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XXII

Como se había curado de su dolor de espíritu al regresar de la ciudad del Sur y de las amarguras que allí sufriera, así Wang Lung sentíase ahora curado de la tortura de su amor por la buena y oscura tierra de sus campos. Y sintió con delicia el suelo húmedo bajo sus pies y aspiró el olor de la tierra que subía de los surcos abiertos por él para la siembra. Dio órdenes a los trabajadores y llevaron a cabo una buena jornada de labor, arando aquí y allá. Marchaba él el primero tras los bueyes, haciendo restallar el látigo sobre sus lomos y mirando aparecer el hondo rizo de tierra según el arado se hundía en el suelo. Luego llamó a Ching y le entregó las cuerdas y él cogió una azada y comenzó a romper los terrones convirtiéndolos en fina y arcillosa materia, suave como azúcar moreno y todavía ennegrecida por la humedad de la tierra. Hacía esto por el puro gozo que le proporcionaba y no por necesidad alguna, y cuando la fatiga le venció tendióse a dormir en el suelo y la salud de la tierra se filtró en su carne y se sintió curado de su angustia.

Cuando llegó la noche y el sol se ocultó entre fulgores, sin una sola nube que lo velase, Wang Lung entró en su casa con el cuerpo dolorido, rendido y triunfante, y descorriendo la cortina penetró en el segundo patio, donde Loto paseaba vestida de seda. Al verle todo manchado de tierra, gritó escandalizada, estremeciéndose cuando Wang Lung se acercó a ella.

Pero él se echó a reír y, tomando sus delicadas manitas entre las suyas terrosas, se rió de nuevo y dijo:

– ¡Ahora ves que tu señor no es nada más que un labrador, y tú la esposa de un labrador!

A lo cual ella repuso vivamente:

– ¡Sé tú lo que quieras, pero yo no soy la esposa de un labrador!

Wang Lung se rió otra vez y se alejó de ella fácilmente.

A la hora de la cena comió su arroz tal como estaba, sucio todavía de su labor en la tierra, y aun para acostarse se lavó de mala gana. Pero al lavar su cuerpo se rió otra vez, porque ahora no se lavaba para mujer alguna y se sentía libre.

De pronto le pareció a Wang Lung que había estado ausente largo tiempo y que tenía infinitas cosas por hacer. La tierra reclamaba labranza y siembra, y día tras día él trabajaba en ella mientras la palidez con que su verano de pasión le había pintado el rostro se transformaba en un tostado oscuro bajo los rayos del sol; mientras sus manos, que habían perdido sus rudas callosidades en la ociosidad del amor, se endurecían de nuevo donde la azada las rozaba y las marcaba el arado.

Cuando regresaba, atardecido o de noche, comía bien de los alimentos que O-lan le preparaba: buen arroz, col y judías, y buenos ajos con pan de trigo. Y si Loto se tapaba su pequeña nariz cuando él llegaba protestando de su tufo, él se reía, le tenía sin cuidado y expelía su fuerte aliento, que Loto tenía que soportar como pudiera, pues estaba decidido a comer lo que le viniese en gana. Y ahora que de nuevo rebosaba salud y estaba libre de la angustia de su amor, podía ir a ella y saciarse de ella y volverse hacia otras cosas.

Esas dos mujeres ocuparon, pues, sus respectivos puestos en su casa: Loto para satisfacer su complacencia en la belleza y la exquisitez, en la delicia de su puro sexo, y O-lan como su mujer de trabajo, como la madre de sus hijos, que cuidaba su casa y le daba de comer a él, a su padre y a sus criaturas. Y era para Wang Lung un orgullo que en el pueblo los hombres hablasen con envidia de su segunda mujer, como si fuera una joya rara o un juguete costoso, inútil, pero signo y símbolo de que un hombre había pasado más allá de las necesidades materiales y podía gastar su dinero en placeres si éste era su deseo.

Y el primero en loar su prosperidad entre los hombres del pueblo era su tío, que le halagaba ahora como un perro en busca de favor, y decía:

– Mi sobrino tiene una mujer para su solaz como ninguno de nosotros hemos ni siquiera visto, y va ataviada con trajes de seda y de satén como una señora de casa grande. Yo no la he visto, pero mi mujer me lo explica.

Y repetía:

– Mi sobrino, el hijo de mi hermano, está fundando una gran casa, y sus hijos serán los hijos de un hombre rico y no tendrán que trabajar toda su vida.

Los hombres del pueblo, pues, miraban a Wang Lung con un respeto que iba en aumento, y le hablaban no como a uno de ellos, sino como a persona de posición que habitaba una gran casa, y le pedían dinero prestado, con intereses, y consejo sobre el matrimonio de sus hijos e hijas, y si dos entablaban una disputa por los linderos de un campo, se le pedía a Wang Lung que decidiera y su decisión era aceptada fuese cual fuese.

El amor que había tenido a Wang Lung enteramente absorbido, le tenía ahora satisfecho y se ocupaba en muchas cosas. Las lluvias regaban en la época oportuna, el trigo germinaba y crecía, el año avanzaba hacia el invierno y Wang Lung llevó sus cosechas al mercado, pues siempre retenía el grano hasta que los precios eran elevados. Y esta vez se llevó con él a su hijo mayor.

El orgullo que le es dado a un hombre cuando ve a su primogénito leer en voz alta las letras escritas en un papel, y manipular la tinta y el pincel escribiendo lo que ha de ser leído por otros, este orgullo Wang Lung lo conocía ahora. Orgullosamente vio ocurrir esta escena y no se rió cuando los escribientes que antes se habían burlado de él exclamaban ahora:

– ¡Buena letra tiene el muchacho! Es muy inteligente.

No, Wang Lung no demostraría que era nada extraordinario que él poseyese un hijo así, aunque cuando el muchacho dijo vivamente mientras leía: "Aquí hay una letra que tiene la radical de la madera en vez de tener la radical del agua", su corazón casi reventó de orgullo y tuvo que darse vuelta, toser y escupir en el suelo para disimular. Y cuando un murmullo se levantó de los escribientes ante la sabiduría de su hijo, él exclamó tan sólo:

– ¡Cámbialo, pues! Nuestro nombre no firmara nada mal escrito.

Y contempló lleno de orgullo cómo su hijo tomaba el pincel y cambiaba el signo equivocado.

Cuando hubo terminado y su hijo escribió el nombre de su padre en el acta de venta del cereal y en el recibo del dinero, los dos se dirigieron a casa juntos, padre e hijo, y el padre pensó que ahora su hijo era un hombre y su primogénito, y que tenía que hacer por él lo que debía y escogerle una esposa a quien prometerle para que el muchacho no tuviera que ir mendigando a una gran casa, como él había hecho, y aceptar lo que nadie quería, pues su hijo era el hijo de un hombre rico que poseía tierras.

Wang Lung se dedicó, pues, a la busca de una doncella que pudiera ser la esposa de su primogénito, pues no quería para él una mujer común y vulgar. Le habló a Ching del asunto una noche, cuando los dos se hallaban solos en el cuarto central haciendo cálculos sobre lo que necesitaban comprar para la siembra de primavera y sobre lo que tenían de simiente propia. Le habló de ello sin esperar gran ayuda, pues sabía que Ching era demasiado simple, pero, así y todo, le conocía bien, sabía que era leal como un perro con su amo, y era un consuelo poderle descubrir sus pensamientos.

Ching permanecía humildemente en pie mientras Wang Lung se sentaba a la mesa, pues a pesar de la insistencia de éste no quería, ahora que Wang Lung era rico, sentarse en su presencia, como si fueran dos iguales, y le escuchaba atentamente mientras él hablaba de su hijo y de la doncella que buscaba. Cuando Wang Lung hubo concluido, Ching suspiró y dijo con su voz vacilante que era como un murmullo:

– Si mi pobre hija estuviera aquí, y sana, podrías tomarla por nada y con mi gratitud encima, pero no sé dónde está y puede que esté muerta y yo no lo sepa.

Entonces Wang Lung le dio las gracias, pero calló lo que pensaba: que para su hijo era preciso una mujer mucho más elevada que la hija de Ching, quien, aunque buen hombre, era tan sólo un común labrador de tierra ajena.

Wang Lung, pues, guardó su propio consejo y sólo escuchaba aquí y allá, en la casa de té, las conversaciones en que se hacía referencia a doncellas o a hombres prósperos de la ciudad que tenían hijas casaderas. Pero a la mujer de su tío no le dijo nada, ocultándole sus propósitos, pues si bien sus servicios le fueron útiles cuando él quiso para sí una mujer de la casa de té, siendo persona indicada para una cosa de esta índole, en el asunto de su hijo no quería la intervención de la mujer de su tío, que no podía conocer a nadie digno de su primogénito.

El año se vistió de nieve y de invernal crudeza, llegaron las fiestas de Año Nuevo y en la casa de Wang Lung se comió y se bebió, y llegaron hombres, no solamente del campo. sino también de la ciudad, para felicitar a Wang Lung, hombres que le decían:

– Bueno, no podemos desearos fortuna mayor que la que tenéis: hijos en la casa, mujeres, dinero y tierras.

Y Wang Lung, vestido con su túnica de seda, con sus hijos bien ataviados a cada lado de él, y ante ellos la mesa llena de ricos pasteles, de simientes de sandía y de nueces; con las puertas de su casa adornadas con insignias de papel rojo, símbolo del nuevo año y de la futura prosperidad, consideró que realmente su fortuna era buena.

Pero el año avanzó hacia la primavera, los sauces verdearon ligeramente, los melocotoneros se llenaron de flores rosadas y Wang Lung no había encontrado todavía la prometida para su hijo.

La primavera se presentó con sus días largos y templados, llenos del perfume de los cerezos y los ciruelos en flor; los sauces abrieron plenamente sus hojas, los árboles se cubrieron de verde follaje, la tierra apareció húmeda y vaporosa, grávida de fruto, y el primogénito de Wang Lung cambió de pronto y cesó de ser un niño. Tornóse caprichoso y petulante, se negaba a comer esto y comer lo otro, se cansó de sus libros y Wang Lung se alarmó, no sabiendo cómo explicarse este cambio, y habló de llamar a un médico.

No había modo de corregir al muchacho, pues si su padre le decía con mimo: "Come de esta carne y de este buen arroz", negábase con terquedad y melancolía, y si Wang Lung se enojaba, echábase a llorar y salía corriendo de la habitación.

Wang Lung estaba atónito y no sabía cómo explicarse todo esto, así es que siguió al muchacho y le dijo con tanta dulzura como le fue posible:

– Yo soy tu padre y puedes decirme lo que te pasa.

Pero el muchacho no hizo sino llorar y mover la cabeza violentamente.

Además, le cobró antipatía a su viejo maestro; por las mañanas se negaba a levantarse del lecho para ir a la escuela y Wang Lung tenía que gritarle e incluso pegarle a veces, y entonces partía, hosco y mohíno, y pasaba el día entero vagando por las calles de la ciudad sin que Wang Lung se enterase hasta la noche, cuando el hijo segundo decía rencorosamente: