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Dirigía el destino de una docena de familias judías, penetraba en los menores detalles de sus vidas, concertaba matrimonios, enviaba a los niños a la escuela o a talleres para que aprendiesen un oficio, se preocupaba por la salud de los enfermos, poniendo los medios para que la recuperasen, amonestaba y reñía a los perezosos y a los derrochadores, y alababa a los ahorrativos y a los emprendedores. Zanjaba sus disputas familiares, daba consejos cuando se producía algún desacuerdo, incitaba a todos a un género de vida más razonable, mejor y más digno y, al mismo tiempo, hacía posible que lograsen tal grado de vida, poniendo a su alcance los medios necesarios. A cada una de sus cartas, seguía un giro que tenía la virtud de conseguir que sus consejos fuesen tenidos en cuenta, que se observasen sus recomendaciones. Cubriendo sus necesidades materiales o espirituales, evitaba que la desgracia hiciese presa de ellos.

(Lotika encontraba, levantando a toda la familia y colocando a cada uno en su sitio, su único verdadero placer y la recompensa a todas las cargas y a todas las renuncias de esta vida. Cuando uno de los miembros de la familia Apfelmayer conseguía ascender un peldaño de la escala social, Lotika sentía como si fuese ella misma la que se había elevado, hallando en ello una compensación a sus pesados trabajos y una nueva energía para sus futuros esfuerzos.)

A veces sucedía que cuando terminaba su trabajo en el Extrazimmer, estaba tan cansada o tan asqueada, que no tenía fuerzas ni para escribir ni para leer sus cartas y sus cuentas; entonces, se limitaba a ir a la ventana para respirar a pleno pulmón el aire fresco que subía del río, un aire muy diferente del que se respiraba abajo. Su mirada iba a parar a la masa de piedra, poderosa y esbelta, que tapaba todo el horizonte o se detenía en el curso rápido de las aguas. El ojo del puente no cambiaba ni a la luz del sol, ni con el crepúsculo, ni con la aurora, ni al claro de luna del invierno, ni con la dulce luz de las estrellas. Sus dos lados se tendían uno hacia el otro, reuniéndose en una cima aguda, y se sostenían mutuamente en un equilibrio perfecto e inquebrantable. El arco se convirtió con los años en su horizonte único y familiar, en el testigo mudo al que se dirigía aquella judía de doble vida en los minutos en que buscaba reposo y frescura, cuando los negocios y las preocupaciones familiares que ella tenía que zanjar llegaban a un punto muerto sin solución.

Aquellos momentos de descanso no duraban nunca demasiado: a menudo, llegaba, procedente del café, un clamor que rompía el encanto. Eran nuevos clientes que reclamaban su presencia o un borracho que, habiéndose despertado y recobrado en parte la serenidad, exigía más bebida, o quería que se encendiesen las lámparas, o que se hiciese acudir a los músicos. Entonces Lotika abandonaba su refugio y, cerrando cuidadosamente la puerta con una llave especial, bajaba para recibir al cliente o para tranquilizar al borracho con su sonrisa y su lenguaje particular, tratándolo como a un niño y llevándolo a una mesa para iniciar otra vez la fiesta y volver a dar curso a la bebida, a la conversación, a las canciones y a los gastos.

Durante su ausencia, todo marcha mal en la planta baja. Los clientes disputan. Un bey de Tsrntcha, joven, pálido, de mirada huraña, tira al suelo las bebidas que le han llevado, encuentra respuestas para todo, busca discusión con los criados y con los clientes. Salvo contadas excepciones, hace ya días que acude al hotel, que suspira junto a Lotika. Pero bebe de tal modo que se nota que hay algo que le impulsa, un dolor más profundo y mucho más grande -cuyas causas él mismo ignora- que su amor no correspondido y sus celos infundados por la bella judía de Tarnowo.

Lotika se acerca a él ligera, sin temor, con naturalidad.

– ¿Qué te ocurre, Eiub? ¿Por qué gritas?

