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Todo en él resultaba medido, mate, apagado. Su rostro, que parecía tostado por el sol, estaba enmarcado en un delicado óvalo; sobre su piel, morena y curtida, se destacaban unos delgados hilillos de color azul oscuro; sus movimientos eran breves y escasos; sus ojos, negros, con las pupilas sombreadas de un tono azul. Su mirada, ardiente, pero sin brillo. Tenía unas cejas espesas que se fundían en un solo trazo, y un ligero vello negro cubría su labio superior. Podían verse rostros masculinos semejantes al suyo en las miniaturas persas.

También Fekhim había concluido aquel año su bachillerato, y esperaba ahora que el Estado le concediese una beca para ir a Viena a estudiar lenguas orientales.

Los dos muchachos continuaban el hilo de una conversación anteriormente iniciada, que giraba en torno a la elección de los estudios de Bakhtiarevitch. Galus trataba de demostrarle que había cometido un error inclinándose por el orientalismo. Galus hablaba mucho más y con más animación que su compañero, ya que estaba acostumbrado a que lo escuchasen y a dar discursos. Bakhtiarevitch hablaba poco y brevemente, como un hombre que tiene sus propias convicciones y no siente la necesidad de convencer a los demás. Galus se expresaba como la mayoría de los muchachos instruidos: ingenuamente satisfecho de sus palabras, de sus expresiones y de las comparaciones pintorescas que a menudo empleaba, mostrando una inclinación a generalizar; su compañero, por su parte, se manifestaba con sequedad, valiéndose de frases cortas y en un tono negligente.

Ocultos en la sombra, recostados en los asientos de piedra, Stikovitch y Glasintchanine guardaban silencio como si se hubiesen puesto tácitamente de acuerdo para escuchar, sin ser vistos, la conversación de sus dos amigos en el puente.

Para concluir la discusión, Galus se expresaba con fogosidad:

– Los musulmanes, hijos de beys, os equivocáis a menudo en el momento de elegir. Desconcertados por los nuevos tiempos, no llegáis a sentir con exactitud, de un modo completo, cuál es vuestro lugar en el mundo. Vuestro amor por todo lo oriental no pasa de ser una expresión contemporánea de vuestra "voluntad de poder". Para vosotros, la manera oriental de vivir y de pensar está estrechamente ligada a un orden socialjurídico, que fue la base de vuestro dominio secular. Vuestra posición es perfectamente comprensible. Pero esto no significa de ningún modo que tengáis un sentido del orientalismo como ciencia. Sois orientales, pero os equivocáis cuando pensáis que estáis llamados, por esta razón, a ser orientalistas. No tenéis en general vocación por la ciencia, ni siquiera una verdadera inclinación hacia ella.

– ¡Vaya, vaya!

– No, no la tenéis. Al afirmártelo, no quiero ofenderte ni decirte nada desagradable. Al contrario. Sois los únicos señores de la tierra, o al menos lo habéis sido. A través de los siglos, habéis aumentado, fortificado o defendido vuestra dominación, valiéndoos de la espada y del libro; habéis impuesto vuestra huella en el terreno de lo jurídico, de lo religioso y de lo militar. Esta situación ha hecho de vosotros una especie de guerrero, de administrador y de hombre de Estado; ahora bien, semejante clase de hombres no se ha dedicado nunca al cultivo de las ciencias abstractas. Dejan su estudio para aquellos que no pueden hacer otra cosa ni tienen en qué emplearse. A vosotros os corresponde el estudio del derecho y de la economía política, puesto que sois hombres dotados para los conocimientos concretos. Siempre, en todas partes, han sido así los seres pertenecientes a la clase dominante.

– Eso quiere decir que tenemos que continuar siendo unos incultos.

– No, eso significa que debéis continuar siendo lo que sois o, si lo prefieres, lo que fuisteis. Tenéis esa obligación, porque nadie puede ser, al mismo tiempo, lo que es y lo contrario de lo que es.

– Pero hoy no pertenecemos a la clase dirigente. Hoy somos iguales -replicó nuevamente Bakhtiarevitch con una ligera ironía que encerraba amargura y orgullo.

– No pertenecéis a la clase dirigente; desde luego que no pertenecéis. Las circunstancias que, en otro tiempo, hicieron de vosotros lo que ahora sois, hace mucho que cambiaron; pero esto no significa que vosotros podáis cambiar también con la misma rapidez. No es la primera ni la última vez que una clase social pierde su base, sin que por ello deje de ser la misma. Las condiciones de su vida varían, pero una clase de hombres permanece igual, ya que sólo continuando sin mutación puede seguir viviendo; y sin mutación morirá.

La conversación de los dos jóvenes se interrumpió un instante, como extinguida a causa del silencio de Bakhtiarevitch.

Sobre el sereno cielo de junio, por encima de las montañas que se perfilaban al fondo del horizonte, apareció una luna recortada, huérfana. La estela blanca con la inscripción turca que figuraba sobre el muro brilló de pronto, como una ventana débilmente iluminada, en medio de la oscuridad azul.

Bakhtiarevitch acababa de decir algo, pero en voz tan baja que sólo unas palabras aisladas, sin relación, incomprensibles, llegaron a los oídos de Stikovitch y Glasintchanine. Como suele suceder en las conversaciones entre los muchachos, en las cuales las asociaciones de ideas son rápidas y fugaces, ahora los ocupaba un nuevo tema. Pasaron del estudio de las letras orientales, a la inscripción que rezaba sobre la estela, y hablaban del puente y de quien lo construyó.

