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Hubieran continuado un buen rato su disputa inútil si Alí-Hod|a no los hubiese interrumpido.

– Y yo digo que no está bien que toquen el puente; y no saldrá nada bueno de esa restauración, ya veréis. Lo mismo que hoy lo reparan, lo destruirán mañana. El difunto Mula Ibrahim me dijo que había encontrado en sus libros que es un gran pecado tocar el agua corriente, desviarla y cambiar su curso, aunque no sea más que por un día o por una hora. Pero los alemanes no se sienten tranquilos si no se ponen a dar martillazos o a hacer algo. Si no tuviesen otra cosa que hacer, nos sacarían los ojos para colocárnoslos después. Y pondrían el mundo boca abajo, si pudiesen.

Uno de los dos ociosos trató de demostrar que al fin y a la postre, no estaba mal que los alemanes restaurasen el puente. De cualquier modo, si aquella medida no lograba prolongar su vida, al menos no le perjudicaría.

– Y, ¿quién te ha dicho que no perjudicariá al puente? -intervino el hodja colérico-. ¿Quién te lo ha dicho? ¿No sabes que una sola palabra puede echar abajo la ciudad? Con mucha más razón semejante zafarrancho. Todo el mundo de Dios ha sido construido sobre el Verbo. Si supieses leer y escribir, si fueses un sabio, que no lo eres, sabrías que esa construcción no es como las demás, sino de aquellas que han sido elevadas por amor a Dios y por voluntad de Dios; la construyeron ciertas gentes en determinada época, y otras gentes, en otra época la destruyen. ¿Has oído lo que cuentan los ancianos sobre la hostería de piedra? No había otra semejante en el Imperio y, sin embargo, ¿quién la ha destruido? A juzgar por la solidez y el arte que caracterizaba a aquel edificio, habría podido durar mil años; y he aquí que ha desaparecido como si fuese de cera y ahora en el lugar en que se encontraba, gruñen los cerdos y suena la trompeta del invasor.

– Pero, yo digo, pienso… -se defendía el otro.

– Te equivocas -interrumpió el hodja-. Según lo que tú dices, no se construirá ni se destruirá nada. No te entra eso en la cabeza. Os digo solamente que todo eso no sirve para nada ni presagia nada bueno para el puente, ni para la ciudad, ni para nosotros que estamos viéndolo.

– Está bien, está bien. El hodja sabe mejor que nadie lo que es un puente -sugirió el otro, recordando maliciosamente los sufrimientos que antaño padeciera Alí-Hodja en la kapia.

– Y no pienses que yo no sé -dijo el hodja con convicción y comenzó, tranquilo ya, a narrar uno de sus cuentos de los cuales la gente se burlaba, pero sin que por ello dejase de gustarle oírlos, incluso varias veces.

– Hace tiempo, mi difunto padre oyó decir al Cheikh Dediyé, y me lo contó a mí cuando era niño, cuál es el origen de los puentes y cómo se construyó el primero. Cuando Alá, el poderoso, creó este mundo, la tierra estaba llana y lisa como la palma de la mano. El diablo, que tenía envidia del hombre por el don que Dios le había concedido, se sintió molesto. Y entonces, aprovechándose de que la tierra estaba todavía como cuando salió de las manos de Dios, húmeda y blanda como una pasta, se deslizó y arañó con sus uñas la faz de la tierra de Dios, tanto y tan profundamente como pudo. Fue así, según lo cuenta esta historia, como aparecieron los profundos ríos y los precipicios que separan los países y a los hombres e impiden a éstos que viajen por la tierra que Dios les ha dado para que disfruten de ella como de un jardín y consigan sus alimentos y cuantas cosas precisan. Alá se sintió apenado cuando vio lo que aquel maldito había hecho, pero como no podía volver a empezar la obra que el diablo había ensuciado, envió a unos ángeles, a fin de que ayudasen y facilitasen el camino a los hombres. Cuando los ángeles vieron que los desdichados seres humanos no podían cruzar aquellos abismos y aquellas profundidades, ni realizar sus trabajos, y observando que se torturaban y miraban en vano y se llamaban a voces de una orilla a otra, extendieron sus alas por encima de aquellos lugares y las gentes pudieron pasar por encima de ellas. Los hombres aprendieron así de los ángeles de Dios cómo se construyen los puentes. Y por eso, después de las fuentes, no hay bien más grande que el de construir un puente, y es un gran pecado tocarlo, puesto que todo puente, cualquiera que sea, desde el sencillo tronco de árbol, que franquea un torrente de montaña, hasta esta hermosa obra de Mehmed-Pachá, tiene un ángel que lo guarda y lo mantiene durante tanto tiempo como Dios haya decidido que permanezca en pie.

