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CAPÍTULO XV

Existen varias maneras conforme a las cuales el cliente turbulento que ha sido tan hábilmente expulsado -si no ha sido llevado directamente del hotel a la prisión- puede volver en sí y recuperarse tras el penoso trance por el que acaba de pasar. Puede irse titubeando hacia la kapia y refrescarse con el viento que viene del agua y de las colinas próximas. Y puede también cambiar de cabaret, o ir a la posada de Zarié que está casi al lado, en la plaza del ayuntamiento, y allí rechinar los dientes con entera libertad y a gusto, y amenazar e injuriar a la mano invisible que tan pérfida e irresistiblemente lo ha arrojado del hotel. En la posada, cuando cae la primera oscuridad, cuando los padres de familia se dispersan y la gente laboriosa que no va allí más que para beber un trago, vuelve a sus casas, no puede haber escándalo, porque los que se quedan beben lo que quieren y en la medida en que pueden pagar, y cada uno hace lo que le parece y habla como le viene en gana. Porque, en este lugar, no se exige de los clientes que gasten su dinero y se emborrachen, comportándose al mismo tiempo como si no hubiesen bebido. En fin, si alguien se pasa de la raya, aquí está Zarié, pesado y silencioso, quien, con cara hosca y de mal humor, desarma y desalienta a los borrachos y a los pendencieros más furibundos. Los calma con un movimiento lento de su robusto brazo, diciendo en voz baja:

– ¡Vamos, no sigas! ¡No juegues con fuego! ¡Deja de hacer tonterías!

Pero las nuevas costumbres se mezclan furiosamente con las antiguas, incluso en esa vieja taberna donde no existe ni una sala aparte, ni camarero, ya que siempre se ocupa del servicio algún muchacho originario de Sandjak, vestido con su traje de campesino.

Los bebedores de rakia más notables y más inveterados guardan silencio, retirados en los rincones más oscuros. Detestan el tumulto y el desorden. Les gusta la sombra y el silencio del lugar en el que se encuentran sentados ante su vaso de rakia, que para ellos es algo sagrado. Con el estómago ardiendo, el hígado inflamado, los nervios de punta, sin afeitar y vestidos de cualquier modo, indiferentes hacia todo en el mundo, hastiados de sí mismos, permanecen sentados y beben, y mientras beben, esperan que se encienda por fin en su conciencia esa luz milagrosa con la que la bebida alumbra a aquellos que se abandonan a ella completamente, esa luz por la que es dulce sufrir, caer y morir y que, desgraciadamente, con los años, brota cada vez menos y cada vez más débilmente.

Los que empiezan son más locuaces y ruidosos, sobre todo los hijos de los ricos, los muchachos que pasan por la edad peligrosa, que dan sus primeros pasos en el camino del mal, pagando así el tributo que todos entregan a los vicios de la bebida y de la ociosidad, unos, durante cierto período, otros, por mucho más tiempo. Sin embargo, la mayoría, pasados algunos años, se desvía en ese sendero, funda una familia y se entrega a la búsqueda del dinero y al trabajo, a la vida burguesa, a los vicios ocultos y a las pasiones mediocres. Y, únicamente, una insignificante minoría de réprobos y de predestinados continúa para siempre por ese camino, escogiendo, en lugar de la vida, el alcohol que, en la existencia humana, breve y engañosa, constituye la más corta y la más falaz de las ilusiones; esos seres viven para el alcohol y se consumen en él, hasta que se convierten en unos hombres oscuros, embrutecidos y abotagados, como esos que están sentados en los rincones de la taberna de Zarié.

Desde que se han adoptado las nuevas costumbres -vida sin disciplina ni consideraciones, comercio más animado, beneficios más altos- además de Sumba el Cíngaro que hace treinta años que acompaña con su flauta primitiva todas las orgías de la ciudad, acude ahora a menudo a la taberna de Zarié, Frantz Furlane con su acordeón. Es éste un hombre delgado y pelirrojo, carpintero de profesión, pero demasiado aficionado a la música y al vino; lleva un pendiente de oro en la oreja derecha. A los soldados y a los obreros extranjeros les gusta oírlo.

Sucede con frecuencia que se encuentra en la taberna un guzla 1 , generalmente un montenegrino delgado como un asceta, pobremente vestido, pero de buen porte y mirada clara, hambriento, pero reservado, orgulloso, pero forzado a vivir de limosnas. Permanece sentado un rato en un rincón, ostensiblemente alejado de todos, sin mendigar, la mirada ausente, aparentando no saber nada de nada y simulando indiferencia. No obstante, se ve que tiene otros pensamientos y otras intenciones muy diferentes de los que sugiere su aspecto externo.

Se enfrentan en él, de manera invisible, numerosos sentimientos contrarios e irreconciliables y, sobre todo, la grandeza de cuanto lleva en sí con la miseria y la debilidad de lo que puede descubrir y expresar ante los demás. Por esta razón, siempre se muestra un poco confuso y poco seguro ante la gente.