– ¿Dónde estabas? Quiero saber dónde estabas -balbucea el borracho con una voz más tranquila.

La mira parpadeando, como una aparición.

– Me están dando veneno, pero no saben que yo, si yo…

– Quédate sentado tranquilamente -dice la mujer para calmarlo, mientras sus manos blancas juegan cerca del rostro del bey-. Quédate sentado; por ti, yo haré lo que haga falta; voy a buscarte algo para beber.

Llama al camarero y le dice unas palabras en alemán.

– No hables delante de mí en ese idioma que no comprendo, no chapurrees: Firtzen-Fuftzen ; yo… ya me conoces.

– Si te conozco, te conozco, Eiub; no conozco a nadie que sea mejor que tú; pero, a ti sí te conozco…

– ¡Hum! ¿Con quién estabas? ¡Di!

Y la conversación del borracho con la mujer continúa sin fin, sin razón, ni resultado, frente a una botella de vino caro y dos vasos: uno, el de Lotika, que está siempre lleno; otro, el de Eiub, que se vacía y se llena sin cesar.

Mientras aquel vago balbucea con la lengua torpe por el alcohol toda clase de desafíos sobre el amor, la muerte, la enfermedad de amor que no tiene cura y otras cosas parecidas que Lotika sabe de memoria, porque todos los borrachos del país cuentan la misma historia y en los mismos términos, la mujer se levanta, se acerca a las demás mesas en las que se encuentran otros clientes que acuden regularmente al hotel al atardecer.

En una mesa se hallan unos muchachos ricos que acaban de empezar a frecuentar los cafés y a beber, snobs de provincia para quienes la posada de Zarié se ha convertido en algo demasiado elemental y aburrido, y que todavía se sienten intimidados en el hotel. En otra mesa están sentados algunos funcionarios extranjeros y un oficial que ha abandonado hoy el círculo militar y que, impulsado por la necesidad de pedir a Lotika un préstamo urgente, se ha rebajado hasta el extremo de ir a ese hotel para civiles. En una tercera mesa se hallan los ingenieros que construyen, a través del bosque, el ferrocarril que en su día será destinado a la exportación de madera.

En un rincón se encuentran hablando Pavlé Rankovitch, uno de los más jóvenes y ricos propietarios del lugar, y un austríaco, un empresario que trabaja para los ferrocarriles. Pavlé está vestido a la moda turca y lleva un fez rojo. Tiene unos ojos minúsculos que parecen dos rendijas de luz, negras y oblicuas, sobre su gruesa cara pálida, pero que pueden ensancharse enormemente y hacerse grandes, brillantes y diabólicamente rientes en algún raro momento de alegría y de triunfo. El empresario lleva un traje gris de sport, unas botas altas, amarillas, atadas con cordones, que le llegan hasta la rodilla. Escribe con un lápiz dorado de cadenita de plata, mientras que Pavlé maneja un lápiz grueso y corto que hace cinco años dejó olvidado en su tienda un carpintero, artesano militar que fue a comprar clavos y goznes. Están concluyendo un acuerdo para el suministro de alimentos a los obreros que trabajan en el ferrocarril.

Completamente sumergidos en sus asuntos, multiplican, dividen, suman, alinean cifras, unas, visibles, que trazan sobre un papel con el que intentan convencerse y engañarse el uno al otro, otras, invisibles, que conservan en la cabeza, calculando con esfuerzo y rapidez, cada uno para sí mismo, las posibilidades secretas y los beneficios.

Lotika halla para cada uno de los clientes la palabra adecuada, la sonrisa generosa o, sencillamente, una mirada muda, llena de comprensión. Después, vuelve otra vez junto al joven bey que empieza a mostrarse de nuevo turbulento y agresivo.

En el curso de la noche, cuando el vino corra, con todas sus fases borrascosas, exaltadas, llorosas o brutales, que la judía conoce bien, encontrará un momento de tranquilidad durante el cual podrá ir a su alcoba y, a la luz blanquecina de su lámpara de porcelana, continuará su descanso o se entregará a su correspondencia hasta que estalle abajo otra escena que reclame su presencia.