– ¡Dios mío, Dios mío! -exclamaron cortésmente extasiados los dos oyentes.

Y pasaron el tiempo conversando, en tanto el día discurría y el trabajo seguía avanzando allí, en el puente, desde donde les llegaba el chirrido de las carretillas y el estrépito de las máquinas que mezclaban el cemento y la arena.

El hodja, como siempre, había tenido la última palabra en la discusión, pues nadie quería ni podía proseguir con él hasta el final una disputa, y menos aún aquellos ociosos de cabeza vacía, que se limitaban a beber café y que sabían que al día siguiente volverían a pasar una buena parte de su tiempo en la tienda de Alí-Hodja.

Así hablaba el hodja a todos los que se acercaban a su tienda por razones de negocio o simplemente de paso. Lo escuchaban con una curiosidad burlona y con una atención aparente, pero nadie en la ciudad compartía su opinión ni comprendía su pesimismo ni aquellos oscuros presentimientos que él mismo no llegaba a explicar ni a apoyar con pruebas. En resumen, hacía tiempo que todo el mundo había adquirido la costumbre de considerar al hodja como un testarudo y un original que, ahora, por influencia de los años, de una serie de circunstancias difíciles y de su joven esposa, veía todo negro y daba a las cosas un sentido místico y de mal augurio.

La gente de la ciudad, en su mayor parte, se mostraba indiferente a lo que pasaba en el puente como a todo lo que los extranjeros venían realizando, desde hacía años, en la ciudad y en sus alrededores. Muchos de ellos se ganaban la vida transportando arena o madera o comida para los obreros. Tan sólo los niños se sintieron decepcionados cuando vieron que los obreros penetraban a través de los andamios de madera en el oscuro orificio que había sido practicado en el pilar central, en aquella "cámara" donde, según la creencia general de los muchachos, vivía el Negro. Los obreros salieron del agujero y echaron al río un buen número de cestos de excrementos de pájaro. Y eso fue todo. El Negro no hizo su aparición. Por tanto, no hubo ninguna razón que justificase el retraso con que los niños llegaron a la escuela, tras haber esperado en la orilla durante largas horas para ver cómo el hombre negro salía de sus tinieblas familiares y golpeaba el pecho del primer obrero que encontrase en su camino, dándole tan tremendos puñetazos que habría saltado, describiendo una gran curva, desde su andamio inmóvil, al río. Furiosos de que no se hubiese producido lo que aguardaban, algunos de los pequeños trataron de contar que todo había ocurrido como pensaban, pero sus relatos no resultaron demasiado convincentes. Los muchachos algo mayores se rieron de ellos y sus juramentos no sirvieron para nada.

