Изменить стиль страницы

Los golfillos siguieron durante algún tiempo gritando al señor Pero cuando pasaba: "¡Luccheni". Y ni siquiera sabían lo que aquel grito quería decir ni por qué razón lo lanzaban; obraban a impulsos de la necesidad infantil que hace hostigar y torturar a las criaturas débiles y sensibles. Gritaron, para después dejar de hacerlo, ya que encontraron otro entretenimiento. Desde luego, Stana, la del Meïdan, contribuyó a ello dando una buena zurra a los dos muchachos que más chillaban.

Pasados unos dos meses, nadie volvió a mencionar la muerte de la emperatriz ni a los anarquistas. La vida de finales de siglo parecía haber sido amasada y domesticada para siempre; cubría todo con su discurrir amplio y monótono y dejaba en la gente el sentimiento de que se abría un siglo de apacible actividad, proyectado hacia un porvenir lejano, que la mirada no podía alcanzar.

Aquella actividad incesante y continua, a la cual parecía condenada la administración extranjera, y con la que nuestras gentes se habían reconciliado difícilmente -aunque se sintiesen deudores por las ganancias y el bienestar que habían conseguido-, aquella actividad cambió en veinte años muchas cosas relativas al aspecto externo de la ciudad, a la forma de vestir y a las costumbres de los habitantes. Era natural que el torbellino no se detuviese ante el viejo puente, cuyo perfil continuaba siendo el mismo.

Llegó el año 1900, final de un siglo feliz y comienzo de otro nuevo que, según las concepciones y el sentimiento de muchos, habría de ser aún más feliz. En aquel momento hicieron su aparición algunos ingenieros que se pusieron a inspeccionar el puente. La gente estaba ya acostumbrada a ellos y los niños sabían lo que significaba la llegada de aquellos hombres que llevaban abrigos de cuero, en cuyos bolsillos exteriores guardaban un buen número de lapiceros de colores. Se ponían a dar vueltas en torno a una colina o a un edificio, lo que quería decir que iban a derribar, a construir, a cavar o a modificar algo. Sin embargo, nadie podía adivinar qué querían hacer con el puente, que representaba para todos los ciudadanos algo eterno e inevitable, como la tierra por la que andaban y el cielo que cubría sus cabezas.

Los ingenieros dieron vueltas, midieron, tomaron notas, y, después, se marcharon y todo fue olvidado. Pero a mediados del verano, cuando el nivel de las aguas estaba más bajo, llegaron de pronto algunos contratistas y unos cuantos obreros que empezaron a construir barracas provisionales para guardar sus herramientas. Apenas había comenzado a extenderse el rumor de que el puente iba a ser reparado, cuando se vieron los pilares cubiertos de andamiajes y empezaron a funcionar sobre el puente unos montacargas movidos por un torno de mano; por medio de ellos, los obreros se desplazaban a lo largo de los pilares como por un estrecho balcón de madera, deteniéndose en los lugares donde había grietas o donde habían crecido matas de hierbas.

Se taparon los agujeros, se arrancó la hierba y se quitaron los nidos de los pájaros. Cuando hubieron terminado este trabajo, se pusieron a reparar los cimientos atacados por el agua. La corriente fue detenida y desviada, de suerte que podían verse las piedras ennegrecidas y roídas y algunas vigas de roble gastadas, pero petrificadas dentro del agua en la que habían estado hundidas durante trescientos años. Las grúas, infatigables, bajaban sin cesar el cemento y la grava, y se rellenaron los tres pilares centrales, que eran los que estaban más expuestos a la acción de la rápida corriente, de la misma manera que se empastan los dientes cariados.

Aquel año, nadie pudo sentarse en la kapia y la vida ordinaria cesó alrededor del puente. Todo estaba ocupado por los caballos y las carretas que transportaban el cemento y la arena. Por todas partes se oían los gritos de los obreros y las órdenes de los capataces. Se instaló un depósito de tablones en la misma kapia.

Los habitantes contemplaban los trabajos que se desarrollaban en el gran puente y se extrañaban y se quedaban perplejos.

Unos bromeaban, otros se limitaban a hacer un gesto con la mano, siguiendo su camino, pero todos tenían la impresión de que los extranjeros hacían aquello, como hacían las demás cosas: únicamente porque no podían quedarse quietos, porque la acción era para ellos como una necesidad, porque no sabían vivir de otro modo. Nadie lo decía, pero todos lo sentían.

Cuantos tenían costumbre de pasar el tiempo en la kapia, se sentaban ahora delante del hotel Lotika o de la taberna de Zarié o a la puerta de las tiendas cercanas al puente. Allí bebían café y hablaban, esperando que la kapia se quedase libre y que pasase el ataque al puente; esperaban lo mismo que se espera el final de un chaparrón o de un contratiempo.

Delante de la tienda de Alí-Hodja, que se hallaba entre la hostería de piedra y la taberna de Zarié, de manera que se veía el puente de soslayo, se encontraban desde las primeras horas de la mañana dos turcos, dos desocupados que hablaban de todo y especialmente del puente.

Alí-Hodja los escuchaba y guardaba un silencio desagradable mientras miraba pensativo el puente en el que los obreros se afanaban como hormigas.

