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"¿Qué me dirá cuando pase? -pensó Feduna-. Y, ¿qué le diré yo? ¿Me propondrá alguna cita para la noche, en un lugar retirado?"

Tembló ante el pensamiento de las delicias y de la arriesgada emoción que implicaba aquella idea.

Pasó una hora y media de espera y la muchacha no regresaba. Pero, incluso en aquella espera, había una especie de dulzura. Y aquella dulzura crecía con la oscuridad que iba cayendo. Al final, en vez de la muchacha se presentó el relevo de la guardia. Sin embargo, en aquella ocasión, no acudieron únicamente los dos soldados que debían montar la guardia; con ellos, iba en persona el brigada Drajenovitch. Aquel hombre severo, de barba corta y negra, ordenó a Feduna y Stevan, con voz dura y estridente, que se fuesen a los dormitorios en cuanto llegasen al cuartel y que no saliesen de ellos hasta nueva orden. Ante la idea de que era vagamente culpable, Feduna sintió que la sangre se le subía a la cabeza.

El dormitorio grande y frío, con sus doce camas regularmente ordenadas, estaba vacío; los hombres se encontraban en la ciudad o cenando. Feduna y Stevan esperaban, inquietos e impacientes, reflexionando, tratando en vano de adivinar por qué razón el brigada los había arrestado tan severa e inesperadamente. Una hora después, cuando empezaron a llegar para acostarse los primeros soldados, entró con estrépito un cabo, fruncido el ceño, quien, en voz alta y tajante, les dijo que lo siguiesen. Todos aquellos detalles les hacían sentir que la severidad iba en aumento y que la situación no presagiaba nada bueno. Cuando salieron del dormitorio, fueron separados, y comenzaron a interrogarlos.

La noche avanzaba. Se acercaban a aquellas horas en las que se apagaban en la ciudad todas las luces, pero las ventanas del cuartel permanecían iluminadas. De vez en cuando, se oía la campanilla de la entrada, el tintineo de las llaves al chocar y el ruido de las pesadas puertas. Los ordenanzas iban y venían, se apresuraban a través de la ciudad sombría y dormida, desplazándose desde el cuartel al cuartel general, en el que las lámparas del primer piso también estaban encendidas. Aquellas señales permitían adivinar que algo insólito había ocurrido en la ciudad.

Cuando fue llevado Feduna al despacho del mayor, hacia las once, le pareció que habían pasado días y semanas después de lo sucedido en la kapia. En la mesa ardía una lámpara metálica de petróleo, provista de una pantalla de porcelana verde. Detrás de la mesa, estaba sentado el mayor Krtchmar. La lámpara le iluminaba los brazos hasta los codos, mientras que su torso y la cabeza quedaban en la sombra, proyectada por la pantalla verde. El muchacho conocía aquella cara lívida y llena, casi femenina, imberbe, en la que apenas se veía un diminuto bigote; en torno a sus ojos, podían observarse unas orejas oscuras que formaban dos círculos regulares. Los soldados temían como a la peste a aquel oficial corpulento y plácido, de palabras lentas y movimientos pesados.

Eran pocos los hombres que podían sostener durante un rato la mirada de aquellos grandes ojos grises, y que no tartamudeasen cuando contestaban á las preguntas que formulaba pronunciando cada palabra despacio, pero separada, clara, distintamente, desde la primera a la última sílaba, como en la escuela o en la escena. Algo más lejos, se encontraba el brigada Drajenovitch. También su torso permanecía en la sombra. Sólo se veían sus manos, fuertemente iluminadas; unas manos velludas que colgaban blandamente. En una de ellas brillaba una pesada sortija de oro.

Drajenovitch inició el interrogatorio.

– Decidnos qué habéis hecho entre las cinco y las siete, cuando, juntamente con el auxiliar del Streifkorps, Stevan Kalatsan, estabais en servicio de guardia en la kapia.

Feduna enrojeció. Cada cual pasa el tiempo a su mejor saber y entender, pero, sin embargo, nadie piensa que más tarde tendrá que contestar ante un tribunal severo y rendir cuentas de todo lo que ha pasado, de todo, hasta de los más mínimos detalles, hasta de los pensamientos más secretos, hasta del último minuto; nadie, y menos un muchacho de veintitrés años, que ha pasado ese tiempo, durante la primavera, en la kapia. ¿Qué contestar? Aquellas horas de guardia las ha pasado como siempre, como ayer y anteayer. Pero en ese instante no puede recordar nada cotidiano y habitual que sirva de respuesta. Ante su memoria desfilan solamente las cosas secundarias y prohibidas que suceden a todo el mundo, pero que no se revelan a los jefes: por ejemplo, que Stevan, como de costumbre, echó una cabezada, mientras que él, Feduna, cambiaba unas palabras con una muchacha turca desconocida; que después, a la caída de la noche, había tarareado dulcemente, con fervor, todas las canciones de su país, esperando el regreso de la muchacha, regreso que había de llevarle algo emotivo y desacostumbrado. ¡Ah, qué difícil es contestar!, ¡qué imposible decir todo!, ¡ qué molesto callar algunos detalles! Ahora bien, es preciso darse prisa, porque el tiempo pasa y no hace más que aumentar su confusión y su incomodidad. Y ¿cuánto ha durado ese silencio?

– Y bien… -dijo el mayor.

Todo el mundo conoce ese "y bien" claro, sonoro, potente, como el sonido de un mecanismo vigoroso, complejo y bien engrasado.

Feduna se puso a balbucir y a confundirse desde el principio, como un culpable.

Avanzaba la noche, pero las lámparas no se apagaron ni en el cuartel ni en el cuartel general. Los interrogatorios, los atestados, las confrontaciones se sucedían. También fueron escuchados otros soldados que, aquel mismo día, habían hecho la guardia en la kapia. Incluso se llegó a encontrar a algunos de los transeúntes que fueron conducidos al cuartel. Pero era evidente que el círculo se cerraba en torno a Feduna y a Stevan, haciéndose hincapié en las preguntas sobre la anciana que había pasado conducida por una muchacha.

Creía Feduna que caían sobre su cabeza todas las responsabilidades, diabólicas e inextricables, derivadas de sus sueños. Antes del alba, fue careado con Stevan. El campesino parpadeaba con aire astuto y hablaba de manera artificial, con una vocecita que apenas se oía, afirmando sin descanso que él sólo era un analfabeto y amparándose tras "aquel señor Feduna", como llamaba sin cesar a su compañero de guardia.

Así, pues, es preciso responder, pensaba el muchacho, cuyo estómago desfallecía de hambre. Temblaba de emoción, aunque no se diese cuenta con claridad de lo que sucedía ni en qué consistía exactamente su negligencia o su culpabilidad. Con la mañana, llegó la explicación.

Durante toda la noche, giró sin pausa aquel círculo inverosímil en medio del cual se encontraba el mayor, frío y despiadado. Sólo él permanecía inmóvil y mudo, no permitiendo, sin embargo, que nadie estuviese tranquilo o callado. Ni su comportamiento ni su aspecto le hacían parecer un ser humano; era la personificación del deber, algo así como un temible sacerdote de la justicia, inaccesible a las debilidades y a los sentimientos, dotado de una fuerza sobrehumana, exento incluso de las necesidades humanas de alimentación, sueño y descanso. Cuando se hizo de día, Feduna fue llevado por segunda vez ante el mayor. En el despacho situado junto al del mayor y de Drajenovitch, se encontraba un guardia armado y una mujer, que a primera vista, pareció irreal al muchacho. La lámpara estaba apagada. La habitación, expuesta al norte, estaba fría y envuelta en una semipenumbra. Feduna veía con extrañeza que su confuso sueño de la noche se prolongaba, sin que palideciese ni se esfumase a la luz del día.

– ¿Es éste el que estaba de guardia? -preguntó Drajenovitch a la mujer.

Con un gran esfuerzo que le hizo daño, Feduna la miró entonces atentamente. Era la muchacha musulmana de la víspera, pero sin chal, destocada, con sus gruesas trenzas morenas liadas apenas en torno a la cabeza. Llevaba unos pantalones turcos multicolores, pero el resto de sus vestidos, la camisa, el cinturón y el chaleco, eran iguales a los de las muchachas servias de los pueblos situados en la alta meseta, más arriba de la ciudad. Sin chal, parecía mayor y más fuerte. Su rostro estaba completamente cambiado, su boca era grande y perversa, sus párpados rojos, pero sus ojos claros y luminosos como si la sombra de la tarde del día anterior hubiese desaparecido.

– Sí -respondió con una voz dura e inflexible que, para Feduna, resultó tan nueva e insólita como todo su aspecto en aquel momento.

Drajenovitch continuó interrogándola: ¿cómo y cuántas veces había cruzado el puente, qué había dicho a Feduna, qué le había contestado él? La muchacha respondía en general con exactitud, pero de una manera negligente y arrogante.

– lelenka, ¿qué te dijo la última vez que cruzaste el puente?

– Dijo algo, pero no sé qué, porque no lo escuchaba: pensaba únicamente en el modo de hacer pasar a lakov.

– ¿Pensabas en eso?

– En eso -contestó de mala gana la mujer, que evidentemente estaba extenuada y que no quería decir más de lo que debía.

Pero el brigada era tenaz. Con una voz que dejaba entrever una amenaza y que traicionaba la costumbre de ser contestado sin preámbulos, exigía a la muchacha que repitiese todo lo que había dicho en el curso del primer interrogatorio que le había sido hecho en el cuartel general.

Ella se defendía, abreviaba y pasaba por alto algunos pasajes de sus declaraciones anteriores, pero él la detenía siempre y, por medio de sus preguntas acerbas y hábiles, la forzaba a volver atrás.

Poco a poco surgió toda la verdad. Se llamaba lelenka y pertenecía a la familia Tasitch de la Alta Leska. Durante el otoño anterior había llegado a aquella región el haiduk Tchekrlia. Pasó allí el invierno, escondido en unas cuadras de la parte alta del pueblo. De casa de la muchacha, le llevaban alimentos y ropa limpia. Frecuentemente, era ella misma la que se encargaba de eso. Se enamoraron el uno del otro y se hicieron novios. Y cuando comenzó a deshelar y las persecuciones del Streifkorps se hicieron más insistentes, lakov decidió pasar a cualquier precio a Servia. En esa época del año es difícil cruzar el Drina, incluso sin estar vigilado, pero es el caso que en aquella ocasión había una guardia permanente. Tomó la resolución de atravesarlo por el puente e imaginó un plan para engañar a la guardia. lelenka lo acompañó, resuelta a ayudarlo, aunque le costara la vida. Se dirigieron primero a Lieska, escondiéndose después en una gruta emplazada más arriba de Okolichta. Algún tiempo antes, lakov había conseguido de los cíngaros de Glasinats alguna ropa femenina turca: velo, pantalones, cinturón. Entonces, y de acuerdo con sus instrucciones, la muchacha empezó a cruzar el puente en los momentos en que no había muchos turcos, para que ninguno de ellos intentase averiguar quién era aquella muchacha desconocida y, al mismo tiempo, para que la guardia se acostumbrase a verla. Fue así, cómo, durante tres días, pasó por el puente y resolvió la fuga de lakov.