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Ya han pasado algunos años desde entonces. La gente se ha habituado a muchas cosas y la llegada de músicos, de acróbatas y de prestidigitadores extranjeros no suscita ninguna sensación general y contagiosa, corno ocurrió con la aparición del primer circo, pero se sigue hablando, sin embargo, del amor del Tuerto por la bailarina.

Hace tiempo que se ocupa de servir durante el día a todos y para cualquier cosa, y de noche, a los ricos y los beys para distraerlos, alborotando entre copa y copa. Y así, de generación en generación. Cuando unos dejan de hacer locuras y sientan la cabeza y se casan y se calman, llegan otros más jóvenes, decididos a seguir el mismo camino que aquéllos dejaron libre. El Tuerto, en estos momentos, está agotado y prematuramente envejecido; pasa más tiempo en la taberna que en el trabajo y vive menos de un jornal que de limosnas, de bebida y de sobrantes de comida que le ofrecen los acaudalados.

Durante las noches lluviosas del otoño, la gente que se reúne en la taberna de Zarié se muere de tedio. Algunos ricos están sentados ante una mesa. Su pensamiento es lento y gira incansablemente alrededor de cosas tristes y desagradables; su conversación es monótona e irritante, y suena a vacía; sus rostros, fríos, ausentes y desconfiados. Ni la rakia consigue levantar sus ánimos ni avivar su humor. El Tuerto, vencido por la fatiga, por el calor húmedo y por los primeros vasos de rakia, dormita sobre un banco en un rincón de la taberna: hoy, se ha empapado hasta los huesos de agua cuando llevaba, por encargo, unas cosas a Okolichta.

Uno de los clientes de la mesa de los ricos, como por casualidad, menciona el antiguo y desgraciado amor del Tuerto con la bailarina. Todos dirigen sus miradas hacia el rincón, pero el Tuerto continúa inmóvil y simula dormitar. Que digan lo que quieran. Aquella misma mañana, en medio de un fuerte dolor de cabeza, decidió que no volvería a responder a sus burlas ni a sus amargas bromas y que no permitiría que le jugasen tan crueles pasadas como aquellas de que le habían hecho víctima durante la tarde del día anterior, en aquella misma taberna.

– Me parece que siguen escribiéndose -dice uno.

– Date cuenta, ese bastardo mantiene una correspondencia amorosa con una mujer, mientras tiene a otra a su lado -añade otro.

El Tuerto se esfuerza por permanecer inmóvil, pero aquella conversación que se refiere a él, lo hiere y lo subleva, como si el sol le hiciese cosquillas en la cara. Sus ojos intentan abrirse y los músculos se relajan en una sonrisa feliz. No puede seguir quieto y silencioso. Primero hace un gesto indiferente con la mano, pero termina por decir:

– Todo eso ya pasó.

– ¿De verdad que ya pasó? Fijaos, ese Tuerto es un criminal la mar de curioso. A una la tiene lejos, languideciendo por él, y la otra, aquí, se vuelve loca por su culpa. La primera ha pasado, la segunda pasará, y después vendrá una tercera. ¿No piensas, miserable, dónde irá a parar tu alma si continúas trastornando a unas y a otras?

El Tuerto está ya de pie y se acerca a la mesa. Ha olvidado el sueño, la fatiga y su resolución de la mañana de no dejarse arrastrar a una conversación. Asegura a los ricos, con la mano en el corazón, que él no es el enamorado, el seductor que todos creen. Su ropa está todavía húmeda, su cara empapada y sucia (pues su fez rojo es de mala calidad y destiñe), pero inundada por una sonrisa de beatitud emocionada. Se sienta junto a la mesa de los ricos.

– ¡Un ron para el Tuerto! -grita Santo Papo, un judío regordete y despierto, hijo de Mentó y nieto de Mordo Papo, todos ellos quincalleros muy conocidos.

Durante los últimos tiempos, el Tuerto toma, siempre que puede, ron en vez de rakia. Esta bebida ha sido creada, por decirlo de algún modo, para gentes como él: es más fuerte, actúa más rápidamente y ofrece una agradable diferencia con respecto a la rakia. Se presenta en botellitas de dos decilitros, figurando en las etiquetas la imagen de una muchacha mulata de labios gruesos y ojos de fuego, tocada de un gran sombrero de paja y que lleva en las orejas unos enormes pendientes de oro. Encima reza una inscripción en letras rojas: Jamaica. (Este producto exótico que beben los bosníacos que se encuentran en la última fase de alcoholismo, la inmediatamente anterior al delirium tremens , se fabrica en las destilerías Eisler, Sirowatka y Cía., de Slavonski Brod.) Al ver el rostro de la mulata, el Tuerto siente el fuego y el aroma de la nueva bebida e inmediatamente piensa que, "si se hubiese muerto un año antes, no habría llegado a conocer ese don de la tierra. (¡Y cuántas maravillas como ésta existen en el mundo!") Ante ese pensamiento, se enternece y por eso, cuando abre una botella de ron, se detiene siempre unos instantes, meditabundo. Y, tras el placer que le produce el pensamiento, llegan las delicias de la propia bebida.

También ahora mantiene la estrecha botella ante sus ojos, como si le hablase en un lenguaje acariciador que nadie oyese. El que ha iniciado la broma, consiguiendo enzarzarle en la conversación, le pregunta severamente:

– ¿Qué piensas hacer con esa muchacha? ¿Vas a tomarla por esposa o juegas con ella como con las demás?

Se refiere a una tal Pacha de Duchtchá. Es la muchacha más hermosa de la ciudad, huérfana de padre y bordadora, como su madre.

