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– El hermano mayor no vino hoy a la escuela.

Wang Lung se enfurecía con su primogénito y gritaba:

– ¿Es que tengo que gastar la buena plata en balde?

Y, en su cólera, lanzábase sobre el muchacho con una caña de bambú y le pegaba hasta que O-lan, la madre del muchacho, le oía y salía corriendo de la cocina para interponerse entre padre e hijo, de manera que los golpes llovían sobre ella a pesar de los esfuerzos de Wang Lung por alcanzar a su hijo. Y lo curioso era que si bien se echaba a llorar por la menor represión, el muchacho aguantaba estas palizas con el bambú sin chistar, pálido y demudado como una imagen. Y Wang Lung no sabía cómo explicárselo por más que pensaba en ello día y noche.

Meditando estaba sobre ello cierta noche después de cenar, pues durante el día le había pegado a su hijo por no ir a la escuela, cuando O-lan entró en el cuarto. Entró silenciosamente y se detuvo delante de Wang Lung, quien vio que tenía algo que decirle, por lo que exclamó:

– Dime, pues. ¿De qué se trata, madre de mi hijo?

Y ella respondió:

– Es inútil que le pegues al muchacho como lo haces. Yo he visto sucederles esto a los jóvenes señores de la casa grande: se ponían tristes y melancólicos, y entonces al Anciano Señor les buscaba esclavas, si es que ellos no las habían buscado por su cuenta, y todo pasaba fácilmente.

Pero no es necesario que esto ocurra -contestó Wang Lung rebatiendo su argumento-. Cuando yo era muchacho no tenía esas melancolías, y esos llantos, y esas rabietas, y tampoco tenía esclavas.

O-lan esperó y luego repuso lentamente:

Yo tampoco lo he visto ocurrir así, excepto con los jóvenes señores. Tú trabajabas la tierra, pero él es como un señor y no hace nada en la casa.

Wang Lung quedó sorprendido, pues veía que no dejaba de existir verdad en todo esto. Era cierto que cuando él era muchacho no tenía tiempo para dejarse arrastrar por melancolías, pues tenía que levantarse al amanecer para echar la comida al buey y luego salir con azada y arado a trabajar hasta quebrarse el espinazo. Y si lloraba podía llorar, pues nadie le oía, y si sentía deseos de escapar, como su hijo se escapaba de la escuela, no podía realizarlo porque a su regreso no hubiera hallado nada que comer, de manera que se veía forzado a trabajar. Recordó todo esto y se dijo para sus adentros:

"Pero mi hijo no es así. El es más delicado de lo que yo era, y su padre es rico y el mío era pobre. Su trabajo no es necesario porque ya tengo quien trabaje en mis campos, y además no es posible coger a un estudiante como mi hijo y ponerlo tras el arado."

Y sintiéndose íntimamente orgulloso de tener un hijo así, le dijo a O-lan:

– Bueno, pues si es como un joven señor, es otra cosa. Pero no le puedo comprar una esclava. Le prometeré y le casaremos pronto; eso es lo que hay que hacer.

Y se levantó, dirigiéndose a las habitaciones de Loto.