La voz de Galus era mucho más fuerte y expresiva. Al mismo tiempo que se mostraba de acuerdo con las alabanzas que Bakhtiarevitch prodigaba a Mehmed-Pachá Sokolovitch y a la administración turca de su tiempo, que hizo posible la creación de tales monumentos, desarropaba con animación sus ideas nacionalistas sobre el pasado y el porvenir del pueblo servio; sobre su cultura y su civilización. (Hay que tener en cuenta que, en las conversaciones de estudiantes, cada uno da libre curso a sus propios pensamientos.)

– Tienes razón -dijo Galus -, debió de ser un hombre genial. No es el primero ni el último de nuestra sangre que se ha distinguido al servicio de un Imperio extranjero. Hemos dado centenares de hombres de su talla, hombres de Estado, guerreros, artistas, y todos ellos han mostrado su valía en Zarigrado, en Roma y en Viena. El sentido de la unificación de nuestros pueblos en un Estado Nacional, grande, poderoso y moderno, consiste precisamente en eso: en que de ahora en adelante nuestras fuerzas quedarán dentro de nuestro país, se desarrollarán en él y contribuirán a la cultura universal bajo nuestro propio nombre y no surgiendo de centros extranjeros.

– Y, ¿crees que esos "centros" han sido constituidos por obra del azar y que podrán crearse otros nuevos, a voluntad, cuando se quiera y donde se quiera?

– Por azar o no, no es el planteamiento de la cuestión de nuestros días. Poco importa cómo empezaron; lo que importa es que, hoy, están desapareciendo, se marchitan, degeneran; lo que importa es dejar lugar a otros nuevos centros a través de los cuales podrán expresarse directamente los pueblos jóvenes, libres, que aparecen en el escenario de la historia.

– Y, ¿te imaginas que si Mehmed-Pachá hubiese continuado siendo un pobre campesino de Sokolovitch, habría llegado adonde llegó y habría, entre otras cosas, elevado este puente en el que ahora mismo estamos hablando?

– En aquella época, desde luego que no. Pero, a fin de cuentas, entonces no era difícil que en Zarigrado se trazasen planes para la construcción de grandes edificios. El gobierno turco se apoderaba, no sólo de nuestros bienes y del fruto de nuestro trabajo, sino también de lo mejor de nuestras fuerzas y de nuestra sangre más pura. Y no éramos las únicas víctimas. Estaban también los demás pueblos avasallados. Si se piensa en el valor y en la importancia de lo que se nos quitó en el curso de los siglos, todas esas construcciones no son más que bagatelas. Pero cuando, de una vez para siempre, hayamos ganado para nuestro pueblo la libertad nacional y la independencia política, nuestro dinero y nuestra sangre serán nuestros bienes y nadie nos los arrebatará. Todo servirá única y exclusivamente para la erección de una cultura nacional que llevará nuestro sello y nuestro nombre y que tendrá como mira la felicidad y el bienestar del más amplio sector de nuestro pueblo.

Bakhtiarevitch guardaba silencio, y aquel silencio, como la más viva y elocuente resistencia, provocaba a Galus y lo impulsaba a elevar la voz y a tomar un tono más agudo. Con la vivacidad que lo caracterizaba y con el vocabulario que estaba en uso dentro de la literatura nacionalista, enumeraba los planes y las tareas de la juventud revolucionaria. "Todas las fuerzas vivas de la raza, al despertarse, serán puestas en movimiento. Ante su ataque, la monarquía austro-húngara, esta prisión de los pueblos, se vendrá abajo como se ha venido abajo el dominio de Turquía en Europa. Todas las fuerzas antinacionales y reaccionarias que, hoy, estorban, dividen y adormecen nuestro ímpetu nacional, serán vencidas y reducidas. Todo esto podrá llevarse a cabo porque el espíritu del tiempo en que vivimos es nuestro mejor aliado, porque los esfuerzos de otros pueblos pequeños y dominados se dirigen en el mismo sentido que los nuestros. El nacionalismo contemporáneo triunfará de las diferencias de credo y de los prejuicios pasados de moda, librará al pueblo de las influencias y de la explotación extranjera. Entonces nacerá un Estado nacional."

A continuación, Galus se puso a describir las ventajas y las bellezas del nuevo Estado nacional que reuniría en torno a Servia, constituido en una especie de Piamonte, a todos los Esclavos del Sur. La base del movimiento sería el derecho a las nacionalidades, la tolerancia religiosa y la igualdad de los ciudadanos. En su discurso, algunas expresiones audaces de sentido indefinido se mezclaban con ciertas palabras que indicaban exactamente las necesidades de la vida contemporánea: los más profundos deseos de una raza, deseos que muchos consideraban que no pasarían de ahí, y las exigencias justificadas y realizables de la vida cotidiana; las grandes verdades que maduran a través de las generaciones, pero que, únicamente, la juventud puede percibir con anticipación, atreviéndose a expresarlas; y, por último, las ilusiones eternas que jamás se extinguen, pero que nunca llegan a realizarse, ya que una generación de jóvenes las transmite a otra, como la antorcha mitológica. En las palabras del muchacho había, desde luego, muchas afirmaciones que no habrían podido sostenerse ante la crítica, y muchas hipótesis que, quizá, no habrían podido resistir la prueba de una experiencia; pero había en ellas un aliento fresco, una savia preciosa, gracias a las cuales se conserva y rejuvenece el árbol de la humanidad.