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Durante el período de la construcción del ferrocarril, todos los habitantes de la ciudad sintieron por primera vez que no se encontraban ante aquellas ganancias fáciles, seguras y exentas de preocupaciones que habían caracterizado los primeros momentos que siguieron a la ocupación. En el curso de los últimos años, los precios de las mercancías y de los géneros de primera necesidad habían experimentado algunas alzas. Aumentaban, pero nunca bajaban, y, tras un período de tiempo más o menos largo, volvían a subir. Sin duda, se ganaba dinero y las jornadas de trabajo estaban bien pagadas, pero los salarios eran siempre inferiores en un veinte por ciento a las necesidades reales. Era un juego loco y solapado que iba envenenando la vida de un número de hombres cada vez mayor. No obstante, no podía hacerse nada contra aquel juego, puesto que su origen quedaba muy lejos: provenía dé las mismas fuentes inaccesibles y desconocidas de donde nacieron los beneficios de los primeros días. Muchos de los patronos poderosos, que se habían enriquecido inmediatamente después de la ocupación, hacía quince o veinte años, eran ahora pobres y sus hijos trabajaban por cuenta de otros. Sin duda, algunos recién llegados hacían fortuna, pero el dinero saltaba de sus manos como si fuese mercurio, como una fantasmagoría tras la que el hombre podía encontrarse fácilmente con las manos vacías y el honor maculado.

Cada vez resulta más evidente que las ganancias y la vida fácil que aquéllas traen consigo, tienen reveses, y que el dinero y quien lo posee, no pasan de ser simples posturas en un gran juego caprichoso, del cual nadie conoce todas las reglas ni del que se puede prever el resultado. Y sin sospecharlo, todos participamos en ese juego haciendo una postura más o menos grande, pero siempre con un riesgo constante.

En el curso del verano del cuarto año, el primer tren adornado con guirnaldas de hojas verdes cruzó la ciudad. El acontecimiento sirvió de regocijo popular. Se dio a los obreros un almuerzo, regado con barriles de cerveza. Los ingenieros se fotografiaron al lado de la primera locomotora. Aquel día el viaje fue gratuito: "Un día de balde, pero el resto de la vida costará su buen dinero", declaró Alí-Hodja, burlándose de los que utilizaban e! primer tren.

Sólo entonces, una vez que el ferrocarril hubo sido construido y puesto en funcionamiento, la gente se dio cuenta de lo que significaba para el puente, para el papel que desempeñaba dentro de la vida de la ciudad y para su suerte en general. La vía ascendía junto al Drina, en dirección contraria a la de la corriente, a lo largo de la orilla escarpada que se encuentra bajo el Meïdan; penetrando en la colina, rodeaba la ciudad y bajaba hasta la llanura, cerca de las últimas casas, yendo a parar a la orilla del Rzav. Allí se hallaba la estación. Todas las comunicaciones, tanto para el público como para las mercancías, con Sarajevo y, desde Sarajevo, con el resto del mundo occidental, partían de la orilla derecha del Drina. La orilla izquierda y, con ella, el puente quedaron completamente paralizados. Ya sólo cruzaban por él las gentes que venían de los pueblos situados en la orilla izquierda del río; todo se reducía a algunos campesinos con sus caballos cargados en exceso y sus carretas uncidas de bueyes que transportaban madera del bosque a la estación.

La carretera que, a partir del puente, subía a través de la colina de Lieska hacia el Semetch y de allí, por Glasinats y Romanía, conducía a Sarajevo, aquella carretera que antiguamente retumbaba con los cantos de los cocheros y con los cascabeles de los caballos, empezó a cubrirse de hierba y de ese delgado musgo verde que acompaña la lenta agonía de algunos caminos, de algunos edificios. Ya no se usaba el puente para viajar, ni se acompañaba a nadie hasta él, ni se despedía a los viajeros que lo cruzaban al iniciar su ruta, ni era atravesado a caballo, ni se bebía en él el aguardiente de la partida.

Los carreteros, los caballos, las calesas cubiertas y los pequeños simones pasados de moda en los que se iba antaño a Sarajevo, quedaron sin trabajo. El viaje ya no duraba, como antes, dos días enteros, con parada en Rogatitsa para pasar la noche. Ahora se empleaban cuatro horas. Aquellas cifras obligaban a la gente a meditar. Se calculaba con emoción todos los beneficios y las economías que la velocidad proporciona ai hombre. Se miraban como si fuesen fenómenos a los primeros vichegradeses, que, habiendo ido a Sarajevo para arreglar algún asunto, volvían a casa al atardecer del mismo día de su marcha.

Alí-Hodja fue la excepción; Alí-Hodja, desconfiado, testarudo, demasiado franco y siempre al margen como de costumbre. Respondía malhumorado a los que se felicitaban por la velocidad con que ahora podían zanjar sus asuntos, calculando las economías de tiempo, esfuerzos y de dinero logradas, que lo que cuenta no es el tiempo que el hombre economiza, sino cómo emplea el tiempo economizado: si lo emplea para hacer mal, valdría más que no dispusiese de él. Trataba de probar que lo principal no es ir deprisa, sino saber adonde se va y por qué, concluyendo que la velocidad no significa siempre una ventaja.