Cuando se concluyó la restauración del puente, se iniciaron los trabajos para la aducción del agua. Hasta entonces, la ciudad no había tenido más que algunas fuentes de madera de las cuales sólo dos, situadas en el Meïdan, daban agua de manantial. Todas las demás se encontraban en la parte baja de la ciudad y sus aguas estaban en comunicación con las de los dos ríos, el Drina y el Rzav. Se ponían turbias cuando cualquiera de las dos corrientes se agitaba, y se secaban con la época de los grandes calores del verano cuando ambas corrientes decrecían de nivel. Los ingenieros llegaron a la conclusión de que aquel agua no era sana. Las nuevas aguas fueron traídas de lejos, de la montaña, de una zona que se encontraba por encima de Kabernik, al otro lado del Drina, de suerte que las conducciones tuvieron que pasar por el puente para llegar a la ciudad. Nuevamente se produjeron en él gritos y agitación. Se levantaron las losas y se abrió un lecho para las conducciones. Fueron encendidos braseros en los que se calentaba el alquitrán y se fundía el plomo. La gente miraba otra vez los trabajos con desconfianza y con curiosidad, como lo habían hecho antes. Alí-Hodja fruncía el entrecejo a causa del humo que llegaba, a través de la plaza, hasta su tienda y hablaba con desprecio de aquella nueva agua "pagana" que corría por tuberías de hierro, de modo que no podía servir ni para beber ni para las abluciones; una agua que ni los caballos beberían, si es que todavía quedaban caballos de buena raza, como antaño. Se burlaba de Lotika que había hecho instalar el agua en su hotel. Y a todos los que querían oírlo, demostraba que aquella aducción no era más que uno de los signos anunciadores de los males imprevisibles que, más tarde o más temprano, azotarían a la ciudad. Sin embargo, durante el verano del año siguiente, las conducciones fueron puestas en servicio. Como todos los trabajos anteriores, aquél se había realizado y llevado a buen término. En las nuevas fuentes de hierro, corría una agua pura y abundante que no dependía ni de las sequías ni de las inundaciones. Un gran número de habitantes la hizo llegar a sus patios y algunos incluso a sus casas.

En el otoño de aquel mismo año se empezó la construcción de un ferrocarril. Fue una empresa de más larga duración y de mayor importancia. A decir verdad, no tenía, a simple vista, relación alguna con el puente. Pero esto no pasaba de ser una sencilla apariencia. Aquel ferrocarril de vía estrecha al que se llamaba, en los artículos de prensa y en la correspondencia oficial, "el ferrocarril oriental", debía unir Sarajevo con la frontera de Servia, en Varditcha, y con la frontera del Sandjak turco de Novi-Pazar, en Uvats. Esta línea debía atravesar Vichegrado, que se convertía en la estación más importante. Se escribió y se habló mucho en el mundo entero de la importancia política y estratégica de esta línea, de la anexión inminente de Bosnia-Herzegovina, de los objetivos lejanos de Austria-Hungría a través del Sadjak hacia Salónica y de todos los complicados problemas que se planteaban con este motivo. Pero aquí, en la ciudad, todo seguía ofreciendo un aspecto inocente e incluso atractivo: aparecían nuevos contratistas, masas de obreros, fuentes de ingresos para muchos.

En aquella ocasión, todo había sido montado en gran escala. La construcción de una línea de 166 kilómetros, a lo largo dé la cual había un centenar de puentes y de viaductos y cerca de 130 túneles, y que costó al Estado 74 millones de coronas, duró cuatro años. La gente pronunciaba aquella enorme cifra y miraba vagamente a algún lugar de la lejanía como si se esforzase en vano en divisar la montaña de oro que escapaba a todo cálculo y a todo examen. "¡Setenta y cuatro millones!", repetían muchos vichegradeses con aire de expertos, como si hubiesen contado el dinero con sus propias manos. Y es que, aun en aquella ciudad perdida, en la cual unos dos tercios de las manifestaciones vitales eran todavía de carácter oriental, todos empezaban a ser esclavos de las cifras y a creer en las estadísticas. "Setenta y cuatro millones; algo menos de medio millón por kilómetro, exactamente 445.782 coronas". Manejaban grandes cifras, sin que por ello se hiciesen más ricos ni más razonables.