XXIII
Ahora bien, Loto, viendo a Wang Lung distraído en su presencia y pensando en otras cosas, se enojó y dijo:
– Si yo hubiera sabido que en un breve año podrías llegar a mirarme y no verme, me habría quedado en la casa de té.
Loto volvió la cabeza, mirando a Wang Lung con el rabillo del ojo, y Wang Lung se echó a reír. Cogiéndole una mano la apoyó contra su mejilla, aspirando su fragancia, y dijo:
– Bueno, el caso es que un hombre no puede pasarse la vida pensando en la joya que ha cosido a su túnica, pero si la perdiera no podría sufrirlo. Estos días estoy pensando en mi hijo mayor, y en como la sangre arde de deseo en sus venas, y en que no encuentro a nadie a propósito con quien casarle. No quiero darle por esposa a una hija de alguno de los labradores del pueblo, ni estaría eso bien, considerando que llevamos el nombre común de Wang. Y, sin embargo, no conozco lo suficiente a ningún hombre de la ciudad para decirle: "Aquí está mi hijo y ahí está tu hija", y me repugna acudir a un casamentero profesional, no vaya a estar de acuerdo con alguien que tenga una hija deforme o idiota.
Loto, desde que el primogénito de Wang Lung se había convertido en un adolescente alto y gallardo, miraba al muchacho con simpatía, y, divertida por lo que Wang Lung le contaba, replico meditativa:
– Cuando yo estaba en la casa de té iba a verme un hombre que me hablaba a menudo de su hija porque decía que era como yo, pequeña y fina, aunque una niña todavía. Y me repetía: "Te quiero con una extraña inquietud, como si fueras mi hija; te pareces demasiado a ella, y eso me turba y no está bien". Y por esta razón, aunque me prefería a mí, se fue con una muchacha alta y roja llamada Flor de Granado.
– ¿Qué clase de hombre era ése? -preguntó Wang Lung.
– Un buen hombre, generoso con el dinero e incapaz de prometer y no dar. Todas le queríamos bien porque no era refunfuñón, y si una se sentía cansada no gritaba, como hacían otros, que se le había estafado, sino que decía tan cortésmente como pudiera hacerlo un príncipe o un gran señor de alguna noble casa: "Bueno, aquí está la plata, y descansa, hija mía, hasta que el amor florezca de nuevo." Siempre nos hablaba con mucha gentileza.
Y Loto se quedó meditando hasta que Wang Lung dijo vivamente, para sacarla de sus reflexiones, pues no le gustaba que pensase en su antigua vida:
– ¿Qué negocio tenía, pues, con toda esa plata?
Y ella contestó:
– Eso no lo sé, pero creo que era propietario de un mercado de granos. Se lo preguntaré a Cuckoo, que sabe todo lo que se refiere a los hombres y su dinero.
Le llamó tocando las palmas, y Cuckoo acudió de la cocina. Loto le preguntó:
– ¿Quién era aquel hombre alto, grueso y bondadoso que venía a verme a mí y luego a Flor de Granado porque yo le recordaba a su hijita y eso le turbaba, aunque siempre me quiso más a mi que a las otras?
Y Cuckoo contestó en seguida:
– Ah, ése era Liu, el negociante en granos. ¡Ah, era un buen hombre! Siempre que me veía me dejaba plata en la mano.
– ¿Dónde está su mercado? -inquirió Wang Lung con negligencia, porque no confiaba que de esta charla de mujeres resultase gran cosa.
– En la calle del Puente de Piedra -dijo Cuckoo.
Entonces, y antes de que Cuckoo hubiese terminado de hablar, Wang Lung frotó sus manos con satisfacción y dijo:
– ¡Ése es el mercado donde yo vendo mi grano! Esto es una cosa propicia y seguro que podrá realizarse.
Y por vez primera se despertó su interés, pues le parecía muy afortunado casar a su hijo con la hija del hombre que compraba sus cereales.
Cuando había algún asunto que llevar a cabo, Cuckoo olía el dinero que hubiese en él como una rata huele el sebo, y limpiándose las manos en el delantal dijo rápidamente:
– Estoy pronta a servir al señor.
Wang Lung dudaba, y dudando fijó la mirada en el rostro astuto de la mujer, pero Loto exclamó alegremente:
– ¡Es verdad! Cuckoo irá a ver al comerciante Liu, que la conoce bien, y la cosa se hará porque Cuckoo es muy lista, y, si se hace, los honorarios del casamiento serán para ella.
– ¡Pues eso haré! -exclamó con vehemencia.
Rióse pensando en la buena plata que iba a ganar, se quitó el delantal apresuradamente y añadió con solicitud:
– Voy a ir ahora mismo, pues la carne está preparada y a punto de guisar, y los vegetales, lavados.
Pero Wang Lung no había meditado suficientemente sobre el asunto ni quería decidirlo con tanta rapidez.
– No -exclamó-; todavía no he decidido nada. Tengo que reflexionar durante unos días y ya os diré lo que determine.
Las mujeres estaban impacientes, Cuckoo por la plata y Loto porque esto era algo nuevo, que la divertía; pero Wang Lung se fue diciendo:
– No; se trata de mi hijo y quiero esperar.
Y hubiera podido esperar durante muchos días, pensando en unas cosas y en otras, si el muchacho, su primogénito, no hubiera un día llegado a casa al amanecer, con la cara ardiente y roja de beber vino, el aliento fétido y los pies vacilantes. Wang Lung le oyó tropezar en el patio, salió corriendo para ver quién era y el muchacho se puso malo y vomitó ante él, pues no tenía costumbre de beber otra cosa que el flojo vino de arroz fermentado que hacían de su propia cosecha. Luego se desplomó al suelo y allí quedó, yaciendo sobre lo vomitado, como un perro.
