Y ella, recordando, exclamó:
– ¿Eran dos, y uno de ellos un mozo con la nariz respingada y una expresión en los ojos de saberlo todo, y con el sombrero ladeado sobre una oreja? ¿Y el otro, como tú dices, un muchacho espigado, ansioso de ser hombre?
Wang Lung dijo:
– Sí, sí, ése… ¡Ése es mi hijo!
– ¿Y qué pasa con tu hijo? -inquirió la mujer.
– Esto: si alguna vez vuelve por aquí, recházalo…, dile que sólo quieres hombres…, dile lo que quieras, pero cada vez que lo rechaces te daré el doble de tu paga en buena plata.
La mujer se rió entonces y dijo con súbito buen humor:
– ¿Y quién no diría que sí a esto, a ser pagada sin trabajar? Yo también digo que sí. Además es cierto que prefiero hombres; estos muchachitos proporcionan escaso placer.
Asintió con la cabeza y miró de soslayo a Wang Lung, que sintió otra vez náuseas al mirar su rostro y dijo rápidamente:
– Que así sea entonces.
Se dio vuelta apresuradamente y se encaminó a su casa, y mientras andaba iba escupiendo para librarse de las náuseas que le producía el recuerdo de esa mujer.
Aquel mismo día, pues, le dijo a Cuckoo:
– Que se haga lo que dijiste. Ve al negociante en granos y arregla el asunto. Y que la dote sea buena, pero no demasiado importante si la muchacha conviene y las cosas pueden arreglarse.
Cuando le hubo dicho esto a Cuckoo regresó a la habitación donde estaba su hijo dormido y se sentó a su lado, atormentándose al ver lo joven que era y su rostro puro y suave en el sueño. Entonces pensó en aquella mujer cansada y pintarrajeada, y en sus gruesos labios; su corazón se llenó de asco y de cólera, y permaneció allí sentado, murmurando en voz baja.
Mientras estaba allí entró O-lan y contempló al muchacho, y al ver el sudor que le empañaba la piel trajo agua caliente con vinagre y lo lavó suavemente, como solían lavar a los jóvenes señores en la casa grande cuando habían bebido demasiado. Y entonces, mirando aquel rostro delicado e infantil, sumido en el sueño de la borrachera del que ni siquiera el lavaje podía hacerle despertar, Wang Lung se levantó y, llevado por su cólera, fue al cuarto de su tío, olvidó que era el hermano de su padre y sólo recordó que este hombre era el padre del holgazán y desvergonzado mozo que había echado a perder a su hijo, y fue a él y gritó:
– ¡He dado protección a un nido de sierpes desagradecidas y ahora me han picado!
Su tío, que estaba inclinado sobre la mesa, tomando el desayuno, pues nunca se levantaba antes del mediodía, ya que no tenía trabajo alguno que hacer, alzó los ojos al oír estas palabras y dijo indolentemente:
– ¿Cómo es eso?
Entonces Wang Lung le contó, medio ahogándose, lo que había pasado, y su tío se rió y dijo:
– Bueno, ¿y es que se puede impedir que un chico se convierta en hombre? ¿Y es que se puede evitar que un perro joven se acerque a una perra perdida?
Al oír su risa, Wang Lung recordó, acumulado en un breve instante, todo lo que había tenido que sufrir por causa de su tío: cómo, tiempo atrás, su tío había intentado obligarle a que vendiera su tierra; cómo se habían instalado aquí los tres, bebiendo, comiendo y holgazaneando; cómo su mujer se atracaba de los platos caros que Cuckoo compraba para Loto, y cómo ahora el hijo de su tío había estropeado a su propio hijo, que era sano y decente, y se apretó la lengua entre los dientes al decir:
– ¡Fuera de mi casa con los vuestros! ¡Ya no hay más arroz para ninguno de vosotros desde este momento, y antes prenderé fuego a la casa que dar cobijo en ella a vosotros, que no sabéis tener gratitud ni en la ociosidad!
Pero su tío permaneció sentado donde estaba y continuó comiendo, y Wang Lung, con la sangre hirviéndole en las venas, al ver que su tío no le hacía caso se adelantó a él con el brazo en alto.
Entonces su tío volvióse y dijo:
– Échame si te atreves.
Y cuando Wang Lung, sin comprender, tartamudeó enfurecido: "Bueno, y qué…; bueno, y qué…", su tío se abrió la túnica y le mostró lo que llevaba en el forro.
Wang Lung se quedó helado y rígido al instante, pues había visto una barba postiza de pelo rojo y una franja de tela roja también, y la cólera huyó de él como por ensalmo y se puso a temblar, porque se había quedado sin fuerzas.
Ahora bien, estas cosas, la barba y la tela roja, eran signo y símbolo de una banda de ladrones que vivían y merodeaban hacia el Noroeste, los cuales quemaron muchas casas, raptaron a muchas mujeres e incluso dejaron atados a muchos labradores con sogas a la puerta de sus casas, y los hombres los habían encontrado al día siguiente, locos furiosos si vivían y tostados como carne asada si habían muerto. Y Wang Lung abrió los ojos hasta salírsele de las cuencas, se volvió y se fue sin decir palabra. Y, según se iba, oyó la risa susurrante de su tío, que se inclinaba nuevamente sobre su plato de arroz.
Wang Lung se encontró ahora en un remolino como jamás había soñado. Su tío entraba y salía como antes, sonriendo un poco bajo los ralos y escasos cabellos de su barba gris, con la ropa ceñida al cuerpo tan negligentemente como siempre, y Wang Lung sudaba hielo cuando le veía, pero no se atrevía a hablarle como no fuera con palabras corteses, por miedo a lo que su tío pudiera hacerle.
Era cierto que durante todos aquellos años de prosperidad, y especialmente en los años en que no había cosechas, o sólo muy mezquinas, y otros hombres se morían de hambre con sus hijos, jamás los bandidos habían asaltado su casa ni sus tierras, aunque lo llegó a temer muchas veces y cada noche se aseguraba de que las puertas se hallasen bien cerradas. Hasta que llegó el verano de su pasión habíase vestido siempre simplemente, evitando toda apariencia de riqueza, y cuando entre la gente del pueblo oía contar historias de saqueos, volvía a su casa y dormía con un sueño inquieto, alerta a todos los ruidos de la noche.
Pero los ladrones nunca vinieron a su casa, y él tornóse descuidado y valiente, creyendo que estaba protegido por el cielo y que era un hombre afortunado por designio de su destino. Olvidóse, pues, de todo, incluso del incienso de los dioses, ya que se portaban bien con él sin necesidad de ofrendas, y no pensó ya más que en sus propios asuntos y en su tierra.
Y ahora, de pronto, veía por qué había estado a salvo y por qué lo estaría mientras alimentase a aquellos tres de la casa de su tío. Al pensar en esto sudaba un sudor frío, y no se atrevía a decir a nadie lo que su tío ocultaba en el seno.
Pero a su tío ya no le habló más de abandonar la casa, y a la mujer de su tío le dijo con tanta insistencia como le fue posible:
– Comed lo que queráis en las habitaciones de la segunda esposa, y aquí tenéis un poco de plata para gastar.
Y al hijo de su tío le dijo, aunque las palabras se le ahogaban en la garganta:
– Aquí tienes un poco de plata, pues a los jóvenes les gusta divertirse.
Pero vigiló a su propio hijo y no le permitió salir de la casa después de la puesta del sol, a pesar de que el muchacho se encolerizaba e iba de un lado a otro, rabioso, y les pegaba a sus hermanos pequeños sin otro motivo que su mal humor. Y así vióse Wang Lung cercado de disgustos.
Al principio no podía trabajar pensando en las cosas que le ocurrían, y pensó en este disgusto y en el otro, y se dijo: "Podría echar a mi tío de casa y trasladarme a la ciudad, que está cercada de murallas y cuyas grandes puertas se cierran cada noche para protegerse de los bandidos". Pero entonces se acordó de que cada día tendría que venir a trabajar en los campos, y ¿quién podía saber lo que podría sucederle mientras trabajaba indefenso, aunque se hallase en su propia tierra? Además, ¿cómo era posible vivir encerrado en una ciudad, y en una casa de ciudad? El se moriría si lo arrancaban de su tierra. Sin contar con que seguramente vendría un mal año y entonces ni la ciudad podría librarse de los ladrones, como había ocurrido cuando cayó la casa grande. También podría ir a la ciudad, entrar en la casa donde vivía el magistrado y decirle:
– Mi tío es uno de los Barbas Rojas.
Pero si hiciera esto, ¿quién le creería, quién creería al hombre capaz de decir una cosa así del hermano de su propio padre? Lo más probable es que le dieran de palos por su conducta poco filial antes de que su tío sufriera daño alguno por su acusación, y al final tendría que temer por su vida, pues si los ladrones se enteraban de lo que había hecho le matarían en venganza. Entonces, y como si no tuviera bastantes inquietudes, Cuckoo regresó de parlamentar con el negociante en granos y trajo la noticia de que, aunque el asunto de la boda había ido bien, el comerciante Liu no quería que ahora se verificase otra cosa que el intercambio de los documentos notariales, ya que la doncella era demasiado joven para casarse, pues no tenía más que catorce años y había de esperar tres años más. Wang Lung quedóse consternado al pensar en tres años más de sufrir las murrias de su hijo, sus miradas lánguidas y su ociosidad, pues ahora de cada diez días faltaba dos a la escuela. Y aquella noche, mientras comía, Wang Lung le gritó a O-lan:
– ¡Bueno, vamos a prometer a los otros niños tan pronto como podamos, porque yo no quiero pasar por esto tres veces más!
A la mañana siguiente, después de una noche de escaso sueño, despojóse de su larga túnica y de sus zapatos, y como solía hacer cuando los asuntos de su casa se complicaban demasiado para él, cogió una azada y se fue a los campos. Al salir, pasó por el patio exterior, donde estaba sentada la mayor de sus hijas sonriendo y pasando entre sus dedos el trocito de tela retorcida y volviéndola a alisar, y Wang Lung se dijo:
– A pesar de todo, esta pobre tonta mía me trae más consuelo que todos los otros juntos.
Y estuvo yendo a la tierra día tras día durante un largo espacio de tiempo.
Entonces la buena tierra fue de nuevo su bálsamo mágico; el sol brilló sobre él y le curó, y los aires cálidos del verano le envolvieron en un manto de paz. Y como para curarle totalmente de su incesante pensar sobre las calamidades de su casa, cierto día vino del Sur una nubecilla ligera. Al principio flotó en el horizonte como una niebla tenue que no vagaba de un punto a otro como las nubes movidas por el viento, sino que permaneció inmóvil hasta que se abrió en el aire como un abanico. Los hombres del pueblo la observaron atentamente y hablaron de ella con temor, pues sospechaban que lo que ocurría era esto: que había llegado del Sur una plaga de langosta a devorar sus campos. Wang Lung estaba también entre los hombres, observando, y, mientras observaban, el aire arrastró algo que cayó a sus pies; uno de los hombres se inclinó rápidamente a cogerlo y vieron que era una langosta muerta, más ligera que las huestes vivas que la seguían.