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En medio de grandes clamores y de ruidosas carcajadas, sin prestar atención a los escasos transeúntes matinales, hicieron una apuesta: ¿quién se atrevía a cruzar el puente caminando por encima del estrecho parapeto de piedra sobre el que brillaba el hielo?

– El Tuerto tendrá valor suficiente -gritó uno de los borrachos.

– ¿El Tuerto? ¡Qué va!

– ¿Quién es el que no se atreverá? ¿Yo? Vas a ver cómo hago lo que ningún hombres es capaz de hacer -protestó el Tuerto, golpeándose el pecho.

– ¡Te falta valor! ¡Hazlo si te atreves!

– ¡Por Dios que sí!

– Sí. El Tuerto puede hacerlo.

– No. Nos está tomando el pelo.

Aquellos hombres borrachos rivalizaban en sus clamores y en sus fanfarronadas, sin tener en cuenta que ellos mismos sé mantenían en pie sobre el ancho puente: todos titubeaban, daban traspiés y se agarraban unos a otros.

No se dieron cuenta del momento en que el Tuerto se subió al parapeto de piedra. Súbitamente, lo vieron balancearse por encima de ellos. Completamente borracho y despechugado, trataba de guardar el equilibrio y de avanzar a lo largo de las losas que remataban el muro.

El parapeto de piedra tenía dos palmos de anchura. El Tuerto caminaba inclinándose ya a la izquierda, ya a la derecha. A la izquierda estaba el puente, y en el puente, por debajo de él, se agitaba una masa de hombres ebrios que acompañaban cada uno de sus pasos, gritándole unas palabras que apenas distinguía y que sonaban como un rumor incomprensible.

Pero a la derecha estaba el vacío y, en el vacío, sumergido en la profundidad, susurraba el río invisible; subía de él un espeso vapor y una especie de humo blanco que se elevaba en la mañana helada.

Los escasos peatones se detenían espantados, y, con los ojos abiertos de par en par, miraban al borracho, que, en vez de andar por el puente, lo hacía por el parapeto estrecho y resbaladizo que se levantaba por encima del abismo. Y observaban cómo agitaba desesperadamente los brazos para guardar el equilibrio. Algunos de los juerguistas que se mantenían un poco más serenos, conservando su presencia de ánimo, permanecían fijos al suelo igual que si saliesen de un sueño, y lívidos de pánico, contemplaban aquel juego peligroso. Pero los demás, que no llegaban a ver el peligro, seguían a lo largo del parapeto y acompañaban con sus clamores al Tuerto, que se balanceaba y danzaba sobre el abismo, intentando mantener el equilibrio.

A consecuencia de su peligrosa posición, el Tuerto se encontró impensadamente, separado de sus compañeros. Se sentía como un monstruo gigantesco, situado por encima de ellos. Sus primeros pasos fueron precavidos y lentos. Sus zapatos se escurrían a cada instante sobre las losas cubiertas por la helada. Le parecía que sus pies corrían independientemente de él, que la profundidad lo atraía irresistiblemente, que iba a caerse, que se caía.

Mas la extraña posición en que se encontraba y la proximidad de un gran peligro le dieron nuevas fuerzas y un poder insospechado. Mientras luchaba por mantener el equilibrio, daba saltitos cada vez más vivos y se iba inclinando hasta alcanzar el nivel de su cintura, con su rodilla. En vez de andar, se puso, sin saber cómo, a bailar con paso corto, sin preocuparse, como si se encontrase en medio del claro de un bosque y no sobre una superficie estrecha y escurridiza. De pronto se sintió ligero y flexible, como a veces nos sentimos en sueños. Su cuerpo macizo y extenuado estaba libre de peso. El Tuerto, ebrio, bailaba y flotaba sobre el precipicio, igual que si tuviese alas. Notaba que de su cuerpo escapaba una fuerza alegre que le daba seguridad y equilibrio. Al mismo tiempo, oía la música que acompañaba su danza. Y el baile lo llevaba allí donde jamás habría podido llegar andando normalmente. Y, sin pensar ya en el peligro ni en la posibilidad de una caída, saltaba con una pierna y luego con la otra y cantaba, haciendo gestos con las manos como si se acompañase con un tamboril.

– Parram, parram, parrampampam…

El Tuerto cantaba e iba creando un ritmo con la ayuda del cual franqueaba el peligroso camino, seguro, sin dejar de bailar. Doblaba las rodillas y se inclinaba a la derecha, a la izquierda.

– Parram, parram, parrampampam…

En esta posición excepcional y arriesgada, alzado por encima de todos, ya no era el Tuerto jocoso que conocían en la ciudad y en la taberna. No existía el parapeto de piedra. Había desaparecido. Y había desaparecido el puente en el cual comió tantas veces su pobre alimento, mientras pensaba en una muerte dulce entre las olas. Todo había desaparecido, todo se había quedado dormido en la sombra de la kapia.

Y había llegado aquel viaje lejano e irrealizable del cual le hablaban todas las noches en la taberna, entre burlas groseras y risas irónicas. Por fin se había puesto en camino. Se encontraba en el claro sendero -tan deseado- de las grandes empresas, y allá, al final del sendero, estaba la ciudad imperial de Brussa, con las riquezas que le pertenecían y con su legítima herencia, con el sol poniente y la hermosa Pacha con su hijo; su esposa y su hijo. Sumido en una especie de éxtasis, recorrió bailando la parte volada del parapeto que rodeaba el sofá; a continuación, la otra mitad del puente. Cuando hubo llegado al final, saltó a la calzada y, traspasado de emoción, miró alrededor de él, sorprendido de que la aventura hubiese terminado de aquel modo y extrañado de encontrarse en el camino familiar de Vichegrado. Los que hasta entonces lo habían acompañado con sus clamores, con sus palabras de estímulo y con sus chanzas, acudieron a su encuentro. También llegaron corriendo los que se habían detenido aterrorizados. Lo abrazaron, le dieron palmadas en la espalda, en la cabeza, que cubría su fez descolorido. Todos gritaban a la vez:

– ¡Bravo, Tuerto; eres un verdadero halcón!

– ¡Bravo, vencedor!

– ¡Un ron para el Tuerto! -chilló Santo Papo con su voz ronca y acento español, abriendo los brazos como si lo crucificasen. Se creía que estaba en la taberna.

Alguien propuso, en medio de la bulla y de la confusión general, que aquella noche no se separasen, que nadie volviese a casa, que continuasen bebiendo en honor a la hazaña del Tuerto.

Los escolares que cruzaban aquella mañana el puente, apresurándose para llegar a tiempo a la apartada escuela, se pararon a contemplar la curiosa escena. Sorprendidos, abrían sus boquitas, de las que salía un vapor blanco. Aquellas criaturas menudas, bien arropadas, con sus pizarras y sus libros debajo del brazo, no podían comprender el juego de las personas mayores, pero en su memoria quedó grabada para toda la vida, junto al perfil de su puente natal, la imagen del Tuerto, de aquel hombre conocidísimo en la ciudad, el cual, tras una extraña transformación, ligero, transportado como por arte de magia, caminaba, dando saltitos atrevidos y alegres, por un sitio que no era precisamente el más adecuado para andar.