Wang Lung, asustado, llamó a O-lan, y entre los dos levantaron al muchacho y O-lan le lavó y le tendió en la cama de su propio cuarto, y al cabo de un rato el mozo se durmió como un muerto y no pudo contestar nada a las preguntas de su padre. Entonces Wang Lung fue a la habitación donde dormían los dos muchachos y encontró allí al segundo bostezando, desperezándose y envolviendo sus libros en un paño cuadrado, para llevárselos a la escuela, y le preguntó:
– ¿Se acostó tu hermano mayor contigo anoche?
Y el muchacho contestó de mala gana:
– No.
Había en su rostro una expresión de miedo, y, viéndola, Wang Lung le gritó ásperamente:
– ¿Adónde fue?
Y como él no quisiera contestar, su padre le cogió por el cuello y le sacudió con fuerza, gritándole:
– ¡Ahora dímelo todo, perro!
Esto asustó al chico, que empezó a llorar y a sollozar, y entre sollozos confesó:
– ¡Mi hermano mayor dijo que no tenía que contároslo y que si os lo contaba me pincharía y me quemaría con una aguja ardiente, y que si no os lo contaba me daría peniques!
Y Wang Lung, fuera de sí al oír esto, rugió:
– ¿Contarme qué, tú que debías morir?
El muchacho miró en torno a sí y dijo desesperadamente, viendo que su padre le ahogaría si no contestaba:
– Ha pasado fuera tres noches, pero adónde va no lo sé, excepto que va con el hijo de vuestro tío, nuestro primo.
Wang Lung soltó la mano del cuello de su hijo, le apartó de un empujón y entró en las habitaciones de su tío. Allí encontró al hijo de éste rojo y ardiente por el vino, como su propio hijo, pero con los pies firmes porque era mayor y estaba habituado a las costumbres de los hombres.
– ¿Adónde has llevado a mi hijo? -le gritó Wang Lung.
Más el joven le miró con mofa y repuso:
– ¡Ah, el hijo de mi primo no necesita que le lleven! Sabe ir solo.
Pero Wang Lung repitió su pregunta, y esta vez pensó para sus adentros que ahora iba a matar a este hijo de su tío, a deshacer esta cara dura y desvergonzada, y gritó con voz terrible:
– ¿Dónde ha estado mi hijo esta noche?
Al oír esta voz, el joven se asustó y repuso bruscamente y de mala gana:
– Estuvo en casa de la ramera que vive en un cuarto de los que pertenecieron a la casa grande.
Wang Lung, entonces, dejó escapar un gemido, porque esta ramera era bien conocida de muchos hombres y sólo los más pobres y vulgares iban a ella, pues ya no era joven y estaba dispuesta a dar mucho por poco.
Sin detenerse a tomar alimento, Wang Lung salió de su casa y atravesó sus campos. Por primera vez no se fijó en nada de lo que crecía de su tierra, ni notó lo que la cosecha prometía, debido a esta perturbación que su hijo le había traído. Marchaba con los ojos fijos, atravesó la puerta de la muralla que rodeaba la ciudad y fue a la casa que había sido grande.
Las pesadas puertas estaban ahora abiertas de par en par, pues nadie se tomaba la molestia de hacerlas girar sobre sus gruesos goznes de hierro. Wang Lung entró y halló las habitaciones y los patios llenos de gente baja que alquilaba los cuartos, uno por familia, y vivía hacinada en ellos. La suciedad reinaba en aquel lugar; los viejos pinos habían sido abatidos, los que quedaban en pie estaban muriéndose y los estanques se hallaban cegados con basura.
Pero Wang Lung no vio nada de esto. Entró en el patio del primer edificio y preguntó:
¿Dónde está la mujer llamada Yang, que es una ramera?
Sentada en un taburete de tres patas, remendando una suela de zapato, se hallaba una mujer que levantó la cabeza, señaló una puerta que se abría al patio y continuó con su costura, como si hubiera contestado muchas veces a esta pregunta hecha por hombres.
Wang Lung fue hasta esa puerta y llamó a ella. Una voz irritada contestó:
– ¡Marchaos! He terminado mi trabajo por esta noche y ahora tengo que dormir.
Pero él volvió a llamar y la voz preguntó:
– ¿Quien es?
Wang Lung no contestó, pero repitió la llamada porque estaba decidido a entrar.
Al fin oyó ruido y una mujer abrió la puerta, una mujer que ya no era joven, que tenía un rostro cansado, labios gruesos y caídos, y que llevaba una espesa capa de pintura blanca en la frente y otra de pintura roja en los labios y en la cara, que aun no se había lavado. La mujer le miró y dijo vivamente:
– No, no puedo antes de esta noche, por la noche puedes venir tan pronto como quieras, pero ahora es preciso que duerma.
Pero Wang Lung la interrumpió bruscamente, porque la vista de esta mujer le daba náuseas y la idea de su hijo en este lugar se le hacía insoportable, y le dijo:
– No vengo por mí… Yo no necesito una como tú. Es por mi hijo.
Y sintió de pronto que la garganta se le hinchaba de sollozos por su hijo.
La mujer preguntó:
– Bueno, ¿y qué pasa con tu hijo?
Y Wang Lung contestó con voz temblorosa:
– Anoche estuvo aquí.
– Anoche estuvieron aquí los hijos de muchos hombres -replicó la mujer- y no sé cuál era el tuyo.
Entonces Wang Lung dijo suplicante:
– ¿No recuerdas a un muchacho muy joven, alto para sus años, pero no un hombre todavía?