– Si vas al infierno, vale más que vayas despacio -decía, con amargura, a un joven comerciante-. Eres un imbécil, si crees que el alemán ha gastado dinero y ha introducido máquinas solamente para que puedas viajar y resolver tus asuntos más deprisa. Tú ves únicamente que te desplazas, pero no te preguntas lo que la máquina arrastra consigo, aparte de ti y de tus semejantes. Eso no puede entrarte en la cabeza. Viaja, viaja por donde quieras, pero me temo que ese viaje te proporcione uno de estos días alguna amarga decepción. Llegará el momento en que los alemanes te transportarán allá donde tú no querías ir y donde nunca habrías podido imaginar que podrías ir.

Cada vez que oía el pitido de la locomotora que rodeaba la escarpada pendiente situada más allá de la hostería de piedra, Alí-Hodja fruncía el entrecejo, sus labios susurraban unas palabras incomprensibles y, contemplando desde su tienda el puente que seguía viéndose de soslayo, continuaba dando curso a su vieja idea; las grandes construcciones se fundan en una palabra y la paz y la existencia de ciudades enteras y de sus habitantes dependen tal vez de un pitido. Así veía las cosas aquel hombre debilitado que tenía muchos recuerdos y que había envejecido bruscamente.

En esta cuestión, como en las demás, Alí-Hodja estaba aislado. Todo el mundo lo miraba como a un tipo original y complicado. A decir verdad, tampoco los campesinos se acostumbraban al ferrocarril. Lo utilizaban, pero no llegaban a familiarizarse con él ni a adivinar su humor ni sus costumbres. Bajaban al amanecer de las colinas, llegaban con el sol a la ciudad y, a la altura de las primeras tiendas, interrogaban con inquietud al primero que encontraban:

– ¿Se ha ido la máquina?

– Pues sí que estás apañado; hace ya rato que se ha ido -le contestaban desde la puerta de sus tiendas los comerciantes desocupados, mentirosos sin escrúpulos.

– ¿Puedes jurarlo por Dios?

– Mañana habrá otro.

Hacían estas preguntas sin detenerse, continuando presurosos y dando voces a las mujeres y a los niños que se iban quedando rezagados.

Llegaban al galope a la estación. Allí, un empleado los tranquilizaba y les decía que los habían engañado, ya que faltaban tres horas para que el tren saliese. Entonces recobraban el aliento, se situaban a lo largo de la pared de la estación, dejaban en el suelo sus sacos, almorzaban, charlaban o se adormecían, pero seguían alerta y en el momento en que una locomotora de un tren de mercancías pitaba en algún sitio, daban un salto y se ponían a arrastrar sus trastos gritando:

– ¡Levantaos! ¡Que se va la máquina!

El empleado lograba cogerlos en el andén y los echaba fuera.

– Ya os he dicho que faltan dos horas para que salga el tren. ¿Adonde vais con tanta prisa? ¿Es que estáis locos?

Volvían a su sitio, se sentaban de nuevo, pero continuaban llenos de dudas y de desconfianza. En cuanto se volvía a oír un pitido o solamente un ruido sospechoso, saltaban otra vez y se dirigían, empujándose unos a otros, al andén. Y una vez más eran rechazados, invitándoseles a que esperasen con paciencia y a que escuchasen con atención. Pero de nada servían las recomendaciones: en el fondo de su conciencia no dejaban de concebir aquella "máquina" como un mecanismo rápido, misterioso y lleno de insidias, inventado por los alemanes, que, en un abrir y cerrar de ojos, se escapaba de los hombres que no se mantenían alerta. Se trataba de un cacharro que sólo pensaba una cosa: la manera de poder engañar al campesino, que emprendía un viaje, para dejarlo en tierra.

Todo aquello no era más que una serie de bagatelas, necedades de campesino, como necedades de mal humor y los murmullos de Alí-Hodja. La gente bromeaba, pero al mismo tiempo se iba acostumbrando rápidamente al ferrocarrril como a todas las demás innovaciones más modernas, más sencillas y más agradables. Continuaban yendo al puente y sentándose en la kapia, igual que lo habían hecho siempre, lo atravesaban para dirigirse a los quehaceres cotidianos, pero se viajaba en la dirección y del modo que dictaban los nuevos tiempos. Y todos se familiarizaron enseguida, fácilmente, con la idea de que el camino que cruzaba el puente no conducía ya al vasto mundo y que el mismo puente no era lo que había sido: un vínculo entre Oriente y Occidente. Para ser exactos: nadie pensaba ni siquiera en eso.

Y el puente continuaba irguiéndose como siempre, con su eterna juventud, la juventud de una concepción perfecta y de las grandes y estimables obras del hombre, que ignoran lo que sea envejecer y cambiar y que no comparten -al menos, ésa es la impresión que dan- el destino de las cosas efímeras de este bajo mundo.