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Ya no eran los estudiantes de ayer, aquellos de los primeros años que siguieron a la ocupación, muchachos tímidos e ingenuos, absortos en sus estudios, en el sentido más estricto de la palabra. No eran los mozos alegres y divertidos, futuros señores que, en una época determinada de su vida, gastaban en la kapia la plenitud de sus fuerzas juveniles; aquellos mozos de los que decían sus familias: "casémoslos para que dejen de cantar". Eran unos nuevos seres que estudiaban y que iban perfilando su educación en distintas ciudades, en diversos Estados, bajo diferentes influencias. Regresaban de las urbes, de las universidades y de los institutos en que estudiaban, deslumbrados por un sentimiento de audacia orgullosa cuyo primer sabor, aún no definido, los colmaba; volvían entusiasmados por las ideas sobre el derecho de los pueblos a la libertad y de los derechos del individuo a la alegría y a la dignidad. En sus vacaciones del verano tornaban a la ciudad trayendo concepciones liberales referentes a las cuestiones sociales y religiosas y al entusiasmo de un nacionalismo reavivado que, en los últimos tiempos, sobre todo después de las victorias servias en las guerras balcánicas, se había convertido en una creencia común y, en algunos jóvenes, en un deseo fanático de acción y de sacrificio personal.

La kapia era el lugar principal de sus reuniones. Acudían a ella después de la cena. En la oscuridad, bajo las estrellas o al claro de luna, en la paz nocturna, por encima del bullicioso río, resonaban las canciones, se dejaban oír las bromas, las conversaciones animadas, y una serie de discusiones interminables, nuevas, audaces, ingenuas, sinceras, desenvueltas.

Con los estudiantes solían reunirse sus compañeros de la infancia, aquellos que cursaron a su lado los primeros estudios, y que después se quedaron en la ciudad para trabajar como aprendices o como dependientes de comercio o como modestos secretarios del ayuntamiento o como empleados de alguna empresa. Entre ellos, los había de dos tipos: unos que se mostraban satisfechos con su suerte y con la vida que llevaban en una ciudad que no abandonarían jamás. Miraban con curiosidad y simpatía a sus camaradas instruidos; los admiraban, sin compararse nunca a ellos, y participaban, faltos de envidia, en su modo de ir desenvolviéndose y en el curso de sus estudios. Otros no se habían reconciliado con la existencia que, impuesta por las circunstancias, se veían obligados a seguir; anhelaban algo que consideraban más elevado y mejor, algo que se les escapaba y que, con cada día que pasaba, se les presentaba más lejos y más inaccesible. Aunque continuaban siendo amigos de sus compañeros de la escuela, se separaban de ellos a causa de su ironía grosera o de su silencio hostil. No podían participar en un plano de igualdad en sus conversaciones. Por esta razón, constantemente torturados por el sentimiento de su inferioridad, subrayaban en las conversaciones, de una manera exagerada e insincera, su tosquedad y su ignorancia, que se hacían más sensibles ante la educación de sus compañeros. Otras veces, al amparo de su zafiedad, se burlaban de todo con amargura. En uno y otro caso, la envidia brotaba de ellos como una fuerza casi palpable. Pero la juventud soporta fácilmente la presencia de los peores instintos y vive y se desenvuelve entre ellos con libertad, despreocupada.

La ciudad ha disfrutado y disfrutará de noches estrelladas y de constelaciones maravillosas y de claros de luna, pero nunca albergó, ni tal vez vuelva a albergar, a unos muchachos como aquéllos, que pasan la noche en la kapia, enzarzados en apasionadas conversaciones en las que salían a la luz grandes ideas y grandes sentimientos. Fue una generación de ángeles rebeldes que se aferraban al breve lapso de tiempo, en el que todavía tenían todo el poder y todos los derechos de los ángeles y el orgullo ardiente de los rebeldes.

Aquellos hijos de campesinos, de comerciantes y de artesanos de una pequeña ciudad bosníaca perdida, recibieron del destino, sin realizar apenas un esfuerzo, una oportunidad de salir al mundo y una gran ilusión de libertad. Abandonaban su ciudad impregnados de las cualidades provincianas que habían nacido con ellos; escogían por sí mismos, de acuerdo con sus inclinaciones, con las características del momento o con los caprichos del azar, la carrera que iban a seguir, las distracciones que iban a llenar sus ocios y el círculo de sus conocimientos y amigos. La mayor parte de ellos no podía ni sabía sacar provecho de cuanto había logrado ver; y, sin embargo, todos tenían la impresión de que podían conseguir lo que quisieran y de que cuanto caía en sus manos les pertenecía.

