Изменить стиль страницы

CAPITULO XIV

La vida en la ciudad se animaba cada vez más, parecía más ordenada y más rica, adquiría una marcha armoniosa y ofrecía un equilibrio desconocido hasta entonces, ese equilibrio al que aspiran todos los seres en cualquier parte y en cualquier época, y que alcanzan muy raramente, de modo parcial y sólo por algún tiempo.

En las ciudades lejanas y desconocidas para nosotros, desde las que se gobernaba nuestro país, se había establecido por aquel entonces -en el último cuarto de siglo XIX- uno de esos escasos y breves períodos tranquilos que surgen en las relaciones humanas y en los acontecimientos sociales. Llegaba un poco de esta tranquilidad a nuestras regiones perdidas, de igual modo que el gran silencio del mar se hace sentir en las bahías más distantes.

Fueron las tres décadas de relativa prosperidad y de paz aparente -al estilo Francisco José-, durante las cuales muchos europeos creyeron haber encontrado la fórmula infalible para la realización del sueño secular del desenvolvimiento completo y feliz de la persona humana dentro de la libertad universal y del progreso. El siglo XIX ofrecía a los ojos de millones de hombres sus múltiples e ilusorios beneficios y creaba un espejismo de confort, de seguridad y ventura para todos, por medio de precios asequibles y de ventas a plazos. Pero a aquella ciudad perdida de Bosnia no llegaban, de toda la vida del siglo XIX, más que unos ecos apagados, y aun éstos, en la medida y bajo la forma en que un medio oriental atrasado podía recibirlos, comprendiéndolos y aplicándolos a su manera.

Después que hubieron pasado los primeros anos de desconfianza, de incertidumbre, de duda y de inseguridad, la ciudad empezó a encontrar su sitio en el nuevo orden de cosas. El pueblo hallaba en él paz, beneficios y seguridad. Y eso bastaba para que la vida, la vida exterior, empezase también a marchar por la vía del perfeccionamiento y del progreso. Todo lo demás quedaba relegado a ese segundo plano oscuro del conocimiento, en el que habitan y bullen los sentimientos elementales, las creencias imprescindibles de las diversas razas, religiones y castas, creencias que, aun pareciendo muertas y enterradas, preparan para épocas ulteriores y lejanas cambios y catástrofes inesperados, de los cuales, según parece, no pueden prescindir los pueblos y, sobre todo, el pueblo de este país.

Tras los primeros errores y los primeros conflictos, el nuevo gobierno produjo en las gentes una impresión neta de firmeza y de continuidad. (El mismo estaba impregnado por esa ilusión sin la cual no existe un poder permanente y fuerte.) Era impersonal, ejercía su poder de un modo indirecto y, en consecuencia, resultaba más fácilmente soportable que el antiguo régimen turco. Todo lo que en él había de crueldad y de rapacidad, estaba cubierto por una capa de decoro, por el esplendor y por las formas tradicionales. La gente temía a las autoridades, pero del mismo modo que se teme a la muerte o a la enfermedad, y no como se tiembla ante la maldad, la desgracia y la violencia. Los representantes del nuevo gobierno, tanto militares como civiles, eran en su mayoría extranjeros y no conocían al pueblo de nuestro país. Resultaban insignificantes, pero se veía que eran los minúsculos engranajes de un gran mecanismo, y que cada uno tenía tras de sí, formando largas filas constituidas por innumerables escalones, una serie de hombres más poderosos y de instituciones más altas. Aquello les daba un carácter que excedía en mucho a su personalidad, y una influencia mágica a la cual todos se sometían fácilmente. A causa de sus títulos, que en la ciudad parecían importantes, de su impasibilidad y de sus costumbres europeas, inspiraban a aquel pueblo, del que eran tan diferentes, confianza y respeto, y no provocaban ni envidia ni críticas, aunque, en el fondo, no resultasen simpáticos ni se los quisiese.

Por otra parte, al cabo de cierto tiempo, aquellos extranjeros llegaron a sentir, de algún modo, la influencia del extraño medio oriental en el cual tenían que vivir. Sus hijos introducían entre los niños de la ciudad expresiones y nombres extranjeros y llevaban al puente juegos nuevos y nuevos juguetes; pero, en su contacto con los chiquillos del país, adoptaban nuestras canciones, nuestro modo de hablar y de jurar y nuestros antiguos juegos, tales como el salto a piola, etc. Lo mismo ocurría con los adultos. Ellos también ofrecían un orden diferente de cosas, expresiones y costumbres desconocidas; sin embargo, al mismo tiempo, se iba introduciendo en su lenguaje y en su manera de vivir algo que era propio de los indígenas. En verdad es que nuestras gentes, sobre todo los cristianos y los judíos, comenzaron a parecerse, cada día más, en sus vestidos y en su comportamiento, a los extranjeros que había traído la ocupación; pero también es verdad que los extranjeros no dejaban de sentir la influencia del medio en que vivían. Muchos de aquellos funcionarios, el enérgico magiar, el polaco altivo, cruzaban el puente con angustia y penetraban con disgusto en la ciudad en la que, al principio, formaban grupo aparte, como las gotas de aceite en el agua.

Pero, algunos años después, pasaban largas horas sentados en la kapia, fumaban con sus gruesas boquillas de ámbar y, como viejos habitantes de la ciudad, veían desvanecerse el humo, que se perdía bajo el cielo azul en el aire inmóvil del crepúsculo, o bien esperaban la llegada de la tarde en compañía de nuestros notables y de nuestros beys, situados todos en una verde meseta y teniendo ante ellos un manojo de albahaca; y, en el curso de una conversación lenta, sin gravedad ni sentido particular, bebían despacio y tomaban de vez en cuando un poco de albahaca, como sólo saben hacerlo las gentes de Vichegrado. Y entre aquellos extranjeros, hubo algunos funcionarios o artesanos que se casaron en nuestra ciudad, firmemente decididos a no abandonarla jamás.