Los muchachos, en el curso de las numerosas excursiones del verano anterior, hablaban a menudo y hacían muchas canciones a propósito de Pacha y de su inaccesible belleza. Poco a poco e insensiblemente, sin saber por qué ni cómo, el Tuerto se contagió de su entusiasmo. Así empezaron las bromas.

Un viernes, unos muchachos, en plan de juerga, lo llevaron a un arrabal. Tras las puertas y los enrejados, podían oírse la risa ahogada y los murmullos de unas muchachas invisibles. Desde un patio en el que se encontraba Pacha con sus amigas, arrojaron a los pies del Tuerto un ramo de tanacetas.

El pobre hombre se detuvo, conmovido, para no pisar las flores, sin atreverse a recogerlas. Los jóvenes que lo habían llevado con ellos, empezaron a darle palmadas en la espalda y a felicitarlo por su buena suerte. Pacha lo había escogido, precisamente a él, entre otros muchos, y le mostraba una atención que nadie había recibido de ella.

Aquella noche se bebió en el Mezalín, a orilla del río, bajo los nogales, hasta el amanecer. El Tuerto estaba sentado junto al fuego, erguido y solemne, ya alegre y lleno de ansia, ya preocupado y pensativo. No permitieron que se ocupase ni del servicio, ni del café, ni de los alimentos.

– ¿Sabes lo que significa un ramo de tanacetas arrojado por una muchacha? -le dijo uno de ellos.

– Pacha quiere decirte, de esta manera, que se muere por ti como una flor separada de la rama; y se lamenta porque tú no la pides en matrimonio ni permites que se case con otro. Eso es lo que quiere decirte.

Y todos le hablaban de Pacha, de aquella criatura, hija única, casta, de piel blanca, que caminaba cimbreándose, como una fruta madura que cuelga por encima de una tapia y que espera la mano que acuda a recogerla, la mano que espera. Y esa mano era la del Tuerto.

Los ricos fingían enfadarse y se lamentaban ruidosamente: ¿cómo puede ser que ella haya puesto sus ojos en él? Otros, lo defendían. Y el Tuerto bebía. A ratos, creía en ese milagro, a ratos, lo rechazaba como algo imposible. Trataba de oponerse con sus palabras a las bromas de los ricos, intentaba hacerles comprender que ese amor no iba dirigido a él, que sólo era un pobre diablo, envejecido y poco seductor. Pero cuando se hacía el silencio, soñaba con Pacha, con su belleza y con la felicidad que podría recibir de ella, sin preguntarse si le era posible llegar a la muchacha o no. Ahora bien, todo resultaba factible en aquella maravillosa noche de verano en la que la kapia, las canciones y el fuego que ardía sobre la hierba, se integraban en una inmensidad infinita. Nada era real, pero nada parecía inverosímil. Los ricos se burlaban de él y lo ponían en ridículo; se daba cuenta; los señores no pueden vivir sin risas; tienen que meterse con alguien, conseguir un bufón: siempre han sido así y así continúan siendo.

Pero si todo esto no dejaba de ser una broma, lo que no era una broma era aquella mujer maravillosa y aquel amor imposible con el cual había soñado siempre y con el que seguía soñando. Ni tampoco eran bromas las canciones en las que el amor era a la vez real e irreal, en las que la mujer aparecía tan próxima y tan lejana, como en su imaginación. Para los ricos, todo era burla; pero, para él, no había otra verdad más que aquélla. Se trataba de algo sagrado que había llevado siempre en él y que existía, independientemente de las diversiones de los ricos, de la bebida y de las canciones; independientemente de todo, incluso de Pacha. Lo sabía aunque llegase a olvidarlo, pues su alma se diluía y su razón se escapaba como el agua.

Fue así cómo el Tuerto, tres años después de su gran amor y de su escandalosa historia con la alemana que bailaba en la cuerda floja, volvió a ser víctima de un embrujo sentimental en el que la gente rica y los ociosos encontraron un nuevo juego, cruel y excitante, que les proporcionó distracción durante meses y años.

Esto sucedió a mediados del verano. Pasó el otoño y llegó el invierno, y las bromas sobre el amor del Tuerto hacia la hermosa Pacha llenaban las noches y acortaban los días de la gente del centro de la ciudad. No se llamaba al Tuerto más que "el muchacho que está para casarse" y "el enamorado". Durante el día, en tanto que, a pesar de su dolor de cabeza y su sueño constante, se ocupaba de hacer encargos más o menos importantes, por las tiendas, o se entregaba a mil trabajos distintos, o llevaba trastos de un sitio para otro, el Tuerto se extrañaba y se irritaba al oír que lo llamaban de aquel modo y se limitaba a encogerse de hombros. Pero, cuando llegaba la noche, y encendían las lámparas en la taberna de Zarié, alguien gritaba:

– ¡Un ron para el Tuerto!

Y otro se ponía a cantar en voz baja, como por casualidad:

Y llega la hora de la oración de la tarde; el sol se pone Y deja de brillar sobre tu cara.

Entonces, de pronto, todo cambiaba. Se acabaron las fatigas y el encogimiento de hombros, y la ciudad y la taberna, y el propio Tuerto tal y como era: era un hombre transido de frío, sin afeitar, envuelto en harapos, en los desechos de la ropa de los demás. Ya sólo existía un balcón alto, iluminado por el sol poniente y adornado por una parra, y una muchacha que miraba y esperaba al hombre que iba a recibir de sus manos un ramo de tanacetas. Probablemente, continuarían las carcajadas, las observaciones de todas clases, las bromas vulgares, pero todo esto quedaba lejos, como envuelto en la niebla, mientras que el cantante estaba a su lado, junto a su oído: