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(Era nieto de aquel Chemsibeg que, tras la ocupación, se encerró en su región de Tsrntcha donde murió de pena, y que todavía es citado entre los turcos de edad avanzada, como ejemplo insuperable de moral elevada y de perseverancia. Aquel año, llegó de permiso Mohamed-Bey. Era un hombre alto, grueso y pelirrojo. Llevaba un uniforme azul impecable con galones amarillos, franjas rojas, y unas estrellitas de oro en el cuello de la guerrera. Sus guantes eran de piel blanca como la nieve y se tocaba con un fez rojo. Se mostraba cortés, sonriente, extremadamente limpio y vestido con corrección. Paseaba por el barrio del comercio, golpeando discretamente el pavimento con su largo sable, brindándose amable y confiado para con todos, como un hombre que come a expensas del emperador, que no duda de sí mismo y que no tiene nada que temer de los demás.)

Cuando Mohamed-Bey acudió a visitar al hodja en su tienda, y una vez que se hubo informado sobre su salud y que se sentó a tomar café, Alí-Hodja aprovechó la ocasión para pedirle, en su calidad de hombre del emperador que vivía lejos de Vichegrado, algunas aclaraciones acerca de la preocupación que lo abrumaba. Le dio detalles del asunto, de lo que había pasado en el puente y de lo que se contaba en la ciudad, y le preguntó si era posible que se preparase, de acuerdo con un plan, la destrucción de una fundación pía de interés público.

Cuando estuvo al corriente de todo, el sargento mayor se puso serio. Desapareció su amplia sonrisa y su cara roja y bien afeitada adquirió una expresión hermética, semejante a la que se adopta en un desfile cuando se da la voz de: ¡atención! Guardó silencio un momento, embarazado, y, a continuación, repuso en voz más baja:

– Hay en todo eso algo de cierto. Pero, si quieres saber lo que pienso, te diré que lo mejor es no hacer preguntas ni hablar, porque se trata de algo que forma parte de los preparativos de guerra, de los secretos militares, etc.

El hodja detestaba todas las expresiones nuevas, y especialmente aquel "etc." Y no sólo porque aquella palabra le pusiese los nervios de punta, sino también porque tenía el sentimiento muy claro de que aquel término, dentro del lenguaje de los extranjeros, ocupaba el lugar de una verdad que quedaba en silencio.

– ¡Por Dios!, no emplees conmigo ese "…etcétera" del que tanto abusan ellos. Limítate a decirme y a explicarme, si puedes, lo que están haciendo en el puente. Eso no puede ser un secreto. ¡Cómo va a ser un secreto una cosa que conocen incluso los niños del mekteb 1 ! -interrumpió el hodja, furioso -, Dime, ¿qué tiene que ver el puente con la guerra?

– ¡Ya lo creo que tiene que ver! -dijo Brankovitch, que había recobrado su aspecto sonriente.

Y le explicó, amablemente, de esa manera un poco condescendiente, que se usa con los niños, que todo aquello estaba previsto en los reglamentos militares, que existían para tales cosas gastadores y pontoneros y que, en el ejército imperial, cada cual conocía sólo su trabajo y no debía nunca preocuparse o mezclarse en el de los demás.

El hodja lo escuchaba, lo miraba sin llegar a comprender. Al final, no pudo contenerse.

– Vamos, vamos, todo eso está muy bien, pero, ¿saben ellos que el puente es una fundación pía del visir que lo construyó para la salvación de su alma y por amor a Dios, y que es pecado arrancar una sola de sus piedras?

El sargento mayor, sin decir palabra, abrió los brazos, se encogió de hombros, hizo una mueca y cerró los ojos. Su cara adquirió una expresión astuta y cortés, inmóvil, ciega, sorda; esa expresión que sólo se puede adquirir trabajando durante muchos años dentro de administraciones podridas, en las que la discreción, desde tiempo inmemorial, ha degenerado en insensibilidad, y la obediencia en cobardía. Una hoja de papel blanco resultaría más elocuente que la muda prudencia de aquella cara.

El hombre del emperador abrió los ojos, dejó caer los brazos, desarrugó el rostro y recobró su aspecto habitual: una serenidad confiada, sonriente, en la que se mezclaba la bondad vienesa y la cortesía turca. Y, tras haber cambiado el tema de la conversación y felicitado al hodja por su salud y por lo bien que se conservaba, se despidió con la misma amabilidad inagotable que presidió su llegada. El hodja se quedó desconcertado y vacilante y tan deprimido como antes. Perdido en sus pensamientos inquietos, contempló desde su tienda la belleza resplandeciente del primer día de marzo. Frente a él, en una perspectiva oblicua, se erguía, como siempre, en eterno puente; a través de sus ojos podía verse la superficie verde, iluminada y tumultuosa del Drina. Parecía un extraño collar bicolor del que el sol arrancaba maravillosos destellos.

1 . Escuela coránica. (N. del T.)