Изменить стиль страницы

CAPITULO XVI

Habían pasado veinte años desde que los primeros coches austríacos, pintados de amarillo, cruzaron el puente. Veinte años de ocupación constituyen una prolongada sucesión de días y de meses. Cada uno de esos días y de esos meses, considerados en sí mismos, parecían inciertos, no definitivos; pero, tomados en conjunto, constituían, relativamente, el período más largo de paz y de progreso que había conocido la ciudad, y abarcaban la mayor parte de la vida de la generación que, en el momento de la llegada de los austríacos, alcanzaban su mayoría de edad.

Fueron unos años de aparente prosperidad y de beneficios seguros, aunque a menudo insignificantes. Durante esos años, las madres, cuando hablaban de sus hijos, decían: "¡ Que Dios le dé vida y buena salud y que Él haga que se gane fácilmente el pan!"

Y también en aquella época la mujer de Ferkhat, un hombre alto que no pasaba de ser un pobre diablo y que se encargaba de encender los faroles de las calles, recibiendo del ayuntamiento por su trabajo la cantidad de doce florines al mes, decía con orgullo: "Gracias a Dios, mi Ferkhat está empleado en la alcaldía".

De esta manera pasaron los últimos años del siglo XIX, años desprovistos de emociones y de grandes acontecimientos, semejantes a un río tranquilo que se desborda antes de llegar a su ignorada desembocadura. Parecía que los acentos trágicos se esfumaban de la vida de los pueblos europeos, como ocurría en la ciudad del puente. Tal vez ocurriese algo en algún lugar del mundo, pero el eco no llegaba a nosotros o se nos presentaba lejano e incomprensible.

Un día de verano, después de tantos años, apareció de nuevo en la kapia un aviso oficial de color blanco. Era breve y estaba encuadrado por un ancho luto. Anunciaba que S. M. la Emperatriz Isabel había muerto en Ginebra, víctima de un odioso atentado del que era autor un anarquista italiano llamado Luccheni. El aviso expresaba a continuación el disgusto y la profunda aflicción de todos los pueblos que integraban la gran monarquía austro-húngara y pedía a esos mismos pueblos que se uniesen aún más al trono, como subditos leales. Su actitud sería el mayor consuelo para el soberano a quien la suerte había ofrecido tan dura prueba.

El cartel había sido fi]ado debajo de la estela blanca que llevaba la inscripción turca, de igual modo que antaño se fijó la proclama del general Filipovitch anunciando la ocupación del país. Esta vez la gente leyó con emoción porque se trataba de una emperatriz y de una mujer, pero sin llegar a comprender del todo y faltos de una compasión profunda.

Durante algunas tardes, se suprimieron las canciones y las algazaras que habitualmente reinaban en la kapia, ya que tales eran las órdenes de las autoridades.

Sólo un hombre de la ciudad se vio afectado por la noticia. Fue Pietro Sola, el único italiano de Vichegrado, contratista y albañil, tallista de piedra y pintor, en resumen, el factótum y especialista de nuestra ciudad. El señor Pero, como lo llamaba todo el mundo, llegó en el momento de la ocupación, instalándose en la ciudad y contrayendo matrimonio con una tal Stana, una muchacha pobre que no gozaba de muy buena reputación. Pelirroja, fuerte, dos veces más alta que él, era considerada como una mujer de lengua viperina y mano ligera, con la cual era preferible no pelearse. Por su parte, el señor Pero era un hombre pequeño, encorvado, de buen carácter, con unos ojos azules muy humildes y los bigotes caídos. Trabajaba bien y ganaba mucho dinero. Con el tiempo, se convirtió en un verdadero ciudadano de Vichegrado; lo único que le ocurrió fue que, como Lotika, no llegó nunca a asimilar la lengua ni la pronunciación. Toda la ciudad lo quería por sus manos hábiles y su buen talante; en cuanto a su mujer, fuerte como un atleta, sólo puede decirse que era la que lo dirigía en la vida, tratándole severa y maternalmente, como a un niño.

Cuando, al volver de su trabajo, cubierto por el polvo gris de la piedra y con manchas de colores, el señor Pero leyó el aviso de la kapia, se caló el sombrero hasta los ojos y mordió convulsivamente la pipa que siempre llevaba en la boca. Y cada vez que encontraba a alguna persona notable y seria, trataba de demostrarle que, aunque italiano, no tenía nada que ver con Luccheni ni con su crimen repugnante. La gente le escuchaba, le calmaba y le aseguraba que creían lo que decía y que, además, nunca habían pensado semejante cosa de él; pero el buen hombre seguía explicando a todos que se sentía avergonzado de vivir y que nunca había matado ni siquiera a un pollo; con más razón no se le habría ocurrido atacar a un ser humano y, sobre todo, a una mujer de tan alto rango.

Al final, su miedo se transformó en una verdadera manía. Los habitantes de la ciudad comenzaron a burlarse de su preocupación, de su celo y de sus afirmaciones innecesarias según las cuales no tenía ninguna relación ni con los criminales ni con los anarquistas. Pero los niños de la ciudad inventaron inmediatamente un juego cruel. Escondidos detrás de alguna valla, gritaban cuando pasaba: "¡Luccheni!" El pobre diablo se defendía contra aquellos gritos como contra un enjambre de avispas, se calaba el sombrero hasta los ojos y volvía corriendo a su casa para lamentarse y llorar en el regazo de su esposa.

– Estoy avergonzado, estoy avergonzado -sollozaba el hombrecillo – No me atrevo a mirar a nadie a los ojos.