Este sistema de vida no significaba la realización de lo que cada uno de los vichegradeses llevaba en la sangre ni de lo que deseaba con toda su alma desde siempre; al contrario, todos, musulmanes y cristianos, entraban en aquella existencia con reservas diversas y absolutas, pero aquellas reservas quedaban en secreto y permanecían ocultas, mientras que la vida era visible y potente, brindando sus nuevas posibilidades que parecían grandes. Y tras algunas dudas más o menos acentuadas, la mayoría de la gente se dejaba arrastrar por la corriente, realizando negocios y adquisiciones, viviendo según las nuevas ideas y los nuevos métodos que aportaban un mayor impulso y ofrecían más oportunidades a cada individuo.

Esta existencia no resultaba en absoluto menos condicionada ni menos estrecha que la antigua, cuando tenían el poder los turcos; pero ahora era más fácil y más humana, y la estrechez y las condiciones estaban establecidas desde lejos y con habilidad, hasta el punto de que el individuo no las sentía directamente. Por eso, cada uno creía que todo se había hecho más amplio y más aireado, más diverso y más rico.

El nuevo Estado, con su correcto aparato administrativo, conseguía sin dolor, sin brutalidad, sin sacudidas, que la gente pagase unos impuestos y unas contribuciones que los turcos lograban con métodos groseros y absurdos, o recurriendo sencillamente al pillaje; ahora se conseguía tanto dinero o quizá más que antaño, y las recaudaciones se hacían con mayor rapidez y seguridad.

De igual modo que tras el ejército había llegado la policía, y tras la policía, los funcionarios, tras los funcionarios se presentaron los negociantes. Se inició la tala del bosque y aparecieron empresarios extranjeros, ingenieros y obreros que ofrecieron a los humildes y a los comerciantes la oportunidad de hacer negocio; al mismo tiempo introdujeron nuevas costumbres y cambios en el vestido y el lenguaje del pueblo. Se construyó el primer hotel del cual hablaremos más adelante. Surgieron cantinas y tiendas. Al lado de los judíos españoles, los sefarditas, que vivían en la ciudad desde hacía siglos, ya que se habían establecido en ella poco tiempo antes de la construcción del puente, hicieron su aparición los judíos de Galitzia, los askenazi. El dinero, como savia nueva, empezó a circular por el país en cantidades hasta entonces desconocidas, y lo que es más importante, circulaba públicamente, con osadía y sin trabas. Al amparo de esta circulación de oro, de plata y de papel moneda, circulación que, por otra parte, no dejaba de provocar emociones, todos podían alcanzar algún beneficio, pues incluso en el hombre más pobre hacía nacer la ilusión de que su miseria era sólo temporal y, por consiguiente, llevadera.

También antaño hubo dinero y gentes ricas, pero eran sólo unos pocos hombres los que gozaban de una situación ventajosa y escondían su dinero, exhibiendo y ostentando su nobleza sólo como un medio de tener poder y de procurarse una defensa. Su situación les resultaba abrumadora a ellos mismos y a cuantos los rodeaban. Pero ahora, la riqueza, o lo que se consideraba como tal, era pública y se manifestaba bajo la forma de goces y de placeres personales; y por esto la mayor parte de la gente podía obtener algo de su resplandor o de sus sobrantes.

En los demás aspectos, todo seguía la misma norma. Los deleites que, hasta entonces, habían sido gozados a escondidas y furtivamente, podían ser adquiridos ahora y podían mostrarse abiertamente, lo que aumentaba la fuerza de su atractivo y el número de aquellos que corrían en su busca. Lo que en otro tiempo fue inaccesible, lejano, caro, prohibido por las leyes y por las consideraciones todopoderosas, se hizo, en muchos casos, viable y accesible para todos los que tenían dinero o eran unos tunantes. Muchas pasiones, apetitos y exigencias que hasta entonces se ocultaban en lugares perdidos o permanecían totalmente insatisfechos, podían ahora atreverse a buscar a plena luz una satisfacción completa o, al menos, parcial.

En realidad, había en ello más disciplina, más orden y más obstáculos legales; los vicios eran castigados y los placeres se conseguían con más dificultad y a más precio que antes; ahora bien, las leyes y los métodos eran distintos y dejaban a la gente, en este terreno como en los demás, la ilusión de que, inesperadamente, la vida se había hecho más amplia, más lujosa y más libre.

No había muchos más goces ni, sobre todo, mucha más felicidad que antaño, pero era indudablemente más fácil alcanzar el placer y parecía haber en todas partes un hueco para la felicidad de cada uno. La vieja inclinación innata de los vichegradeses hacia una vida despreocupada y hacia el deleite, encontraba ahora un estimulante y una posibilidad de realización dentro de las nuevas costumbres y de las nuevas fórmulas de comercio y de beneficio introducidas recientemente por los extranjeros. Los judíos polacos emigrados que tenían a su cargo familias numerosas, fundaban sobre este estado de cosas todas sus actividades. Schreiber tenía un bazar y una tienda de comestibles, Guntenplan había abierto una cantina para los soldados, Tsaler había instalado un hotel, los Sperling montaron una fábrica de sosa y un laboratorio de fotografía, Tsveher era relojero y joyero.