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Pero el muchacho estaba decidido y miró a su padre, echó hacia atrás las cejas y exclamó solamente:

– Iré.

Entonces Wang Lung acudió a los mimos y dijo:

– Podrás ir a la escuela que desees y si quieres te mandaré a los grandes colegios del Sur y aun a los del extranjero para que aprendas cosas interesantes, y podrás ir a estudiar a donde te parezca, si no quieres ser soldado. Es una deshonra para un hombre como yo, un hombre de plata y de tierras, tener un hijo soldado.

Y al ver que el muchacho permanecía callado, exclamó otra vez mimosamente:

– Dile a tu viejo padre por qué quieres ser soldado.

Y el muchacho dijo, con los ojos brillándole bajo las cejas:

– ¡Ha de haber una guerra como jamás ha existido otra semejante, y ha de haber una revolución, y lucha, y guerra, y nuestra tierra será libre!

Wang Lung oyó esto con el mayor asombro que hasta entonces le habían causado sus tres hijos.

– Yo no sé qué historias son éstas… -dijo pensativo-. Nuestra tierra es libre ahora. Yo la arriendo a quien deseo y me trae plata y buen grano y tú te vistes y comes y vives de ella, y no sé qué libertad quieres mayor de la que tienes.

Pero el muchacho murmuró amargamente:

– No comprendéis…, sois muy viejo… No comprendéis nada… Y Wang Lung se quedó meditando y mirando a este hijo suyo, y vio su rostro joven y torturado, y se dijo:

"Le he dado todo a este hijo, hasta la vida. Le he permitido abandonar la tierra, aunque ahora ya no tengo un hijo que cuide de ella después de mí, y le he permitido leer y escribir, por más que no era necesario, con dos en la familia que saben hacerlo."

Y pensó y se dijo a sí mismo todavía, mirando al muchacho:

"Todo lo ha tenido de mí este hijo…"

Y entonces se fijó en él con atención y vio que ya era un hombre, aunque todavía espigado como un junco tierno, y dijo con duda, musitando y a media voz, pues no veía en el muchacho signo alguno de lujuria:

– Bueno, puede que necesite algo todavía.

Y exclamó en voz alta y lentamente:

– Bueno, y pronto te casaremos, hijo mío.

Pero él lanzó a su padre una mirada de fuego bajo la línea espesa de las cejas, y contestó desdeñosamente:

– ¡Entonces me escaparé, pues para mi una mujer no es una respuesta a todo, como para mi hermano mayor!

Wang Lung vio en seguida que se había equivocado y se apresuró a decir excusándose:

– No…, no… No te casaremos…, pero quiero decir… si hay alguna esclava que desees…

Y el muchacho contestó con una expresión elevada y con gran dignidad, cruzando los brazos sobre el pecho:

– Yo no soy un joven vulgar. Yo tengo sueños. Yo quiero la gloria. Y mujeres las hay en todos lados.

Entonces, y como si de pronto recordase algo que había olvidado, perdió su altiva dignidad, dejó caer los brazos y dijo con su voz natural:

– Además, nunca ha habido una colección de esclavas más fea que la nuestra. Claro que a mí no me importa poco ni nada, pero no hay ni una sola belleza en la casa, excepto quizá la doncellita pálida que sirve a la que está en el departamento interior.

Entonces Wang Lung comprendió que hablaba de Flor de Peral y se sintió poseído de unos celos extraños. De pronto se sintió más viejo de lo que era, un hombre viejo y demasiado grueso de cintura y con el pelo blanquecino; y vio a su hijo, que era un hombre esbelto y mozo, y por un momento no fueron padre e hijo, sino dos hombres, uno viejo y otro joven, y Wang Lung exclamó iracundo:

– ¡Cuidado con acercarte a las esclavas! No estoy dispuesto a tolerar en mi casa las malas costumbres de los jóvenes señores. Nosotros somos buena gente del campo, sana y decente. ¡Nada de eso en mi casa!

Entonces el muchacho abrió los ojos. levantó sus negras cejas, se encogió de hombros y le dijo a su padre:

– ¡Vos hablasteis de ello antes!

Y, volviéndose, salió de la habitación.

Wang Lung se quedó solo en el cuarto, sentado junto a su mesa, y se sintió triste y solo, y murmuró para sí mismo:

– Bueno, no tengo paz en sitio alguno de mi casa.

Se sentía perdido confusamente en muchas iras, pero aunque no le era posible comprender por qué, ésta sobresalía entre todas con mayor claridad: que su hijo había mirado a una doncellita pálida de la casa y la encontraba hermosa.