vale tanto. Por ese precio se puede comprar un buen trozo de tierra.

Al oír esto, Wang Lung sintió que todos sus remordimientos le herían de nuevo, y contestó furiosamente:

– ¡No quiero muertes en mi casa y puedo pagar la plata!

Cuando el médico le oyó decir: "Puedo pagar la plata", sus ojos brillaron codiciosamente, pero había la pena que infligía la ley si no cumplía su palabra y la mujer se moría, de modo que exclamó, aunque con sentimiento:

– No; mirándole el blanco de los ojos veo que me he equivocado. Necesito cinco mil piezas de plata para garantizar su curación.

Entonces, comprendiendo, Wang Lung miró al médico silenciosa y tristemente. El no poseía tantas piezas de plata a menos que vendiese la tierra, y aun si hiciera esto no serviría de nada, porque era simplemente lo que el médico decía: "Esta mujer se muere."

Le acompañó, pues, hasta la puerta, entregándole las diez piezas de plata, y cuando hubo partido entró en la oscura cocina donde O-lan había pasado la mayor parte de su vida y donde, ahora que ella no estaba allí, nadie podía verle, y volviendo el rostro hacia la pared ennegrecida, se echó a llorar.