Paciente y orgulloso, espera que alguien le pida una canción e, incluso entonces saca, vacilante, la guzla de su estuche, sopla dentro de ella, se asegura de que el arco no se ha aflojado con la humedad y afina el instrumento, deseando a todas luces atraer lo menos posible la atención sobre sus preparativos técnicos. Cuando pasa por primera vez el arco por la cuerda, sólo se oye un sonido tembloroso y desigual, como un ruido de pasos sobre un camino empapado por la lluvia. A continuación, con la boca cerrada, cantando de nariz, empieza a acompañar dulcemente el sonido de la guzla, completándolo e igualándolo con su propia voz. Y cuando las dos voces, la suya y la de la guzla se funden enteramente en un lamento regular que teje un fondo oscuro a la canción, entonces, aquel pobre diablo, como por arte de magia, se transforma: desaparece su dolorosa timidez, se calman y se borran todas sus contradicciones interiores, y sus dificultades externas pasan al olvido.

El guzla levanta de pronto la cabeza como un hombre que arrojase su máscara de modestia, al no tener necesidad de ocultar por más tiempo lo que es y lo que hace. Comienza con una voz que nadie podría imaginar tan fuerte; para ser más exactos, grita unos versos de introducción:

El pequeño basilisco se ha puesto a llorar:

¿Por qué no caes sobre mí, dulce rocío?

Los clientes, que hasta aquel momento habían permanecido ajenos a todo, limitándose a hablar entre ellos, se callan súbitamente. No han acabado de oír esos primeros versos, cuando un escalofrío recorre el cuerpo de turcos y de cristianos; un escalofrío de deseo indefinido por aquel rocío que vive en la canción y en ellos mismos, sin diferencia ni distinción de credo.

Pero cuando, inmediatamente después, el guzla continúa en voz baja:

No era el pequeño basilisco,

y, descubriendo el sentido de su comparación, empieza a enumerar los deseos y los destinos reales, turcos y servios, que se esconden tras las imágenes del rocío y del basilisco, los sentimientos de los oyentes se dividen y toman caminos diferentes, según lo que cada uno lleve dentro de sí, según lo que desee y crea. Sin embargo, de acuerdo con una ley no escrita, todos escuchan tranquilamente la canción hasta el final y, pacientes y reprimidos, no manifiestan en ningún aspecto su estado de ánimo. Se limitan a mirar el vaso que tienen ante ellos, en el que creen ver reflejada sobre la superficie clara de la rakia, la anhelada victoria, e imaginar los combates, los héroes, la gloria y el resplandor que no existen en ningún lugar del mundo.

La animación en la taberna adquiere su punto álgido cuando los jóvenes acomodados y los hijos de los ricos se quedan un buen rato bebiendo. Entonces, Sumba y Frantz Furlane y el Tuerto y Chakha la Cíngara tienen trabajo.

Chakha es una cíngara bizca, un marimacho descarado que bebe con todos los que pueden pagar, sin emborracharse nunca. No es posible imaginar una juerga sin su presencia y sin sus bromas atrevidas.

La gente que se divierte con ellos no es siempre la misma, pero el Tuerto, Sumba y Chakha no faltan en ninguna ocasión. Viven de música, bromas y rakia. Su trabajo se apoya en la indolencia de los demás y sus ganancias en el dinero que derrochan los manirrotos. Y su verdadera vida discurre a lo largo de la noche, precisamente durante esas horas insólitas en las que la gente sana y feliz duerme, en tanto la rakia y los instintos, contenidos hasta esos precisos momentos, crean una disposición de espíritu borrascosa y brillante, y originan una serie de entusiasmos inesperados que son siempre iguales pero que siempre parecen nuevos y más bellos que antes. Ese trío constituye un testigo silencioso y retribuido, en cuya presencia cada uno se atreve a mostrarse tal como es (o, según la expresión servio-croata, "mostrar la sangre que llevamos bajo la piel") sin necesidad de tener que arrepentirse ni avergonzarse después. Con ellos y en su presencia, se permite todo lo que creía escandaloso ante el mundo, y culpable e imposible dentro del seno de la propia familia. A cubierto de nombre y sin la responsabilidad de esos tres bufones, todos aquellos padres y aquellos hijos, ricos, considerados, pertenecientes a buenas familias, pueden ser por un momento tal y como no se atrevían a aparecer ante nadie, tal y como son, al menos de vez en cuando, en lo más íntimo de su ser. Los crueles pueden burlarse de los tres desdichados y atacarlos, los miedosos pueden injuriarlos, los pródigos hacerles regalos; los vanidosos comprar sus alabanzas; los melancólicos y los caprichosos, sus chistes y sus extravagancias; los libertinos, sus audacias o sus servicios. Son una necesidad eterna y no reconocida por las gentes de la ciudad cuya vida anímica está contenida y deformada. Se parecen un poco a unos artistas que se hallasen en medio de un ambiente donde el arte es desconocido. Siempre hay en la ciudad algunos de esos hombres o mujeres, cantantes, chuscos, originales o payasos. Cuando alguno de ellos se acaba y muere, otro lo reemplaza; y es que, junto a aquellos que son conocidos e incluso famosos, se desarrollan y crecen unos noveles que, en su día, harán pasar el tiempo y alegrarán la vida de las futuras generaciones. Pero tendrán que correr muchos años antes de que aparezca un hombre como Salko el Tuerto.

Cuando, después de la ocupación, llegó el primer circo a la ciudad, el Tuerto se enamoró de una muchacha que bailaba en la cuerda floja y, a causa de ella, hizo tantas tonterías y tantas excentricidades que fue detenido y le dieron una paliza, y se impusieron fuertes multas a los ricos sin escrúpulos que lo habían trastornado, impulsándolo a cometer aquellas locuras.

1 . Cantante popular que se acompaña con una guzla. (N. del T.)