– Vamos, imbécil, ¿de qué tienes vergüenza? ¿De que un italiano haya matado a la emperatriz? El rey de Italia es el que tiene que estar avergonzado. Pero tú; ¿quién eres tú y qué eres para tener vergüenza?

– Me da vergüenza de estar vivo -se lamentaba el señor Pero ante su mujer, que lo sacudía y trataba de infundirle valor y resolución y de hacerle ver que podía cruzar por el centro de la ciudad con la cabeza alta y desenvuelto, sin tener que bajar la vista delante de nadie.

Por aquel tiempo, se hallaban sentados en la kapia los hombres de edad y, con el rostro inmóvil y la vista fija en el suelo, escuchaban las noticias tomadas de la prensa sobre el asesinato de la emperatriz de Austria. Aquellas noticias daban motivo a algunas conversaciones generales sobre el destino de los monarcas y de los grandes personajes. Husein efendi, muderis de Vichegrado, explicaba a un grupo de notables turcos del barrio del comercio, gente curiosa e ignorante, lo que eran y quiénes eran aquellos anarquistas.

El muderis era tan solemne, permanecía tan erguido y se presentaba tan limpio y tan cuidado como antaño, hacía veinte años, cuando, en la misma kapia, recibió a los primeros alemanes en compañía de Mula Ibrahim y el pope Nicolás, los cuales hacía ya tiempo que reposaban en sus respectivos cementerios.

Su barba estaba blanca, pero aparecía tan cuidadosamente cortada y redondeada como siempre; su rostro se mostraba tranquilo y su cutis terso, dado que los hombres de espíritu rígido y de corazón duro envejecen lentamente. La alta opinión que siempre tuvo de sí mismo se había reforzado durante los últimos veinte años. El baúl de libros (dicho sea de paso) en el que se fundaba en gran parte su reputación de sabio, continuaba inalterable, sin leer, y su crónica de nuestra ciudad, sólo había aumentado en veinte páginas durante todo este tiempo, ya que, a medida que envejecía, estimaba cada vez más su persona y su crónica, y cada vez menos los acontecimientos que se desarrollaban alrededor de él. Ahora, hablaba en voz baja y lenta, con maneras imponentes, severas y solemnes, considerando el destino de la emperatriz "infiel" únicamente como un motivo de conversación, sin mezclar lo más mínimo ese destino con el verdadero sentido de la interpretación. Según esta interpretación (que no era precisamente suya, pues la había hallado en buenos libros antiguos que heredó de su maestro, el célebre Arap-Hodja), aquellos a quienes ahora se llamaba anarquistas, existieron siempre y existirán hasta la consumación de los siglos. Porque la existencia humana está así ordenada y Dios, el Único, lo ha querido de esta manera: que cada dracma de bien esté acompañada por dos dracmas de mal y que, en esta tierra, no pueda haber bondad sin odio, ni grandeza sin envidia, del mismo modo que no existe objeto, por pequeño que sea, que no dé sombra. Todo esto era particularmente cierto para las personas de excepcional grandeza, piadosas e ilustres. Junto a cada una de ellas, siguiendo un curso paralelo al de su gloria, su verdugo acechaba la oportunidad: a veces la atrapaba más pronto y, a veces, más tarde.

– Fijaos, por ejemplo, en nuestro compatriota Mehmed-Pachá, que, desde hace mucho tiempo, goza del paraíso -dijo el muderis mientras señalaba la estela de piedra que se encontraba encima del aviso blanco -. El sirvió a tres sultanes y fue más prudente que Asaf; él levantó esta piedra, sobre la que ahora estamos sentados, gracias a su poder y a su piedad. El también fue víctima del puñal de los anarquistas. A despecho de toda su fuerza y de toda su prudencia, no pudo evitar el momento fatal. Aquellos a quienes el gran visir contrariaba en sus planes – constituían un partido grande y poderoso -encontraron un medio de armar y de sobornar a un derviche loco para que le diese muerte, y llevó a cabo su tarea precisamente cuando el visir salía para rezar su plegaria el viernes al mediodía. El derviche, con su manto usado a la espalda y su rosario en las manos, cerró el paso al séquito del visir y, con hipocresía y humildad, pidió limosna, y cuando el visir se llevó la mano al bolsillo para dársela, lo atravesó. Y así pereció como un mártir Mehmed-Pachá.

Los hombres escuchaban y, mientras arrojaban el humo de sus cigarros, miraban ya la estela de piedra con la inscripción turca, ya el anuncio blanco bordeado por un luto. Escuchaban con atención, aunque no todos comprendían completamente todas las palabras de la explicación del muderis. Pero, en tanto seguían con la mirada el humo de sus cigarros que se perdía lejos, más allá de la inscripción y del anuncio, llegaban a adivinar otra vida diferente de la suya que se desarrollaba en algún lugar del mundo, una vida de grandes ascensiones y de caídas profundas, en la cual la grandeza se mezclaba con lo trágico; una vida que, de alguna manera, compensaba su existencia vegetativa, esa existencia tranquila y monótona que se desarrollaba en la kapia.

También aquellos años, como los otros, pasaron. En la kapia se repitió el antiguo orden de cosas, con las conversaciones habituales en voz alta, con las bromas y las canciones. Cesaron las charlas sobre los anarquistas. El cartel que anunciaba la muerte de aquella emperatriz extranjera, apenas conocida, cambió de color bajo la acción del sol, de la lluvia y del polvo; después, el viento lo rasgó y dispersó los jirones a lo largo de la orilla.