Se había casado tres veces en el curso de los últimos veinte años. Ahora tenía una mujer más joven que él, y las malas lenguas del barrio del mercado decían que por eso, antes del mediodía, siempre estaba de mal humor. De aquellas tres mujeres, tuvo catorce hijos, que le vivían. Organizaban tal escándalo en la casa durante todo el día, que llegaban a ensordecer al pobre padre. También, en el barrio del mercado, decían en tono jocoso que el hodja no conocía a todos sus hijos por el nombre. Incluso inventaron e iban contando que uno de sus hijos lo encontró en una callejuela y le tomó la mano para besársela; el hodja le acarició la cabeza y le dijo: "¡Buenos días! ¿De qué familia eres?"

El hodja, en apariencia, no había cambiado mucho. Se había hecho más corpulento y su rostro no estaba tan colorado como antes. Ya no andaba con aquel paso tan vivo y subía más despacio la cuesta del Meïdan que conducía a su casa. Hacía algún tiempo que notaba ahogos, aun cuando dormía. Por esta razón fue a ver al médico del distrito, el doctor Marovski, el único de los recién llegados a quien conocía y estimaba. El doctor le dio unas gotas que no curaban la enfermedad, pero que ayudaban a soportarla. También le indicó el nombre, en latín, de su enfermedad: angina pectoris.

Era uno de los pocos turcos de la ciudad que no había aceptado ninguna de las novedades ni de los cambios introducidos por los extranjeros; continuaba vistiendo del mismo modo, sus concepciones eran las mismas, su lenguaje no había variado, dirigía su comercio y sus asuntos como siempre. Se opuso con la misma aspereza y la misma obstinación que caracterizaron su hostilidad a una resistencia sin esperanza, a todo lo que era alemán o extranjero, e, igualmente, a todo lo que significaba un impulso nuevo. Por eso tropezó a veces con la gente y tuvo que pagar más de una multa a la policía. Ahora sentía cansancio y algo de desencanto. En realidad, continuaba siendo el mismo que entablaba negociaciones con Karamanlia en la kapia: un hombre testarudo y de ideas especiales en todo. Su franqueza proverbial se transformó en acritud y su combatividad en una amargura sombría que no podía expresarse ni siquiera con las palabras más atrevidas y que sólo se calmaba en el silencio y en la soledad.

El hodja, con el tiempo, iba cayendo en una especie de meditación sosegada. No tenía necesidad de nadie e incluso la presencia de la gente le resultaba penosa, lo molestaba. No soportaba ni a los ociosos del barrio del comercio, ni a sus clientes, ni a su joven esposa, ni a aquella multitud de niños que hacían retumbar la casa. Antes de la salida del sol, huía de ella para dirigirse a la tienda, abriendo antes que los demás. En la tienda, rezaba, y a la tienda le llevaban, incluso, el almuerzo. Y cuando las conversaciones o los transeúntes o los negocios le aburrían, echaba el cierre y se retiraba a un rincón situado en la parte posterior del local y al que él llamaba su "ataúd". Era un lugar escondido, estrecho, bajo y oscuro; el hodja lo llenaba casi por completo cuando se metía en él. Tenía un asiento de tablas cubierto con un tapiz sobre el que se podía sentar cruzando las piernas; también tenía algunas estanterías con cajas vacías, un peso viejo y toda clase de pequeños objetos para los que no había sitio en la tienda. El hodja percibía a través del muro delgado de la tienda el ruido de la vida en el barrio del comercio, el martilleo de los cascos de los caballos, los gritos de los vendedores. Todo aquello le llegaba como de otro mundo. A veces oía incluso a alguno de los transeúntes que se detenía delante de su tienda cerrada y hacía observaciones agrias o bromeaba a costa suya. Lo escuchaba apaciblemente, pues para él aquellos hombres eran unos muertos que todavía no habían perdido el don de la palabra; los escuchaba y olvidaba al mismo tiempo, porque, protegido por aquellas pocas tablas, se sentía sólidamente defendido por sus pensamientos de todo lo que pudiera llevar consigo una vida que, según sus concepciones, hacía tiempo que se había echado a perder, tomando un mal camino. En su rincón, el hodja se encontraba a sí mismo y alumbraba sus ideas sobre la suerte del mundo y la marcha de los negocios humanos; y, al mismo tiempo, olvidaba todo lo demás: el barrio del mercado, sus preocupaciones a propósito de sus deudas y las inquietudes que le producían sus siervos, sus deudores, su mujer, cuya juventud y belleza le ocasionaban un estúpido e infernal mal humor, y aquel rebaño de hijos que sería una carga para el tesoro del mismísimo sultán, y en los que sólo pensaba con horror.

Cuando recobraba sus ánimos y había descansado, el hodja abría de nuevo la tienda como si acabase de regresar de algún sitio.

Ahora estaba oyendo la conversación hueca de dos vecinos.

– Ya ves lo que son los tiempos y los dones de Dios; la piedra se ha gastado como un par de medias se gasta con el paso del tiempo. Pero los alemanes no están dispuestos a tolerarlo y se ponen a reparar, sin más ni más, todo lo que se estropea -filosofaba el primero, un holgazán muy conocido en el barrio del mercado y mientras paladeaba una taza de café que le había ofrecido Alí-Hodja.

– Pues yo te digo que, mientras el Drina siga siendo el Drina, el puente seguirá siendo el puente. Y si no se molestasen en tocarlo, seguiría en pie porque así está escrito. Todos estos gastos y esa confusión no sirven para nada -replicó el otro, que tenía un negocio similar al del primero.