Y, al día siguiente, se repetirá la misma historia, volverá el mismo bey juerguista, borracho y caprichoso, u otro, y se le plantearán a Lotika las mismas preocupaciones que tendrá que abordar sonriente, y habrá de hacer trente al trabajo que, en ella, parece siempre un juego ligero y desenfrenado.

Resulta incomprensible que Lotika haya podido desenvolverse y mantener su posición en medio de esa variedad de asuntos que llenan sus días y sus noches, y que le exigen más astucia de la que normalmente tiene una mujer, y más fuerzas de las que puede poner en movimiento un hombre. Y, sin embargo, consigue hacer todo, sin quejarse nunca, sin dar explicaciones a nadie, sin hablar. Y, a pesar de todo eso, en la distribución de su tiempo, encuentra todos los días una hora al menos para dedicarla a Alí-Bey Pachitch.

Es el único hombre del que se dice en la ciudad que ha conseguido obtener, al margen de todo cálculo, la simpatía de Lotika. Pero es al mismo tiempo el hombre más replegado en sí mismo y el más silencioso de toda la ciudad. Es el mayor de los cuatro hermanos Pachitch, no está casado (en la ciudad piensan que es a causa de Lotika), no se ocupa de negocios ni participa en la vida pública. No bebe ni va de juerga con los amigos de su edad.

Está siempre del mismo humor, igualmente amable e igualmente reservado para todos, sin distinción. Plácido y encerrado en sí mismo, no huye de la sociedad ni de la conversación y, sin embargo, nadie puede recordar ninguna opinión suya ni en ningún sitio se repite lo que él ha dicho. Se basta por sí solo y está enteramente satisfecho de lo que es y de lo que significa a ojos de los demás hombres.

No tiene necesidad de ser o de parecer de otro modo del que realmente es y nadie espera ni exige de él otra cosa. Es uno de esos hombres que llevan su nobleza como un título pesado y digno que llena por completo su vida; una nobleza innata, grande y respetable cuya justificación se halla en sí misma, y que no puede ser ni explicada, ni negada, ni imitada.

Lotika no se ocupa de los clientes de la sala grande. Ése es el dominio de Maltchika, la camarera, y de Gustavo, el camarero… Maltchika es conocida en toda la ciudad como una húngara muy lista que se parece a la mujer de un domador de fieras, mientras que Gustavo es un alemán de Bohemia, pelirrojo, bajito, con los ojos inyectados en sangre, patizambo y con los pies planos. Conocen a todos los clientes y, en general, a todos los habitantes de la ciudad; saben quién paga regularmente, de qué manera se comporta cada uno cuando está borracho; están al corriente de quiénes son los que han de ser recibidos con frialdad, a quién hay que acoger cordialmente y de quéllos que ni siquiera hay que dejar entrar, porque no son aptos "para el hotel". Vigilan a los que beben mucho y tienen cuidado de que nadie se vaya sin pagar, e, igualmente, de que todo termine con corrección y como Dios manda, según las instrucciones de Lotika: Nur Kein Skandal 1 . Pero, a veces, sucede, excepcio-nalmente, que alguien, de manera inesperada, demuestra que tiene mal beber, o bien que un individuo, tras haberse emborrachado en otros cabarets de segunda categoría, entra por la fuerza en el hotel; entonces, hace su aparición un criado, Milán, un muchacho alto, ancho de espaldas y huesudo. Originario de Lika, es un hombre de fuerza hercúlea que habla poco, pero que puede ocuparse de cualquier trabajo. Está siempre vestido como conviene a un camarero de hotel (Lotika no deja pasar un detalle). Va siempre sin chaqueta, con un chaleco oscuro encima de una camisa blanca, y un delantal largo, de paño verde.

1 . "Ante todo, que no haya escándalo." (En alemán en el original.) (N, del T.)