La vida (he aquí una palabra que a menudo brotaba en sus conversaciones, así como en la literatura y en la política de la época, en las que aparecía escrita con una respetuosa uve mayúscula), la vida se presentaba ante sus ojos como un objeto, como un campo de acción en el que dar libre curso a sus instintos liberados, a sus curiosidades intelectuales y a sus hazañas sentimentales que no conocían fronteras. Todos los caminos se abrían ante ellos: probablemente no llegasen a poner el pie, sino en un escaso número de aquellos caminos, pero no obstante, la embriagadora voluptuosidad de la vida consistía en eso precisamente, en que podían (al menos en teoría) escoger libremente la senda que quisiesen y pasarse después a otra, y a otra, según les viniese en gana. Todo lo que los demás hombres, pertenecientes a otras razas, a otros países y a otros tiempos habían logrado crear y poseer en el transcurso de las generaciones, merced a esfuerzos seculares, a costa de sus vidas, de renuncias y sacrificios más grandes y más valiosos que la vida, todo esto se ofrecía a ellos como una herencia accidental, como un peligroso regalo del destino. Parecía increíble y fantástico y, a pesar de todo, era cierto: podían hacer lo que quisiesen de su juventud, y hacerlo dentro de un mundo en el que las leyes de la moral social y personal, incluso la lejana frontera del crimen, estaban, por aquel entonces, en plena crisis, siendo libremente interpretadas, aceptadas o rechazadas por cada grupo y por cada individuo. Aquellos jóvenes podían pensar como querían, juzgar sin trabas acerca de cualquier cosa; osaban decir lo que les venía en gana y, para muchos de ellos, sus palabras valían tanto como actos y satisfacían sus necesidades atávicas de heroísmo y de gloria, de violencia y de destrucción, pero sus palabras no llevaban implícita la obligación de actuar, no suponían una responsabilidad en el que las había dicho. Los más capacitados despreciaban lo que les era necesario aprender y subestimaban lo que podían hacer, vanagloriándose de lo que ignoraban y entusiasmándose con aquello que quedaba más allá de sus fuerzas.

Es difícil imaginar una manera más peligrosa de entrar en la vida. Habían elegido el camino más seguro para ir a parar a las acciones excepcionales o al desastre total. Sólo los mejores y los más fuertes se entregaban a la verdad, con un fanatismo de faquir, a la acción y ardían en ella. Inmediatamente eran glorificados por sus contemporáneos como mártires y como santos (no hay generación que no tenga sus santos) y se los levantaba sobre el pedestal de los ejemplos inimitables.

Cada generación humana tiene su opinión particular en lo que a la civilización se refiere. Unos creen que participan de unos momentos en que empieza a adquirir empuje; otros, que son testigos de su decadencia. En realidad, por regla general, resplandece, se mantiene o se extingue en función del lugar desde donde la contemplamos. La generación que, en aquellos momentos, ventilaba en la kapia, bajo las estrellas, junto al río, una serie de cuestiones filosóficas, sociales y políticas, no pasaba de ser una generación semejante en todos los aspectos a las demás. Creía también que estaba alumbrando los primeros fuegos de una nueva civilización y que apagaba las llamas de otra anterior que estaba a punto de consumirse. Lo único que puede decirse en su favor es que hacía mucho tiempo que no había habido una juventud que hubiese hablado y soñado con más audacia de la vida, de la voluptuosidad y de la libertad; una juventud que hubiese recibido menos a cambio de su sufrimiento y del pesado yugo de la esclavitud que pesaba sobre ella. Mas durante aquellos días del verano de 1913 todo cuanto acaba de relatarse se ofrecía todavía de un modo indeterminado. No pasaba de ser un juego nuevo y emocionante que tenía por escenario el viejo puente que, al claro de luna, aparecía en las noches de junio blanco, puro de líneas, joven e incólume, perfectamente hermoso y sólido, más sólido que todo lo que el tiempo pudiese brindar, más fuerte que todo lo que las gentes pudiesen pensar o hacer.